Publicado en El Imparcial, el 11 de agosto de 2023
El ministro de la Presidencia en funciones, Félix Bolaños,
recomendaba no hace muchas fechas que los españoles descansáramos de la
política y de los políticos, esto es, que nos diéramos unas vacaciones después
del largo trasiego electoral que hemos atravesado. Una excelente manera, sin
duda, de explicarnos que las negociaciones entre su partido, Sumar y los
nacionalistas para formar gobierno serían tan complicadas que mejor era que
permanecieran ocultas por el sempiterno manto del secretismo, tan caro a la política
y a los pactos.
No caeré desde luego en la ingenuidad de pedir transparencia
en un proceso que no la puede tener, por aquello de que la monitorización
pública de unas conversaciones de este tipo sólo sirve para destruir el
objetivo final de las mismas. Pero habrá que advertir que una vez que se
aclare, en su caso, el contenido del pacto, éste debería verse sometido a la
claridad del “Luz y taquígrafos” que decía don Antonio Maura. Saber, por
ejemplo, qué se ha pactado con el prófugo de la justicia Puigdemont en cuanto a
su situación jurídica personal, lo acordado en lo que respecta al referéndum de
autodeterminación -o la consulta-, o en cuanto a qué votará el PSOE vasco para
dirimir la contienda entre el PNV y Bildu después de las próximas elecciones
autonómicas.
La noche electoral del 23J nos dejó en efecto un panorama
difícil de dilucidar, dado que el partido liderado por Pedro Sánchez no está,
por definición, dispuesto a lo que en otras democracias europeas ha sido la
fórmula más generalizada para desbloquear situaciones políticas imposibles como
lo es ésta: el gobierno de las grandes coaliciones entre los dos principales
partidos. Asumido que esa solución no resulta factible en España, o el PP
consigue una mayoría con Vox, el PNV y otros partidos menores -posibilidad más
que remota-, o el PSOE lo hace con los partidos que quieren acabar con la
Constitución y, aún más, con la misma idea de España.
No resultaría imposible, desde luego, el intento del
presidente en funciones. La amenaza del “o yo o el PP+Vox” le ha funcionado en
los últimos comicios, incluso entre los votantes de los partidos nacionalistas,
y ese temor ha cimentado su victoria en las dos Comunidades Autónomas
“históricas” -Cataluña y el País Vasco-; pero no parece sencillo que esa
presunta maldición rebaje ahora el precio del apoyo de las formaciones
políticas que gobiernan o están en la oposición en esas regiones. Sánchez es
consciente, supongo, de que esas fuerzas se están mirando con el rabillo del
ojo unas a otras por ver quién se lleva el gato al agua en la próxima
convocatoria electoral que les enfrente para ocupar la Casa de los Canónigos y
Ajuria Enea. No en vano, vaciado de los inevitables -están en su condición- del
“no-a-España”, de la evocación de la autodeterminación como solución final a
unos supuestos conflictos de pertenencia, la imposición a contracorriente de un
idioma determinado y otras cuestiones, que, desde luego, no son de menor
importancia en el ideario colectivo de sus fieles y en la división que provocan
en la sociedad, lo que interesa de verdad a los nacionalistas es el poder que
ya han conquistado y que nadie parece dispuesto a arrebatarles; o, dicho de
manera más breve y seguramente más brutal: lo que les mueve más que nada es el
botín a conseguir y repartir.
Pensar que las coaliciones del Frankenstein-2 que obtenga el
candidato socialista a la investidura, siempre en el caso de que las consiga,
resulten duraderas parece a estas alturas de pronóstico incierto. Los de
Puigdemont parecen querer legitimarse en la línea dura que socave la base
independentista de ERC, ya que una parte de los votantes más moderados de
Junqueras parece que han emigrado a ese nacionalismo light que conforma el PSC.
En cuanto a la pugna entre el PNV y Bildu, esa sí que es una pelea por la
herencia de la casa del padre -el “aitaren etxea”.
Es verdad que todos los nacionalismos se parecen entre sí,
pero -parafraseando a Orwell- algunos son más iguales que otros. Y si ERC es un
partido de larga tradición histórica, fundado en el año 1931, que tendría como
nombres reconocibles los de Francesc Macià, Lluís Companys o Josep Tarradellas,
no es ése el caso de JxCat, heredero del imputado Pujol que habría obtenido un
beneficio no aclarado ni declarado de 62 millones de euros, según un informe de
la UDEF. Cabe recordar la lapidaria y terrible frase que de él pronunció el
expresident Tarradellas: “Yo, de enanos y corruptos, no hablo”.
Es hasta cierto punto lógico que JxCat quiera afirmar su
mejor derecho al “botín” en el maximalismo. Pero no es ése el caso de la
disputa entre los nacionalistas vascos. Entre estos últimos existe una relación
familiar, la que vincula a los padres con los hijos. Para comprenderlo es
preciso situarse en la década de los años 60 del pasado siglo en la que se
fundó la banda terrorista ETA. Los escasos peneuvistas que circulaban en el
País Vasco -eran los tiempos de la “oprobiosa” dictadura-, dedicaban su tiempo
a producir las mercancías que un mercado endogámico como el español devoraba
con avidez. Sus hijos les reprochaban su incoherencia: “Os decís muy
nacionalistas, pero os forráis con el régimen de Franco”. Del dicho al hecho
sólo faltaba la épica revolucionaria de los barbudos castristas en Cuba; los
“un Vietnam, dos Vietnam, tres Vietnam… esa es la consigna”, del Che Guevara;
el movimiento hippie o el mayo de 1968. El listado de los primeros etarras
ilustra bien la ascendencia burguesa de muchos de sus fundadores.
Sesenta y cinco años después, son los descendientes de
aquellos hijos quienes reclaman la herencia a los sucesores de los padres. El
botín, hora es ya, les corresponde por el paso del tiempo y el desgaste de los
viejos peneuvistas, que han pactado con todo bicho político viviente,
desdibujando así cualquier perfil identitario. Ellos -Bildu, es decir, Sortu-
son los verdaderos vascos, los auténticos progresistas. Y por eso, sonríen con
sarcasmo ante las patéticas declaraciones de los viejos nacionalistas cuando
afirman que no son de derechas…
Conflictos familiares que nos costaron tres guerras
carlistas y, más recientemente, más de 850 víctimas a manos de la banda
terrorista, atestiguan la cosecha de odio del nacionalismo pretérito y del
actual. Por uno de esos dos bandos -¿bandas?- deberá optar el socialismo vasco
en las próximas elecciones autonómicas.
Por todo eso, la legislatura que arranca corre el riesgo
probable de durar muy poco; y el escenario de unas nuevas elecciones resulta
bastante previsible. Pero, por el momento, la gente de Bolaños seguirá
intentando urdir un pacto a hurtadillas del conocimiento público.
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