lunes, 19 de febrero de 2024

El día en que Putin asesinó a Navalni






El título de este comentario no parte de una licencia que quien lo suscribe se adjudique a sí mismo, porque no espero -carezco de cualquier confianza al respecto- ningún resultado de la anunciada investigación de las autoridades rusas respecto de las causas que se encuentran detrás de la muerte del emblemático opositor al zar instalado en el Kremlin desde hace más de dos décadas. Ha sido un asesinato, y eso lo saben y lo reconocen hasta quienes por mor de una neutralidad exigida por la información que aún no se ha convertido en opinión callan esta realidad. Lo saben los políticos, los empresarios, los sindicalistas y los profesionales de todos los sectores de la economía, incluidos los parados hayan o no desistido de buscar empleo; lo conocen los jubilados, los estudiantes y aún los colegiales que le echen algún ojo a las redes sociales que frecuentan.

Navalni ha sido asesinado por Putin. Ya lo intentó en su día, cuando en el año 2020 le untaron Novichok en su ropa interior. Pudo fallecer entonces, pero le sonrió la suerte en aquella ocasión. Entonces se fue a Alemania a recuperarse. Menos de un año después voló hacia Moscú en un gesto de desafío que Putin nunca le perdonaría. Condenado a 30 años de prisión, y a cumplir su sentencia en la cárcel de Jarp, situada a 60 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, seguramente en uno de los peores presidios de Rusia, tres años después el crimen ha sido consumado. Y además de matarlo, Putin ha secuestrado su cadáver, nadie debe conocer la causa de su muerte; pero, da lo mismo, todos sabemos quién lo ha ordenado.

Ha seguido Alexei Navalni un camino que ya otros habían recorrido o que aún se encuentran transitando. El liberal Boris Nemtsov fue asesinado en el año 2015; Vladimir Kara-Murza, otro liberal, está purgando su crítica a la guerra de Ucrania con 25 años de prisión; Ilya Yashin, amigo y aliado de Navalni lo está también desde 2022.

El senador norteamericano John McCain dijo en una ocasión que Rusia era una gasolinera a la que habían puesto el nombre de un Estado, y no le faltaba alguna razón. Pero existen formas variadas de dirigir una empresa, y Putin ha decidido hacerlo con su país de la manera en que se gestiona un negocio mafioso. Dirige su imperio como lo hacían -lo siguen haciendo- quienes controlan los cárteles de la droga: premia a sus amigos y elimina a sus enemigos. Y no es necesario “que parezca un accidente” (como ordenaba el inolvidable Marlon Brando – Don Corleone a uno de los suyos). No, es mejor que se sepa, así conocerán todos con quién se juegan los cuartos.

Y Navalni le plantaría cara al nuevo zar y padre padrino de todas las Rusias restantes después de concluido el punto y aparte que supuso la desaparición del muro de Berlín. Algo que un capo mafioso no puede soportar. Incluso encerrado en esa penosa cárcel, los mensajes del opositor y referente de la dignidad y la libertad en Rusia le parecían intolerables. No le bastaban 30 años de condena y que en la parodia electoral que actualmente está organizando no pudiera participar su principal contradictor: había que suprimirlo.

Y es que existe seguramente otro motivo en la actuación vesánica del todopoderoso jefe de la Mafia. Se trata quizás de un síndrome que acomete a todos los dictadores que en el mundo son o han sido. El mismo que se apoderó de Calígula, un trastorno límite de la personalidad con una inestabilidad generalizada del estado de ánimo, de la propia imagen y de la conducta. No importa que se disponga de todo el poder; la desconfianza, el recelo, la inquietud ante el más leve atisbo de deslealtad o la más pequeña posibilidad de traición, les acometen, sumiéndoles en un estado de profundo desasosiego. Les amargan sus victorias y agigantan sus derrotas.

Cara y cruz de dos personajes que el criminal que dirige Rusia ha convertido en el reverso de sí mismo. El poder absoluto basado en la mentira, contra la verdad y la limpieza del principal referente de la oposición; la cobardía de quien se esconde detrás de sus esbirros para perpetrar sus atentados, frente a la valentía de quien decidió arriesgar su libertad, primero, y su vida, ahora, para defender estos y otros valores para su gente; el autócrata sin escrúpulos ni límites, frente a un demócrata íntegro. Cara y cruz, el verdugo ha convertido a su enemigo en un héroe.

Quizás haya quien se pregunte por qué el asesinato, qué necesidad tenía Putin de suprimir a un rival que ya estaba neutralizado; por qué lo ha hecho ahora que la farsa electoral está ya urdida y sin posibilidades de éxito para nadie que no sea él mismo; qué motivo tenía precisamente ahora, que puede reivindicar el triunfo bélico de la retirada de Ucrania de la ciudad de Avdivka. Para contestar a estas u otras preguntas el analista político o el mero comentarista carecen de capacidad introspectiva: nadie puede introducirse en la mente de un criminal, de un sociópata, de un tipo que despoja de la vida a sus sin embargo semejantes con la misma frialdad con la que un médico forense practica una autopsia.

El día en el que Putin asesinó a Navalni podría ser una jornada dedicada a la tristeza y al llanto por un hombre cuya muerte permanecerá y se agigantará en nuestro recuerdo. Serán bien recibidas las lágrimas y los testimonios de pesar, pero no serán suficientes. “Fiat justitia ruat caelum” (“que se haga justicia aunque se caiga el cielo”) decía el político y militar romano Pisón. Y la única forma que está en nuestra mano para hacerla, más allá de la necesaria expresión de solidaridad, consiste en ayudar a Ucrania a revertir la situación de una guerra para cuya continuidad ya algunos comienzan a sentir fatiga. Y eso va para los países europeos que no quieren ofrecer recursos suficientes para ganar la contienda y para los senadores republicanos que no autorizan las contribuciones necesarias para tal fin. Pero eso también va por todos los ciudadanos sin excepción, no cabe que nos refugiemos en la sola tristeza sin reclamar una acción decidida de nuestros gobiernos, se encuentre donde se encuentre el foro en el que nos representen.

El día en el Putin asesinó a Navalni debería ser el día en el que dé comienzo la cuenta atrás de la derrota del autócrata criminal. Nos va en eso nuestra propia dignidad..

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