En el año 1991, el profesor y prolífico ensayista de origen maltés, Edward de Bono, escribió un opúsculo que tituló “Six Action Shoes” (Seis Zapatos para Actuar). En él describía la necesidad de adaptarse a las cambiantes situaciones que nos proporciona la vida, utilizando para eso un calzado diferente. A veces conviene ponerse los zapatos convencionales, los de todos los días; con ellos afrontamos los hechos rutinarios a velocidad de crucero. Y hay también zapatos que son más susceptibles para asumir situaciones de riesgo inminente, porque de lo que se trata es de limitar el alcance de la crisis que no sólo se intuye, porque se ha cernido ya sobre el escenario. A los primeros zapatos los llamaba De Bono los “Navy Formal Shoes”, los que uno se pone para actuar con un procedimiento normal y rutinario; a los segundos, los denominaba como los “Orange Gumboots”, que son los utilizados por los bomberos y los equipos de emergencia. Creo que sobra la explicación acerca del motivo por el que este último tipo de calzado resulta conveniente en determinadas ocasiones.
Se ha producido, en efecto, un incendio y se encuentra el PP (y Vox y UPN) en estado de convulsión por el hecho de haber admitido una enmienda de Sumar y haber incluido sus votos en la modificación de un sistema de cómputo de las penas impuestas a los terroristas de ETA que ya había recibido el “nihil obstat” por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Debería seguramente haber empezado el PP (que es la principal alternativa de gobierno en presencia en España) no sólo con pedir perdón, como ya lo hizo Feijoó, a las víctimas del terrorismo, sino a los ocho millones largos de votantes que depositaron su confianza en ese partido en 2023. Más aún, al conjunto de los ciudadanos españoles que -con su voto o sin él- aspira esta organización -bastante desorganizada, como se puede advertir- a representar en el gobierno de España.
Pero no podría quedar ahí el capítulo de las gestiones a acometer por el principal responsable de ese partido, aunque sirva tan sólo para limitar el deterioro que a su imagen le produce este desastre parlamentario. Y la AVT, por boca de su presidenta, ha pedido dimisiones. En el momento en el que se escriben estas líneas no se han producido y hay quien asegura que no las habrá.
Resulta singular que un partido que ha hecho práctica parlamentaria generalizada el uso de las comisiones de investigación (que, por otra parte, no son útiles para investigar nada, sólo sirven para añadir carnaza a la polarización política que nos invade), no sea capaz de poner en marcha un procedimiento para determinar lo que ocurrió y quién o quiénes son los responsables de este desaguisado. Por supuesto que además de quienes, con su habilidad característica -Bildu y el gobierno- lo pusieron en marcha.
Habrá que convenir que, en el caso de que se pretenda por el PP poner en marcha la máquina de picar la propia carne -lo cual, insisto, no parece evidente- no resultará fácil saber en qué punto se detiene la operación descuajadora. ¿En los diputados que aceptaron directamente la propuesta?, ¿en los asesores parlamentarios que les ayudan? ¿O habría que subir más hacia arriba y practicar la guillotina política en los miembros de la dirección del grupo que tienen el encargo de fijar posición de voto con carácter previo a la emisión del mismo en el Pleno de la Cámara?
No, el asunto no debería limitarse a una mera presentación de excusas. Está en juego algo de mucha mayor importancia. Y no sólo si el PP merece o no la confianza de quienes lo votaron. Y es que en esta política española que consiste meramente en estar o en la nómina del poder o en la de la oposición (siendo así que el PP parece más cómodo en la segunda, quizás por su incapacidad permanente de acceder a la primera), ¿cómo puede justificar la petición del voto para representar a la ciudadanía un partido que ni siquiera es capaz de controlar la acción del gobierno y de prevenir sus trapacerías?
Se ha puesto en juego, y con carácter transversal además en este caso, la credibilidad del propio sistema democrático, que reside en el debate público de un gobierno que debería presentar sus iniciativas con la cara descubierta, con la “Luz y taquígrafos” que don Antonio Maura reclamaba para sus acciones, y de una oposición que no debería oír los cantos de sirena emitidos por los calores estivales y aprestarse a pasar sus vacaciones, descuidando ese ámbito de su labor parlamentaria tan importante como es el de legislar.
Porque la pregunta ya no es si estamos ante un gobierno tramposo y una oposición timorata -ambas cosas parecen bastante claras-. La cuestión es que se advierte un peligrosísimo incremento en la percepción ciudadana de la inutilidad del voto y de que este sistema político -la imperfecta democracia española- no sirve, porque en lugar de resolver los problemas produce otros nuevos -como decía Groucho Marx que era la política-. Y de esa valoración de la realidad viene de la mano el populismo y la admiración por los hombres -o mujeres- fuertes, que la líder radical Emma Bonino consideraba uno de los peores síntomas de la degradación en la gestión de la cosa pública.
Alberto Núñez Feijoó no tiene por delante sólo un problema de partido, ni siquiera de liderazgo, de gobierno o de oposición futuros. Se ha encontrado de bruces con un boquete abierto en el sistema, que lo haya creado o no, tiene la obligación de cerrar.
Convendría que fuera consciente de ello y que se calzara, más pronto que tarde, los de color naranja que recomendaba el escritor citado al principio de este comentario. En sus botas de bombero está ahora la democracia entera.
¿Le vendrán muy grandes esas botas?
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