La apuesta por el desarrollo y el crecimiento económicos, presentada como la mejor solución a las necesidades de las sociedades, no es nueva. Su corolario en la combinación de estas prácticas económicas con la justicia social nació en tiempos ya remotos que vieron crecer a los partidos -y sindicatos- de base obrera con las políticas sociales que implantaron los partidos conservadores; la doctrina social De la Iglesia, con la encíclica "De Rerum Novarum", de León XIII, en 1891, abriría el camino para una concepción diferente de las desigualdades a la preconizada por el librecambismo, que supondría una modificación de actitud también en las formaciones políticas más tradicionales.
A pesar de que este debate se simultaneaba con otros -el clericalismo o su anti, por ejemplo-, en todo caso ha sido la economía la que ha presidido la actuación política desde entonces. La polémica en la izquierda sobre la convivencia entre la extensión de la protección a los más desfavorecidos, desde la aceptación del "Estado burgués" o desde su desaparición por obra de la revolución, se correspondía con la discusión en la derecha entre los partidarios de un Estado más fuerte y los que defendían otro más debilitado. En definitiva, la confrontación política se hacía de manera inevitable en términos económicos.
No sabría decir hasta qué momento se prolongaría este imperio de la economía sobre la política, pero no deja de ser cierto que la evolución de los acontecimientos condujo a la cuasi disolución de los Estados-nación en el abismo de la globalización. Las viejas teorías marxistas, soportadas por la idea de las relaciones de producción a escala nacional, harían crisis cuando se advertía que la clase obrera ya no era la de los trabajadores con mono que montaban los coches de Renault en Valladolid, sino más bien la de los operarios del textil de Bangla Desh, que confeccionaban ropas en edificios insalubres en los que apenas sí entraba la luz.
Y esa globalización, además de modificar el esquema clásico de las posiciones marxistas, generaba también la pérdida de los puestos de trabajo para quienes hacían las tareas que otros están dispuestos a realizar en cualquier otra parte del mundo y por un coste irrisorio. Ensamblar coches en Detroit es una tarea que ya vamos describiendo como arqueología industrial. Y los que trabajan en los sectores afectados empezaron a preguntarse cómo ocurrió todo eso, y por qué es necesario apoyar un proceso, el de la globalización, que les deja sin recursos y sin futuro.
A lo que será preciso añadir que el paisaje cotidiano de nuestras ciudades está cambiando también. Que la globalización no consiste sólo en que compremos una camisa hecha en China, sino también en que los chinos, y los latinos y los magrebíes se instalen en nuestros vecindarios, utilicen nuestros transportes públicos y reciban atención médica en nuestros hospitales. Y descubrimos cómo está muy bien ir a la moda a un precio más que asequible o entregar el cuidado de nuestros mayores a gentes llegadas de fuera, pero no tanto como para que esa convivencia entre en conflicto con los estándares vitales que habíamos alcanzado.
No calificaré esta forma de pensar -y aún de actuar-, porque el objetivo de este comentario consiste precisamente en eso que Jean Monnet definía como el "leit motiv” de su vida: "intentar comprender", ya que sólo desde la comprensión de las actitudes de las gentes podrán anticiparse los cambios que se producirán en el futuro y las respuestas que debamos ofrecer a esas nuevas situaciones.
La política por lo tanto debiera asumir que está avanzando un estado de opinión que bebe sus raíces de una sensación de inseguridad. Tengo también la convicción de que esas percepciones están siendo agitadas por los partidarios de la máxima que asegura que "cuanto peor, mejor". Pero también conviene que seamos conscientes de que no son los agitadores quienes han creado ese estado de opinión, simplemente porque ya existía.
La reconducción de la política a la psicología es, entonces, necesaria. Se trata también de hacer pedagogía, de dirigirse a las gentes con argumentos que llamen a los valores que decimos compartir, la solidaridad, la empatía con los más desfavorecidos, pero también la utilidad -ya que serán ellos, los emigrantes, y sus hijos los que nos paguen las pensiones y la atención médica que precisamos, no los hijos que no hemos querido tener.
Una pedagogía que muestre la necesidad de rehacer un nuevo contrato social, que ya no sólo debe atender a la reducción de las desigualdades a través de la igualación de las oportunidades -no del desprestigio y el ataque a los que más tienen-, garantizando la subsistencia del estado del bienestar. No sólo tampoco -aunque también- a mantener el pacto generacional, por el que los trabajadores de hoy mantienen la jubilación de quienes les ayudaron en su niñez y su juventud. Ese nuevo pacto social se deberá necesariamente extender ahora a quienes han decidido compartir con nosotros sus vidas, sus éxitos y sus fracasos, integrándose en una suma diferente de lo que había sido una sociedad que 20 ó 30 años atrás contaba con una cierta homogeneidad.
En la isla de Ellis, en la que las autoridades estadounidenses habían establecido un centro de acogida de los inmigrantes que llegaban al país en barco, puede verse una enorme bandera de la nación norteamericana, compuesta por pequeños fragmentos geométricos. Si el espectador la contempla desde uno de sus lados, verá la enseña de las barras y las estrellas; en el otro advertirá unas muy pequeñas fotografías con las caras de los que un día llegaron allí procedentes de otros mares. La enseñanza está meridianamente clara: Estados Unidos es un gran país porque está compuesto por tantas gentes de tan diversas condiciones. Y lo afirmó siendo muy consciente del debate que también allí se está produciendo.
De modo que, sin dejar de lado las magnitudes macroeconómicas, los políticos de hoy deberían atender a esos sentimientos íntimos de las gentes -por muy irracionales que a algunos nos puedan parecer- e inculcarse de los rudimentos que procuran tender los puentes entre unos y otros, que no a erigir muros de contención que establezcan fronteras insalvables. Entre otras cosas porque, por más que nos obstinemos en ello, siempre las franquearán.
La psicología deberá entrar en la ecuación de la política, por lo tanto.
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