Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el 18 de enero de 2023
La idea que consiste en delimitar las campañas electorales en un periodo de tiempo tasado se corresponde, poco más o menos, con la necesaria contención de la amplia galería de promesas, las más de las veces de imposible cumplimiento, y del menudeo de pesadas descalificaciones del adversario, convertido, por obra y gracia del periodo electoral, en la peligrosa condición de enemigo a exterminar. Para los partidarios de la duración temporal de las campañas, ésta sería conveniente para poner el foco en la política solamente con carácter previo a la consulta electoral, lo cual serviría para proporcionar algún conocimiento en determinados sectores indecisos de la población. Sin embargo, resulta tan alto el volumen de la vocinglería que se desata en esos tiempos que apenas sí resulta fácil distinguir las voces de los ecos -que decía Machado-, cuando no a éstos de la cacofonía de los ruidos estridentes.
Pero este esquema argumental, cualquiera que sea la opinión que acerca de él podamos tener, ha quedado hecho añicos en la nueva política que experimentan las democracias. No cabe en estos tiempos referirse a la campaña electoral cuando ésta se desarrolla todos los días en una especie de circo que carece de descanso incluso en los fines de semana ordinarios y en las antaño sagradas fiestas de guardar de nuestros antepasados. Los parlamentos ya no debaten, gritan; los afiliados y simpatizantes aplauden en cualquier reunión, a condición de que sea televisada, cuando el orador levanta la voz y señala con su dedo acusador al contrario; las mesas petitorias de los partidos compiten con las de la lucha contra el cáncer en las calles de las ciudades y te ofrecen firmar cualquier tipo de iniciativa en contra de alguna medida catastrófica adoptada por el gobierno de turno. El coso mediático, los tertulianos, las crónicas periodísticas… han creado una especie de bazar ambulante en el que unos y otros, políticos y agentes de comunicación, desempeñan a la vez el papel de oferentes y demandantes de noticias que publicar y comentar.
Y en este contexto, un año electoral como el que estamos atravesando en España, podría considerarse como una especie de campaña agravada. En ella se antoja la más que previsible anticipación de los peores pronósticos; uno de cuyos ejemplos lo constituye la impostada refriega del gobierno central contra la junta de Castilla y León respecto de un pretendido protocolo de información a las mujeres embarazadas para que se lo piensen antes de proceder al aborto. Cuando se escriben estas líneas, algunos medios aseguran que el gobierno estaría buscando pruebas de la invasión que el plan castellano-leonés tiene previsto en la materia, lo que vendría a aseverar que, una vez culpable ese gobierno autonómico de una medida de tanta gravedad, sólo haría falta comprobar que así lo ha sido. Vendría antes, por lo tanto, la condena que el conocimiento de los hechos (como se ve, una gestión muy garantista en cuanto al procedimiento seguido). ¿Y qué decir de la inacción del gobierno respecto de los incumplimientos de las sentencias de los tribunales por la Generalitat respecto de la educación en el idioma común, una lengua que hablan 550 millones de personas en el mundo y que resulta perseguida en algunas de nuestras comunidades autónomas? Nada, por supuesto, a los socios se les pasa la mano por la espalda; a los enemigos se les aplica la legislación vigente, y en el caso de que fuera preciso, se crea una norma “ad hoc” o se retuerce la ley para que contemple el caso en cuestión.
Más aún, una de las razones para reducir en el tiempo las campañas electorales viene dada por las heridas que infligen éstas a los contendientes; unas heridas que luego es preciso coser, a veces con no pocas dificultades. En tiempos de polarización política, agravada por las contiendas que suponen estas convocatorias, el abismo que se produce entre los protagonistas de unos y otros partidos resulta tan profundo que ningún buen componedor sabría qué hacer con los restos del naufragio.
El sistema político creado por la Constitución de 1978, al igual que el canovista de 1876, tiene su base en la existencia de dos grandes partidos situados en la izquierda y la derecha del tablero político, con la alta mediación de la magistratura del Rey, una organización que superaría los enfrentamientos civiles vividos por los españoles y la desgraciada dictadura de los 40 años franquistas. La Restauración pretendía también dejar atrás las guerras civiles carlistas y las inestabilidades de la primera República y otras de la época, y se articulaba en dos grandes partidos, llamado uno -el conservador- a evitar la tentación carlista de retornar a las armas, y el otro -el liberal- a atraer a los republicanos más templados para disuadirles de emprender la peligrosa deriva de una segunda República; cerraría el círculo virtuoso la figura de un Rey, intérprete de la voluntad popular y jefe último de un ejército tan levantisco que cuando en Europa se referían a un militar poco disciplinado con las órdenes civiles se le calificaba de “general español”.
Sustituido el Pacto del Pardo restauracionista por el constitucional de 1978, el sistema español no podría aguantar permanentemente una situación de tensión como la que estamos viviendo en estos momentos. Es urgente, antes de que sea demasiado tarde, un retorno a la lealtad constitucional y la recuperación de los valores que un día fueron modelo de comportamiento y objeto de respeto para buena parte del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario