Pubicado en Iberian Style, el 10 de enero de 2023
Los pueblos son así. Ni mejores ni peores que las grandes ciudades. Y no es posible pretender que las deficiencias de unas y de las otras se resuelven en las urbes intermedias que son poco menos “un quiero y no puedo” en el que el anonimato se pierde lo mismo que el sentido de pertenencia a la colectividad. Vivir en un pueblo, morir en la ciudad.
Era el domingo que daba final al larguísimo puente que las fiestas de la Inmaculada y de la Constitución nos deparaba este año de 2022. Y era una iglesia de un pueblo del pirineo navarro cuyo censo no llega a los 300 habitantes. El avanzado otoño había depositado ya su ocre hojarasca sobre los paseos que conducen a Santiago de Compostela o regresan de la ciudad que lleva el nombre del apóstol. Un frío húmedo envuelve las mañanas y recorre las tardes como anticipo glacial de lo que pueda ser el invierno que suceda a esta estación, o no… porque en los tiempos actuales, en los que no existe nada que sea seguro, la climatología se ha instalado también en la incertidumbre.
Entramos en el recinto que se ha caldeado para la ocasión. Las Iglesias constituyen los mejores refugios donde refrescar los calores estivales, en especial cuando no existía el aire acondicionado, pero se convierten en trampas a veces mortales en los días del invierno, porque no hay calefactores suficientes para suavizar los rigores del frío, dado el ingente espacio que ocupan. Nos envuelve entonces una rara sensación de confort cuando avanzamos por entre las filas de bancos antes de decidir dónde ubicarnos para acometer el trance de la ceremonia.
“No se llenará”, piensas. Es demasiado oratorio para tan escasos devotos. Y eso que a la entrada habíamos observado a unos cuantos vecinos apostados junto a los gruesos muros del templo, que sin duda esperaban a la llegada del féretro. A un lado del altar se reconoce a un grupo de gentes del pueblo, formando una hilera, que departen animadamente: se trata del coro.
Salen el oficiante y los monaguillos del recinto. A los pocos minutos vuelven escoltando al ataúd que es introducido por los recios deudos navarros de la fallecida, que lo transportan como si se tratara de una pluma.
Da comienzo la ceremonia con la parroquia que, corrigiendo mis dudas, se encuentra repleta. Suenan los compases del órgano. Entona el orfeón de voluntarios una canción de iglesia. El sacerdote dirige unas palabras que proclaman al conjunto de los congregados que la muerta lo es de todos, de la feligresía, del pueblo en su conjunto. Un extraño halo de pertenencia comunitaria sobrevuela a los asistentes, como esa Paloma con la que los pintores representan al Espíritu Santo en algunos cuadros religiosos, junto al Padre y al Hijo.
Y la misa se produce como una cuerda que se va desenroscando con la naturalidad con que un ilusionista libera un cabo, engrasada con las melodías cantadas en español y en eusquera y con un chistu que toca el “Agur Jaunak” con el que los vascos reciben y despiden a los suyos.
UN PUEBLO, UNA CIUDAD
Un pueblo es la prolongación inherente a la condición social de sus integrantes. Aún las campanas de sus iglesias redoblan por nosotros: anuncian la muerte, el incendio o la primera comunión del niño y la boda de algún vecino. Y se hace cada uno del pueblo por nacimiento, emparejamiento o por el cariño que se intuye que profesas a la localidad y a sus gentes. Puedes carecer de certificado de empadronamiento y formar parte de él, porque tu condición de vecino está en el corazón, no en el papel.
La gran ciudad es una creación artificiosa. Sus gentes no son de ningún lugar, acaso de un barrio, de una esquina de una calle, únicos lugares en los que se les reconoce. Nacen, se desarrollan y mueren entre la indiferencia y el desconocimiento, y sus referencias y amistades se encuentran entre la parentela y la frecuentación escolar, pandillera o profesional. Y en los cortejos fúnebres -aun los más concurridos- se desenvuelve la ficción del trato social. “Tengo que ir porque era el padre del marido de mi prima, asistiré porque era la madre de mi compañero de trabajo…”. De manera que en la iglesia echas un vistazo y no ves en los asistentes apenas a gentes que conozcas, ni el oficiante sabe del fallecido poco más que su nombre, sus palabras suenan por lo tanto huecas y es imposible que alivien el dolor de los más próximos allegados; para el resto forman apenas una cantilena, un rosario de cuentas que uno no reza, pero nublan la cabeza con sus cruces y calvarios, que decía el cantautor de la Pampa argentina José Larralde.
No haré sin embargo de este comentario la excesiva elegía del pueblo. No diré que en un pueblo se vive mejor y que entre sus gentes la existencia es tan agradable que no podrías existir siquiera en su distancia. Hay demasiada invasión de tu intimidad en las localidades pequeñas. Todos saben que has llegado y cuándo te has marchado. No haré sin embargo de este comentario la excesiva elegía del pueblo. No diré que en un pueblo se vive mejor y que entre sus gentes la existencia es tan agradable que no podrías existir siquiera en su distancia.
Hay demasiada invasión de tu intimidad en las localidades pequeñas. Todos saben que has llegado y cuándo te has marchado. No eres libre en un pueblo salvo que te pongas al pueblo por montera, lo que sería por cierto un craso error, lo mismo que un soldado, que pierde el paso en un desfile y perjudica con su torpe marcha la formación, es acreedor de la amonestación o del arresto.
El medio es el mensaje… que decía McLuhan, y el ambiente es lo que te permite modular tu comportamiento. Y el anonimato de la ciudad no deja de constituir un manto protector contra la injerencia de los otros, contra la ominosa reprobación del qué dirán, contra el escrutinio permanente de tus palabras y tus actitudes y tus actos.
Pero el ser humano se resuelve en sus contradicciones permanentes. Y a veces, a base de tanto esponjamiento personal, de tanto no ser nada concreto entre quienes te rodean, de tanta soledad acumulada forjada de indiferencia y desconocimiento, decides salir del espacio protector que te proporciona el anonimato de la individualidad y te sumerges en el ámbito colectivo de ese pueblo que acompaña a un cadáver lo mismo que ayuda a extinguir un fuego o se alegra porque un chico hace la primera comunión. Y no hay nada necesariamente religioso en alguno de esos comportamientos, porque la fe no se constituye en el elemento definitorio de esas prácticas, la creencia en algo superior o en el más allá es apenas el marco en el que el pueblo se manifiesta y dice, por ejemplo, que ha muerto uno de los suyos, que es como si todo ese pueblo hubiera muerto un poco.
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