viernes, 30 de junio de 2023

La derecha española pierde el norte



Cuando el partido que presidía Albert Rivera concluyó un resultado más que notable hace cuatro años en las elecciones municipales y autonómicas, decidió que la manera más razonable para gestionarlo consistía en negociar los posibles acuerdos con sus interlocutores políticos en los ámbitos correspondientes (local y autonómico). Eso era lo que preferían, por cierto, los equipos nacionales de los partidos con los que Ciudadanos se aprestaba a coaligarse, especialmente el PP: sólo en supuestos muy escasos, C’s podría reclamar alguna presidencia de ayuntamiento, y ninguna de comunidad autónoma, de modo que las apetencias del partido liberal se verían limitadas al solo escenario de alguna vicepresidencia y de contadas conserjerías o delegaciones municipales.

Eso ocurría -ya digo- en el año 2019, y el resultado de ese proceso fue que Ciudadanos jugaría en adelante un papel subordinado al Partido Popular, con el aditamento que suponen siempre los gobiernos de coalición: los éxitos -y los fracasos- de esos gobiernos los rentabiliza -o los debe asumir, en el caso de una mala gestión- la organización política que ostenta la presidencia del órgano correspondiente.

Cuatro años después, la anticipación de las elecciones generales por parte del presidente del gobierno estaba clara como el agua más clara de las que existan: que radicaba en la desmovilización de los sectores presuntamente más acomodados de la sociedad, en huida más o menos ordenada hacia sus lugares de veraneo; a la que se unía la idea de que los partidos de la derecha se enfangarían en una negociación caótica de la cual Sánchez y su formación política podrían obtener alguna ventaja electoral.

Anunciaría entonces el PP que no habría tal cosa, que bastaba con retrasar la formación de los gobiernos autonómicos -los locales tenían fecha fija- hasta después de celebradas las generales, de manera que se pudiera soslayar la sabida crítica socialista a las eventuales cesiones a entregar a los de Vox.

No ha habido tal, la ceguera de los populares en el escenario autonómico de las conversaciones, producto quizás de la experiencia positiva que mencionaba al principio de este comentario, unida a la tradición autonomista de un presidente con mando y plaza galaicos, se ha unido el empecinamiento de un partido -Vox- que ya va definiéndose en la peor de sus posibilidades: una formación disciplinada en el apoyo a su jefe, y en una singular heterogeneidad de componentes en los que se integran desde falangistas hasta libertarios, con una buena dosis de trumpismo, pasando por negacionistas del cambio climático, contrarios a vacunarse contra el COVID, antiabortistas, refractarios a la sola idea de la violencia de género…

Era más fácil, desde luego, para el PP pactar con C’s; especialmente porque eso no le exigía al partido que ahora preside Feijóo renunciar a ninguno de sus principios, cualesquiera que fueran éstos. Más complicado resulta negociar con el partido de Abascal, con el que cada acuerdo y cada declaración tiene difícil atravesar el tamiz de lo que hoy en día resulta generalmente admitido por la sociedad.

Ha sido paradigmático, en este sentido, el caso de la Comunidad Autónoma de Extremadura, donde el tono estridente y la filtración de determinadas actitudes han dañado de forma notable el buen fin de la operación. Hasta el punto de que en el equipo nacional de Génova se ha pasado de la singular aportación de las “matemáticas de Estado” (Bendodo) a perder el temor a navegar, -que decía Machado- que no sirve para el mar… ni para la política, añadiría yo.

Más le hubiera servido al PP ensayar una mesa nacional -más o menos discreta- con Vox, fijar en ella con carácter rápido los acuerdos más significativos y dejar después que los equipos autonómicos y locales perfilaran nombres, atribuciones específicas y medidas concretas, siempre de acuerdo con una mínima tutela nacional. Ya sé que no es esto lo que aconseja el Estado de las Autonomías. Pero esa manera de negociar no sería contradictoria con las competencias con las que cuentan los órganos correspondientes, y que las sedes centrales de los partidos tendrían serias dificultades de control, amparadas las decisiones de aquéllos como se encuentran por el ordenamiento jurídico.

Las estrategias de negociación no se agotan siempre en el resultado obtenido en el gobierno correspondiente, tenga la importancia que éste tenga, porque lo que importa de verdad -al menos en estos momentos- es ponerle fin a una etapa de mal gobierno, de intrusión del Estado en las instituciones, de permanente cesión a los intereses de quienes sólo pretenden acabar con la simple idea de una España para ciudadanos libres e iguales. Acabar con la mentira, con la exclusión del que no opina como el que manda, y, por cierto, defender los intereses de España en el ámbito exterior, y no los de otros países, por muy amigos y vecinos que sean.

Deberían el PP y Vox ser conscientes de que lo que se juega no es un consejero, siquiera un presidente, en Extremadura o en Murcia. La del 23 de julio no es, no puede serlo, una elección más. Se trata de una apuesta por la superación de una etapa que ya viene produciendo suficientes desgracias a la ciudadanía española, cuya perpetuación supondría deslizarse, a no tardar mucho, por una pendiente que podría alcanzar características, no por fácilmente predecibles, menos peligrosas para el mantenimiento de la sola idea de España.

viernes, 23 de junio de 2023

La Iglesia española en la transición democrática

Ponencia para el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (22 de junio 2023)

Ya saben ustedes que en estos tiempos que corren hemos convertido a la Historia en un argumento político, que es algo así como desnaturalizar a la propia Historia. Porque la Historia no sabe de presente sino de pasado, porque bebe sus fuentes en los acontecimientos que han ocurrido antes, pero que, no por pasados, deberían condicionarnos: siempre somos capaces de modificarlos por nuestra acción (para mejor o para peor). La Historia supone, por lo tanto, una anticipación de lo que está por llegar (también para mal o para bien).

Por eso los historiadores aborrecen a quienes pretenden utilizar la Historia como justificación de sus acciones en el presente, y sólo piden que se deje hablar a la Historia, o lo que es igual, a sus gentes, a sus costumbres, a los hechos que han acaecido en ella… y que quienes conocen -quienes conocemos- que la Historia es maestra de la vida extraeremos las conclusiones que nos parezcan más oportunas, y añadiré, que sin el afán de convertir esas conclusiones en posiciones irrebatibles que se podrían convertir en armas de destrucción masiva en las contiendas dialécticas de la política actual.

Y ya que el motivo de esta ponencia consiste en referirse al papel de la Iglesia en la transición democrática que vivió nuestro país, permítanme regresar a mis recuerdos (“siéntate sobre tus recuerdos”, decía Leonard Cohen en uno de sus poemas). 

Y mis recuerdos de esa época (me refiero a la década de los años 70), se remontan al tiempo de lo que se dio en llamar el “tardofranquismo”. 

Quizás haya entre ustedes quienes no conozcan esa expresión. El tardofranquismo constituye la última etapa de la dictadura franquista que termina con la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975. Se suele situar su comienzo en octubre de 1969, cuando se forma el gobierno presidido por el almirante Carrero Blanco, el principal consejero que tuvo Franco (tres meses antes, el dictador había designado como su «sucesor a título de rey» a Don Juan Carlos). Esta etapa también se identifica como la de la crisis final del franquismo, cuyo inicio algunos historiadores sitúan en el «Proceso de Burgos» de diciembre de 1970. Sólo unos meses después de la muerte de Franco, el profesor Jorge de Esteban y el magistrado y también catedrático Luis López Guerra, ya constataban que «desde los inicios de la década de los 70 se hizo evidente para la gran mayoría de los españoles que el país, tras una etapa de aparente calma, entraba de nuevo en una situación de crisis declarada, que se manifestaba sobre todo en dos datos: crecientes conflictos en el presente y aguda inseguridad cara al futuro».


Regreso a mis recuerdos. En los primeros años de esa década me encontraba terminando mis estudios de lo que entonces llamábamos bachillerato (educación secundaria), cuando un amigo del colegio me informaba de la existencia de una llamada “misa de la juventud”, que se celebraba todos los sábados a las 9 de la noche en una iglesia situada en el centro de Bilbao. La responsabilidad de esas eucaristías la tenía un cura -don Antonio- que no ocultaba sus simpatías izquierdistas. Apoyaban la organización de las misas un conjunto de grupos -o células-, que se unían por motivos de edad, y que estaban coordinados por otros sacerdotes -don Manuel, en nuestro caso.

El caso quizás sería más significativo, si cabe, en el País Vasco. Allí el nacionalismo estaba fuertemente impregnado de catolicismo, y su desvinculación con el franquismo se remontaba justo al primer momento en que se produjo el Alzamiento Nacional, al optar por el bando republicano, al revés de lo que hicieron los carlistas (recordemos que el fundador del PNV era de familia tradicionalista). Pero ésta es otra historia.
La misa de juventud de la parroquia de San Fernando tenía la consideración de filo-comunista en las fichas policiales, agregaría mi amigo; lo que, para aquellos tiempos adjudicaba, a la simple preparación de un oficio religioso, dosis ciertas de morbosidad y de la adrenalina que comporta cualquier tipo de riesgo.

Entre música de guitarras y versiones en español de canciones espirituales negras -el vascuence no había entrado aún en la épica pseudo-progresista de aquellos tiempos- explicábamos las lecturas del día, pretendiendo inocular algún “mensaje” indirectamente antifranquista y social a unos feligreses que, en su mayor parte, sólo pretendían cumplir con el precepto dominical y así aprovechar la mañana del  domingo para realizar otras actividades de esparcimiento. He de confesar que una hora de guitarras y contenidos político-sociales les debía parecer un tanto excesivo a buena parte de nuestro público.


Estas misas no eran, desde luego, un caso aislado: la Iglesia -algunos sectores de ésta- venía ya trabajando por el cambio político. Y la pregunta surge, creo, de manera inmediata: ¿qué había ocurrido para que en una Iglesia abiertamente profranquista -recordemos que el Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936 sería bautizado como una “Cruzada”-, existiera, pasado el tiempo, una posición tan contraria al régimen?

Quizás convenga explicar que esa definición de “Cruzada” no resultaba singular en el marco de los enfrentamientos religiosos vividos en España al menos desde el siglo XIX. El asfixiante principio por el que la religión católica era la única y oficial en España -un principio que resultaba intolerante e intolerable incluso para los católicos liberales- se mantuvo hasta la Constitución de 1869, estuvo entre las principales causas de las guerras carlistas y alimentaría las políticas anticlericales de liberales -como por ejemplo la de Canalejas-, republicanos y el emergente movimiento socialista. Estos últimos llevaron hasta el extremo esa idea en la frase lapidaria de Manuel Azaña (“España ha dejado de ser católica”) y dejaron pasar con indiferencia la quema de los conventos de mayo de 1931, apenas un mes después de proclamada la II República (“todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”, dijo entonces también Azaña). A mi modesto entender, ahí acabó ese régimen, que era sólo para republicanos, es decir, sólo para la parte pretendidamente progresista de España, orillando, excluyendo, al menos, a la otra media España de la mera posibilidad de construir un proyecto compartido. La expulsión  constitucional de la Compañía de Jesús (con el pretexto de su voto de obediencia al Papa, Jefe del Estado de un país extranjero) y el hostigamiento permanente a la jerarquía de la Iglesia y a los católicos, conduciría a lo que en términos actuales calificaríamos de polarización de la vida -política y social- española y abriría el camino a la contienda (in)civil. 


Pero la sociedad española no quedaría en una especie de foto-fija en ese año 1936, por fortuna. Existió, eso sí -justo después de la guerra-, un hilo conductor que hermanaba la autarquía económica, el aislamiento político internacional y la ideología falangista, y que perduró básicamente hasta el plan de estabilización de finales de la década de los 50. A partir de entonces, España empezaría a cambiar: el desarrollo económico, la extensión de la clase media y de la propiedad (con las letras y a plazos se compraba un utilitario, una lavadora y hasta un pisito en la sierra). Eran los tiempos del “¡adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya!”, que cantaba Moncho Alpuente.

Y el desarrollo económico, la apertura de España al exterior y la entrada de turistas modificaría también el modo de relacionarse con el ámbito religioso y con la Iglesia Católica. La ley de libertad religiosa de 1967 -recordemos que nuestro país se encontraba ya en la etapa que hemos calificado de tardofranquista- ya expresaba que los españoles podían ser católicos, protestantes, musulmanes, agnósticos o ateos, sin que por ello fueran objeto de persecución o menoscabo público. No deja de ser cierto que esta ley se quedaba corta y que, por ejemplo, los matrimonios civiles sólo se podían celebrar en el caso de que los futuros cónyuges no fueran católicos; pero quedaba claro que el régimen aceptaba la existencia de la diversidad en cuanto a las creencias religiosas que existía en España.

Y es que se trataba ya de una nueva generación, la que no había hecho la guerra y no quería repetirla. Esa generación que a finales de los años 50 según pondría de manifiesto el propio PCE -el partido comunista-, se expresaba en términos de una reconciliación nacional (“los hijos de los que hicieron la guerra en un bando y los hijos de los que la hicieron en el otro, no quieren que vuelva a ocurrir”, decían entonces).

La misma Iglesia no resultaba inmune a ese proceso de cambio. Por supuesto que subsistían muchos cientos de curas carpetovetónicos, como el “don Roque” que cantaba Cecilia. Muchos de nosotros recordamos a esos presbíteros con sotana que hacían detenerse y arrodillarse a la gente en la calle cuando pasaban detrás de un monaguillo que tocaba una campanilla avisando de que venía detrás un cura con la Sagrada Comunión que recibiría un feligrés en su domicilio; o los ejercicios espirituales que producían largas colas frente a los confesionarios, porque un figurado Juanito había muerto en un accidente, en pecado mortal y se había condenado.


Porque existieron también los llamados “curas obreros”, que bajaron del púlpito para meterse en el tajo. De la quietud noble de los recintos eclesiásticos a la algarabía empobrecida de los excluidos. Tomaron partido por el pueblo y, por esto, fueron conocidos con ese nombre. Unos 800 sacerdotes que desde los años 60 del siglo pasado lucharon por las libertades democráticas, renunciando a su salario oficial para vivir, y trabajar, junto a los más necesitados.

Tampoco resultaría inmune a este signo de los nuevos tiempos la jerarquía de la Iglesia. No en vano, alguna decisión del general Franco sería fuertemente objetada por el Vaticano, así el papa Pablo VI ordenaba romper con el régimen, lo que fue contestado por éste en el año 1964 abriendo una cárcel para curas.  Montini llamaría en junio de 1975 repetidas ocasiones al dictador para evitar las últimas ejecuciones de penas de muerte, sin que Franco se pusiese al teléfono. 


Y es que también se había producido el gran cambio en la Iglesia Católica  que había puesto en marcha el papa Juan XXIII y había culminado Pablo VI. Era el Concilio Vaticano II. Este cónclave constituyó una puesta al día o actualización de la Iglesia, renovando los elementos que más necesidad tuvieran de ello, revisando el fondo y la forma de todas sus actividades. Una adaptación que sería desbordada por quienes la llevaron al extremo de lo que se conoció como “Teología de la Liberación”, que influyó fuertemente en Iberoamérica, inaugurando un período de crisis en la que miles de sacerdotes católicos abandonaron el ministerio, entre ellos alrededor de 8.000 jesuitas.

Paradigma del espíritu del Concilio lo sería en España el arzobispo de Madrid-Alcalá, Vicente Enrique y Tarancón, más conocido como el cardenal Tarancón, que ejercería su cargo en un periodo trascendental de la historia española (diciembre de 1971 - abril de 1983), esto es, a lo largo de toda la transición a la democracia. 

El cardenal Tarancón sería denostado por las fuerzas más reaccionarias. Algunos recordarán el grito de “¡Tarancón, al paredón!” en los funerales del almirante Carrero. Pero queda también para la Historia la misa que presidió el prelado con motivo de la proclamación como Rey de Don Juan Carlos, que supondría la bendición de la Iglesia española a la transición a la democracia. Pero si el cardenal no tuvo éxito con los sectores más conservadores de la población, tampoco lo tendría con el papa Juan Pablo II, quien aceptaría su dimisión. 


La resuelta actitud del cardenal Tarancón en favor de la democracia se desprende también de las memorias que publicaría después de su renuncia -que titularía como “Confesiones”-, en las que relataría que llegó a tener la orden de excomunión del general Franco en su bolsillo.

De todo lo expuesto, podríamos concluir que la Iglesia Católica -la jerarquía y, desde luego, sus fieles- no permaneció ajena al proceso de transición emprendido por las fuerzas políticas democráticas. La Iglesia no supuso un obstáculo, sino un acicate en el mismo. Otra cosa es que el integrismo católico observara con buenos ojos esta actuación, pero habrá que reconocer que los sectores más inmovilistas serían desactivados por la inteligente actuación de quienes se situaron en el puente de mando político, bajo el apoyo cierto y constante, del Rey Juan Carlos.

Las luchas por causa de la religión, la catolicidad de España y el anticlericalismo habían quedado atrás: la relación del hombre con Dios hacía ya muchos años que había salido del ámbito público y se insertaba en el privado. España no sería tampoco, en este caso, una excepción al signo de los nuevos tiempos.

sábado, 17 de junio de 2023

Política y justicia

Columna de Fernando Maura, publicada en "Algunos pájaros errantes", el 15 de junio de 2023


Humberto Calderón es un comunicador de esos que producen con no rara frecuencia las tierras iberoamericanas; de Venezuela, en este caso. Calderón habla sin notas, mira a los ojos a la gente y dedica en muchas ocasiones algún que otro comentario personal que está conectado con el hilo de su discurso. Sin lugar a dudas, diría de él que se trata de un político con carisma.

Humberto fue presidente de PDVESA, la petrolera estatal venezolana, así como ministro de Relaciones Exteriores de su país. Más recientemente, el presidente encargado, Guaidó, le nombró embajador en Colombia. Para él, el esfuerzo que la oposición debe acometer en Venezuela se describe en tres palabras: ganar (las elecciones), cobrarlas (conseguir alzarse con el poder), y tercero, y ultimo, gobernar (en un país extraordinariamente deprimido en todos los sentidos).

Para Calderón es importante también diferenciar dos conceptos en relación con los actores políticos en presencia. De manera enfática declara que quienes hayan sido responsables de cualquier delito deberán ser perseguidos; en otro caso -viene a decir-, nada hay que les impida participar en el proceso democrático que quizás se pueda abrir pronto en ese tan complicado país.

Y le doy la razón, no son palabras equivalentes política y justicia, aunque deberían resultar compatibles. Pero operan en ámbitos diferentes la una respecto de la otra. La primera establece una identificación con el poder -obtenerlo o retenerlo-, se supone que para emprender reformas que mejoren la situación social y económica de un grupo o país determinado, y para unirlo hacia la consecución de objetivos que no siempre tienen una correspondencia económica precisa; actúa en el ámbito del derecho la segunda, y define en los diversos códigos normativos -civil, mercantil, penal…- lo que resulta factible realizar y lo que no; lo que es punible o -al contrario- forma parte del ámbito de la libertad individual de cada uno.

La política y la justicia tienen también tiempos y métodos diferentes de trabajo. Definida por los procesos electorales, la política pretende obtener los votos ciudadanos que le permitan gobernar; el tiempo de la justicia lo miden los procedimientos y las garantías que se encuentran asociadas a éstos. Si la justicia es, por definición, bastante lenta -incluso hasta llevarnos en ocasiones al borde de la desesperación-, la política exige de resultados rápidos, en mayor medida -si cabe- en estos tiempos líquidos y evanescentes que nos presiden.

No es imaginable que esos dos mundos pudieran resultar equivalentes, por lo mismo que no cabría que se dicten sentencias por la mayoría de una asamblea legislativa o expresar opiniones políticas con el fin de rascar algún que otro voto en una sentencia judicial.

Otra cosa es que la política deba estar siempre sometida a la justicia; la política -los políticos-, lo mismo que la empresa o los particulares, y, también, desde luego, los propios servidores de la justicia. No hay exención posible a esa norma general.

Dejando actuar a la justicia con su propio paso y de acuerdo con sus sistemas de actuación, la política debe establecer su propia agenda. Y Calderón se refería al caso de Venezuela, un país en el que los defensores de la libertad han sufrido, por esa misma causa, una presión exorbitante y han debido pagar un precio siempre injusto en términos de vidas humanas, libertad perdida y aún estrechada, expolio y exilio.

Mi admiración personal por todos ellos no admite tampoco excepción. Y debo decir que a su defensa he dedicado buena parte de mi agenda política de antes y de mis preocupaciones de siempre. Quizás por eso pueda expresar aquí mi opinión respecto de la aplicación de estos ámbitos -justicia y política- en la realidad social de ese país. 

Y permítanme para ello que me refiera a la transición española a la democracia, una vez que concluía la vida del dictador. Me pregunto a veces qué habría ocurrido si, por ejemplo, Felipe González y Santiago Carrillo, hubieran adoptado la decisión de no sentarse a negociar con Adolfo Suárez, porque éste había sido el principal responsable del partido franquista -el Movimiento Nacional-; o si Suárez se hubiera cerrado a la oportunidad de una negociación con Santiago Carrillo, como presunto ejecutor máximo de los asesinatos de Paracuellos del Jarama.

España vivió también incontables episodios de sufrimiento que, en la consecuencia fratricida que tantas veces hemos cultivado los españoles a lo largo de nuestra historia, nos habrían llevado a repetir la guerra (in)civil entre los hijos y aún los hijos de los hijos de los que se enfrentaron en la contienda. Felizmente, ya desde la generación de quienes sucedieron a los que se enfrentaron, no se quería ni oír hablar de su repetición.

Todo eso se materializaría en el proceso de la transición democrática española en nuestra ley de amnistía de 1977. Y amnistía es olvido, es algo así como condenar al ostracismo a los hechos que resultaron tan tristes y penosos que más habría valido que no hubieran existido. La amnistía es el producto de la generosidad de unos y de otros; y supone la expresión más genuinamente contraria de su principal rival, el odio, y su habitual acompañante, la intolerancia.

En parecidos términos a los que acabo de señalar, se ha manifestado el doctor Humberto Calderón, en un vídeo que tuvo la amabilidad de enviarme:

El gobierno -declara- no puede acabar con la oposición, ni la oposición con el gobierno. Es necesario entonces el entendimiento. Hacer una transición civilizada para poner fin a un entramado político que se ha desarrollado durante 23 años.

Por eso -me permito añadir-, no debería excluir la oposición venezolana a nadie que se encuentre dispuesto a unir sus fuerzas y su inteligencia a esa tarea constructiva. Todas las contribuciones deberían ser integradas.

Sabias palabras, las del doctor Calderón, que señalan el mejor de los caminos a recorrer por los luchadores venezolanos por la libertad. Seguramente el único, de lo contrario el resultado más probable navegaría entre el baño de sangre o la frustración permanente.

sábado, 3 de junio de 2023

La decisión de Ciudadanos


Publicado en El Imparcial, el 2 de junio de 2023

En su apasionante obra The years of Lyndon Johnson, Robert Caro citaba la expresión del presidente de los Estados Unidos que dirigió la guerra de Vietnam, pero también culminó la legislación civil de Kennedy, en relación con la importancia que tiene el tiempo en política:

“Se debe enviar una medida al Capitolio en el momento exacto. El tiempo es esencial. Y no es una amante misteriosa. Es un hecho controlable de la vida política".

Ciudadanos ha decidido no participar en las elecciones generales anticipadas por el jefe del gobierno, como consecuencia del batacazo que el PSOE, y él mismo, han sufrido el pasado 28M.

El hundimiento del partido liberal ha sido impresionante. Ha perdido 2.500 concejales y no ha obtenido ningún diputado autonómico. Una numerosa suma de errores han abocado a este resultado, empezando por la negativa de Albert Rivera y la ejecutiva dominada por éste a intentar una negociación con Sánchez en abril de 2020, que produjo la pérdida de 47 escaños y tres millones de votos, y la inmediata dimisión del principal responsable del partido. La nueva líder de la formación naranja no lo hizo mucho mejor, y la moción de censura que presentó en la región de Murcia en marzo de 2021 precipitaba la debacle final. Como un castillo de naipes se desparramaron todas las cartas que hasta entonces se sostenían, siquiera de forma precaria. Las elecciones en Madrid, Castilla y León y Andalucía, constituían el presagio de lo que ocurriría en estos últimos días de mayo.

El descalabro del partido centrista ha sido, por lo tanto, responsabilidad de él mismo, pero no exclusivamente. Es preciso advertir que la dinámica de los tiempos -la misma que definía con sus singulares palabras el presidente Johnson- se cernía en contra de Ciudadanos a partir del mismo momento en el que Sánchez se precipitaba a presidir la banda de extremistas de izquierda, nacionalistas, independentistas y de otros escaños de singulares pelajes.

Porque el gobierno Frankenstein se creaba desde la polarización y para la polarización. Del “nosotros”, no como un factor integrador y explicativo de una política, sino como el “no-a-otros”, la negación de cualquier otro proyecto alternativo. Y, cómo no, el rechazo -por indefinido, ambiguo y diletante- de las posiciones centradas, que sólo sirvieron de muletas alternativas para unos y para los otros.

La polarización subraya los extremos por lo mismo que destruye los consensos, que son los espacios por excelencia de la tolerancia y del liberalismo. Por eso, expulsa del terreno de juego a los partidos centristas que sólo son útiles cuando se trata de construir una política que reforme para la integración y no para la exclusión.

Y lo que vive nuestro país, por gracia y obra de Pedro Sánchez, es una atmósfera sin oxígeno, una situación que se producía en nuestro planeta -según algún estudio geológico- hace la friolera de 2.400 años, pero que la política inventó algo más recientemente. El hombre, que es lobo para el hombre -ya lo dijo Hobbes-, ha creado las hambrunas, las desigualdades, las injusticias y las guerras. Y de cada una de estas circunstancias perversas se han beneficiado algunos y las han padecido otros.

Pensábamos los españoles que habíamos vencido finalmente a los demonios familiares que nos acosaban durante siglos; que nuestra triste historia podría acabar bien, huyendo de la maldición poética de Gil de Biedma. Pero no ha sido así. Han aparecido en la escena nuevas aprendices de brujo expertos en remover las cenizas de la división y del odio para encender con ellas una nueva hoguera en la que se consumen los pocos valores que aún merece la pena conservar.

Es verdad que una de las obligaciones básicas de un partido consiste en presentarse a las elecciones, porque ésa es la única manera de contribuir a la formación de la voluntad de sus electores en la negociación y subsiguiente conformación de gobiernos y oposiciones que resulten de los comicios. Pero un partido debe, antes de eso, analizar su posición en un determinado momento político y su utilidad en el mismo. ¿Y qué sería más útil? ¿Dividir el voto y dificultar, por lo tanto, la urgente tarea de desalojar al principal hacedor de entuertos y creador de problemas de la historia reciente de España de su inquilinato monclovita, o ejercer la dura responsabilidad que consiste en dejar pasar esta oportunidad y permitir que los escasos electores que aún le quedan opten libremente por el voto a cualquier candidato o vuelvan a la abstención si lo prefieren?

En este momento de gravedad que atraviesa nuestro país no parece aceptable convertirse en una especie de mamporrero del partido de gobierno, lo que se consigue contribuyendo a la división del voto por la sola presencia de unas siglas, evitando por un puñado de sufragios que un escaño -quizás decisivo- caiga del otro lado, y sin obtener de ello rédito electoral alguno.

Y, por supuesto, habrá quien piense que la situación no adquiere las características que acabo de describir, que España es un país de grandes consensos y de integraciones que no cabe abolir, que la deriva por la que nos lleva el gobierno y sus socios nos conducirá a una España, al cabo, más unida, más libre, con un mayor respeto a la separación de poderes, a la iniciativa individual, más justa, más democrática.

Sí. Habrá quien crea firmemente que cuanto más se divida el conjunto de los partidos de la oposición al sanchismo es mejor para la libertad de elección y la pureza del juego democrático. Y así debería ser. Pero ése no es el país que yo observo. Y por eso les quiero decir que aplaudo la responsabilidad que ha tenido el partido por el que yo he trabajado y que me gustaría que tuviera, cuando muden estos tiempos políticos, la oportunidad que sus votantes merecen y que sus actuales dirigentes han acreditado con esta decisión.

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