viernes, 8 de marzo de 2024

Y en eso regresó el escándalo



En realidad, nunca se había alejado del todo. Por más que la Unidad Central Operativa (UCO), la policía judicial de la Guardia Civil, y la judicatura investigan y sancionar a los delincuentes, la corrupción nos sale con frecuencia al encuentro, unida al deterioro correspondiente de nuestras instituciones y la sospecha ciudadana en torno de nuestra clase política. El hecho de que el último -sólo por el momento- episodio que estamos conociendo se haya producido aprovechando la crisis sanitaria del COVID‘19, la reducción de nuestro espacio de libertad por el confinamiento a que nos vimos sometidos y la pérdida de familiares y amigos, muchos de ellos fallecidos en la distancia y en soledad, supone un añadido a la insensibilidad de una conducta que no se comporta sólo como un robo al erario público, sino que pone en evidencia la más torpe sordidez que anida en la avaricia humana.

Habrá que advertir que el fenómeno de la corrupción ha recorrido nuestra historia desde muy antiguo. Los cronistas de la Segunda República nos recuerdan con insistencia el episodio conocido como “estraperlo” -por Strauss y Pearl, sus promotores- y que afectaba a Aurelio Lerroux, sobrino y protegido de don Alejandro; en la Restauración que daba comienzo en el año 1876, el caso conocido como “el millón de Larache”, revisitado oportunamente por Carlos Sánchez Tárrago en el telón de fondo del desastre de Annual y que se hacía como botín con las asignaciones oficiales para la intendencia del personal militar destinado a la campaña de África; aguas arriba, el historiador Carlos Dardé ha evocado en “La Corona y la Monarquía constitucional en la España liberal, 1834-1931” el caso de la implicación de la mujer de Sagasta en la construcción del ferrocarril en Cuba durante la Regencia de Doña María Cristina; o en el Antiguo Régimen, bajo el reinado de Felipe III, las acciones el duque de Lerma por las que haría negocio éste con terrenos en Valladolid y Madrid, especulando con la capitalidad de España en una y otra ubicaciones sucesivas; el régimen de Franco, pese a la opacidad a la que se veían confrontados los medios de comunicación, también tuvo su Matesa que se llevaría por delante a una buena parte del gobierno de entonces.

Y si la corrupción ha atravesado nuestra historia como una especie de mancha de aceite, tampoco entiende de color o ideología política. Ahí está el paradigmático caso de Rafael Blasco, consejero del PSOE valenciano salvado in extremis porque el juez no admitió como prueba inculpatoria unas cintas que así lo evidenciaban, y que sería finalmente condenado por el caso Cooperación, esta vez como consejero del PP de esa Comunidad Autónoma.

Tampoco la corrupción distingue de países: el diputado Nikolas Lôbel, de la CDU, reconoció haber cobrado una comisión por mediar a favor de una empresa para la compra de mascarillas por parte de la administración pública. El expresidente de la República francesa, Nicolás Sarkozy, fue condenado a un año de prisión por la financiación ilegal de la campaña electoral de 2012. En el Reino Unido, el gobierno de Boris Johnson estuvo plagado de una serie de escándalos, desde acusaciones por su desprecio de las reglas y revelaciones de fiestas ilegales para romper el confinamiento celebradas en Downing Street, hasta el punto de recibir denuncias por irregularidades y abusos por parte de diputados de su partido. Hasta una institución poco propicia al envilecimiento, como es el Parlamento Europeo, está viviendo el “Qatargate” o “Moroccogate”, que aún sigue dando coletazos.

En el caso de que otorguemos credibilidad al Índice de Corrupción correspondiente al pasado año 2023, publicado por Transparencia Internacional, España figura en el puesto 36 sobre 180 casos analizados. En países de nuestro entorno, y por debajo, figura Italia (42); y por encima, Portugal 34), Reino Unido y Francia (20) o Alemania (9).

Interesa a mi juicio más que los índices -por muy bien realizados que estén- el funcionamiento de las instituciones en las que se asientan los sistemas políticos, y en especial el respeto que respecto de ellas tenga nuestra clase política. El profesor Eloy García ha escrito que “cuando reina la corrupción de las instituciones o el abandono de la ciudadanía, la respuesta es muy simple: en ese caso el poder impera e impone su ley como fenómeno al margen de cualquier esencia política”.

Sin perjuicio del carácter genérico de la cita, podría el señalado catedrático de Derecho Constitucional haber indicado que ése es precisamente el caso español. El acoso a la judicatura, la cautividad del parlamento respecto del poder ejecutivo, el correspondiente debilitamiento de la separación de poderes y del estado de derecho, la colonización de empresas públicas e instituciones a través de afines políticos y aún de amigos… ilustran un cuadro de ejercicio de poder incontrolado por parte del actual principal responsable del gobierno.

Un sistema político, por muy bien definido que se encuentre desde su Constitución, no puede sobrevivir si no es por el aliento de la ciudadanía y el apoyo cotidiano de los agentes políticos. Ya es vieja la distinción entre las Cartas Magnas semánticas respecto de las efectivas, y en España vamos desgraciadamente recorriendo a gran velocidad el camino que conduce de las segundas a las primeras.

Y no, tampoco resulta Pedro Sánchez el único responsable de esta situación. No fue él quien proclamó que “Montesquieu ha muerto”, sino Alfonso Guerra cuando era vicepresidente de Felipe González; y no fue el PP de Aznar ni el de Rajoy -ambos con mayorías absolutas- el que abogaba por que fueran los jueces quienes eligieran al CGPJ, como ahora hace, con fervor digno de apoyo y consideración, Feijoó. Pero será preciso conceder que el actual inquilino de la Moncloa está marcando un récord en el avance del deterioro institucional que ahora padecemos.

En eso que estamos, ha llegado el “caso Koldo” que ya va siendo más el “caso Ábalos”. Y algunos se dan a la ensoñación de confundir deseos con realidades, en la idea de que el tropezón con esta piedra hará caer al presidente. El hecho de que vayan dimitiendo progresivamente -como sería de prever-, a la manera de un castillo de naipes, los principales colaboradores de Sánchez, sólo significa que se irá desprendiendo de su equipo inicial, el que se agrupó en torno de él cuando olía a cadáver político y nadie se le acercaba. Hoy, el presidente, aunque débil, está en La Moncloa, y los apoyos parlamentarios con los que cuenta le prefieren así, débil, antes que a un Feijoó derogatorio de la gestión de aquél. En eso consiste su resistencia de manual: “Conmigo disponéis de un caos bajo vuestro control; con mi alternativa, seréis quizás vosotros los que entréis en la vorágine”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

cookie solution