Ponencia para el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (22 de junio 2023)
Ya saben ustedes que en estos tiempos que corren hemos convertido a la Historia en un argumento político, que es algo así como desnaturalizar a la propia Historia. Porque la Historia no sabe de presente sino de pasado, porque bebe sus fuentes en los acontecimientos que han ocurrido antes, pero que, no por pasados, deberían condicionarnos: siempre somos capaces de modificarlos por nuestra acción (para mejor o para peor). La Historia supone, por lo tanto, una anticipación de lo que está por llegar (también para mal o para bien).
Por eso los historiadores aborrecen a quienes pretenden utilizar la Historia como justificación de sus acciones en el presente, y sólo piden que se deje hablar a la Historia, o lo que es igual, a sus gentes, a sus costumbres, a los hechos que han acaecido en ella… y que quienes conocen -quienes conocemos- que la Historia es maestra de la vida extraeremos las conclusiones que nos parezcan más oportunas, y añadiré, que sin el afán de convertir esas conclusiones en posiciones irrebatibles que se podrían convertir en armas de destrucción masiva en las contiendas dialécticas de la política actual.
Y ya que el motivo de esta ponencia consiste en referirse al papel de la Iglesia en la transición democrática que vivió nuestro país, permítanme regresar a mis recuerdos (“siéntate sobre tus recuerdos”, decía Leonard Cohen en uno de sus poemas).
Y mis recuerdos de esa época (me refiero a la década de los años 70), se remontan al tiempo de lo que se dio en llamar el “tardofranquismo”.
Quizás haya entre ustedes quienes no conozcan esa expresión. El tardofranquismo constituye la última etapa de la dictadura franquista que termina con la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975. Se suele situar su comienzo en octubre de 1969, cuando se forma el gobierno presidido por el almirante Carrero Blanco, el principal consejero que tuvo Franco (tres meses antes, el dictador había designado como su «sucesor a título de rey» a Don Juan Carlos). Esta etapa también se identifica como la de la crisis final del franquismo, cuyo inicio algunos historiadores sitúan en el «Proceso de Burgos» de diciembre de 1970. Sólo unos meses después de la muerte de Franco, el profesor Jorge de Esteban y el magistrado y también catedrático Luis López Guerra, ya constataban que «desde los inicios de la década de los 70 se hizo evidente para la gran mayoría de los españoles que el país, tras una etapa de aparente calma, entraba de nuevo en una situación de crisis declarada, que se manifestaba sobre todo en dos datos: crecientes conflictos en el presente y aguda inseguridad cara al futuro».
Regreso a mis recuerdos. En los primeros años de esa década me encontraba terminando mis estudios de lo que entonces llamábamos bachillerato (educación secundaria), cuando un amigo del colegio me informaba de la existencia de una llamada “misa de la juventud”, que se celebraba todos los sábados a las 9 de la noche en una iglesia situada en el centro de Bilbao. La responsabilidad de esas eucaristías la tenía un cura -don Antonio- que no ocultaba sus simpatías izquierdistas. Apoyaban la organización de las misas un conjunto de grupos -o células-, que se unían por motivos de edad, y que estaban coordinados por otros sacerdotes -don Manuel, en nuestro caso.
El caso quizás sería más significativo, si cabe, en el País Vasco. Allí el nacionalismo estaba fuertemente impregnado de catolicismo, y su desvinculación con el franquismo se remontaba justo al primer momento en que se produjo el Alzamiento Nacional, al optar por el bando republicano, al revés de lo que hicieron los carlistas (recordemos que el fundador del PNV era de familia tradicionalista). Pero ésta es otra historia.
La misa de juventud de la parroquia de San Fernando tenía la consideración de filo-comunista en las fichas policiales, agregaría mi amigo; lo que, para aquellos tiempos adjudicaba, a la simple preparación de un oficio religioso, dosis ciertas de morbosidad y de la adrenalina que comporta cualquier tipo de riesgo.
Entre música de guitarras y versiones en español de canciones espirituales negras -el vascuence no había entrado aún en la épica pseudo-progresista de aquellos tiempos- explicábamos las lecturas del día, pretendiendo inocular algún “mensaje” indirectamente antifranquista y social a unos feligreses que, en su mayor parte, sólo pretendían cumplir con el precepto dominical y así aprovechar la mañana del domingo para realizar otras actividades de esparcimiento. He de confesar que una hora de guitarras y contenidos político-sociales les debía parecer un tanto excesivo a buena parte de nuestro público.
Estas misas no eran, desde luego, un caso aislado: la Iglesia -algunos sectores de ésta- venía ya trabajando por el cambio político. Y la pregunta surge, creo, de manera inmediata: ¿qué había ocurrido para que en una Iglesia abiertamente profranquista -recordemos que el Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936 sería bautizado como una “Cruzada”-, existiera, pasado el tiempo, una posición tan contraria al régimen?
Quizás convenga explicar que esa definición de “Cruzada” no resultaba singular en el marco de los enfrentamientos religiosos vividos en España al menos desde el siglo XIX. El asfixiante principio por el que la religión católica era la única y oficial en España -un principio que resultaba intolerante e intolerable incluso para los católicos liberales- se mantuvo hasta la Constitución de 1869, estuvo entre las principales causas de las guerras carlistas y alimentaría las políticas anticlericales de liberales -como por ejemplo la de Canalejas-, republicanos y el emergente movimiento socialista. Estos últimos llevaron hasta el extremo esa idea en la frase lapidaria de Manuel Azaña (“España ha dejado de ser católica”) y dejaron pasar con indiferencia la quema de los conventos de mayo de 1931, apenas un mes después de proclamada la II República (“todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”, dijo entonces también Azaña). A mi modesto entender, ahí acabó ese régimen, que era sólo para republicanos, es decir, sólo para la parte pretendidamente progresista de España, orillando, excluyendo, al menos, a la otra media España de la mera posibilidad de construir un proyecto compartido. La expulsión constitucional de la Compañía de Jesús (con el pretexto de su voto de obediencia al Papa, Jefe del Estado de un país extranjero) y el hostigamiento permanente a la jerarquía de la Iglesia y a los católicos, conduciría a lo que en términos actuales calificaríamos de polarización de la vida -política y social- española y abriría el camino a la contienda (in)civil.
Pero la sociedad española no quedaría en una especie de foto-fija en ese año 1936, por fortuna. Existió, eso sí -justo después de la guerra-, un hilo conductor que hermanaba la autarquía económica, el aislamiento político internacional y la ideología falangista, y que perduró básicamente hasta el plan de estabilización de finales de la década de los 50. A partir de entonces, España empezaría a cambiar: el desarrollo económico, la extensión de la clase media y de la propiedad (con las letras y a plazos se compraba un utilitario, una lavadora y hasta un pisito en la sierra). Eran los tiempos del “¡adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya!”, que cantaba Moncho Alpuente.
Y el desarrollo económico, la apertura de España al exterior y la entrada de turistas modificaría también el modo de relacionarse con el ámbito religioso y con la Iglesia Católica. La ley de libertad religiosa de 1967 -recordemos que nuestro país se encontraba ya en la etapa que hemos calificado de tardofranquista- ya expresaba que los españoles podían ser católicos, protestantes, musulmanes, agnósticos o ateos, sin que por ello fueran objeto de persecución o menoscabo público. No deja de ser cierto que esta ley se quedaba corta y que, por ejemplo, los matrimonios civiles sólo se podían celebrar en el caso de que los futuros cónyuges no fueran católicos; pero quedaba claro que el régimen aceptaba la existencia de la diversidad en cuanto a las creencias religiosas que existía en España.
Y es que se trataba ya de una nueva generación, la que no había hecho la guerra y no quería repetirla. Esa generación que a finales de los años 50 según pondría de manifiesto el propio PCE -el partido comunista-, se expresaba en términos de una reconciliación nacional (“los hijos de los que hicieron la guerra en un bando y los hijos de los que la hicieron en el otro, no quieren que vuelva a ocurrir”, decían entonces).
La misma Iglesia no resultaba inmune a ese proceso de cambio. Por supuesto que subsistían muchos cientos de curas carpetovetónicos, como el “don Roque” que cantaba Cecilia. Muchos de nosotros recordamos a esos presbíteros con sotana que hacían detenerse y arrodillarse a la gente en la calle cuando pasaban detrás de un monaguillo que tocaba una campanilla avisando de que venía detrás un cura con la Sagrada Comunión que recibiría un feligrés en su domicilio; o los ejercicios espirituales que producían largas colas frente a los confesionarios, porque un figurado Juanito había muerto en un accidente, en pecado mortal y se había condenado.
Porque existieron también los llamados “curas obreros”, que bajaron del púlpito para meterse en el tajo. De la quietud noble de los recintos eclesiásticos a la algarabía empobrecida de los excluidos. Tomaron partido por el pueblo y, por esto, fueron conocidos con ese nombre. Unos 800 sacerdotes que desde los años 60 del siglo pasado lucharon por las libertades democráticas, renunciando a su salario oficial para vivir, y trabajar, junto a los más necesitados.
Tampoco resultaría inmune a este signo de los nuevos tiempos la jerarquía de la Iglesia. No en vano, alguna decisión del general Franco sería fuertemente objetada por el Vaticano, así el papa Pablo VI ordenaba romper con el régimen, lo que fue contestado por éste en el año 1964 abriendo una cárcel para curas. Montini llamaría en junio de 1975 repetidas ocasiones al dictador para evitar las últimas ejecuciones de penas de muerte, sin que Franco se pusiese al teléfono.
Y es que también se había producido el gran cambio en la Iglesia Católica que había puesto en marcha el papa Juan XXIII y había culminado Pablo VI. Era el Concilio Vaticano II. Este cónclave constituyó una puesta al día o actualización de la Iglesia, renovando los elementos que más necesidad tuvieran de ello, revisando el fondo y la forma de todas sus actividades. Una adaptación que sería desbordada por quienes la llevaron al extremo de lo que se conoció como “Teología de la Liberación”, que influyó fuertemente en Iberoamérica, inaugurando un período de crisis en la que miles de sacerdotes católicos abandonaron el ministerio, entre ellos alrededor de 8.000 jesuitas.
Paradigma del espíritu del Concilio lo sería en España el arzobispo de Madrid-Alcalá, Vicente Enrique y Tarancón, más conocido como el cardenal Tarancón, que ejercería su cargo en un periodo trascendental de la historia española (diciembre de 1971 - abril de 1983), esto es, a lo largo de toda la transición a la democracia.
El cardenal Tarancón sería denostado por las fuerzas más reaccionarias. Algunos recordarán el grito de “¡Tarancón, al paredón!” en los funerales del almirante Carrero. Pero queda también para la Historia la misa que presidió el prelado con motivo de la proclamación como Rey de Don Juan Carlos, que supondría la bendición de la Iglesia española a la transición a la democracia. Pero si el cardenal no tuvo éxito con los sectores más conservadores de la población, tampoco lo tendría con el papa Juan Pablo II, quien aceptaría su dimisión.
La resuelta actitud del cardenal Tarancón en favor de la democracia se desprende también de las memorias que publicaría después de su renuncia -que titularía como “Confesiones”-, en las que relataría que llegó a tener la orden de excomunión del general Franco en su bolsillo.
De todo lo expuesto, podríamos concluir que la Iglesia Católica -la jerarquía y, desde luego, sus fieles- no permaneció ajena al proceso de transición emprendido por las fuerzas políticas democráticas. La Iglesia no supuso un obstáculo, sino un acicate en el mismo. Otra cosa es que el integrismo católico observara con buenos ojos esta actuación, pero habrá que reconocer que los sectores más inmovilistas serían desactivados por la inteligente actuación de quienes se situaron en el puente de mando político, bajo el apoyo cierto y constante, del Rey Juan Carlos.
Las luchas por causa de la religión, la catolicidad de España y el anticlericalismo habían quedado atrás: la relación del hombre con Dios hacía ya muchos años que había salido del ámbito público y se insertaba en el privado. España no sería tampoco, en este caso, una excepción al signo de los nuevos tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario