En un foro organizado recientemente por el European Council of Foreign Relations, al que asistió un público generalmente joven —y bien preparado, por cierto— alguien formuló una pregunta que era al cabo una reflexión: ¿Hay algo o alguien que nos devuelva la ilusión por Europa?
Eso de pedir ilusión a las cosas parece que es cosa de jóvenes, porque el uso desgasta hasta los elementos más importantes para nuestra vida: el trabajo, sin ir más lejos, una bendición en estos tiempos que corren, pero que no deja de ser una maldición bíblica.
No sé tampoco si alguien tiene la ilusión de ser español, noruego o australiano. Quizás los haya más, quienes ahora tengan la ilusión de ser catalanes, con tal de que les dejen ser independientes, pero lo que es ilusión por pertenecer a un determinado país u organización de países no parece que sea una característica de los tiempos.
No dejaba, sin embargo, de suscitar una expectativa sobre la que proyectáramos un futuro mucho mejor, esa idea de Europa cuando vivíamos atenazados por los temores del franquismo y aquella era para nosotros el espacio de libertad y bienestar que se nos negaba puertas adentro en nuestro país. Pasado el tiempo, sin embargo, la normalidad nos la devolvía como una realidad más bien aburrida que otra cosa.
Y eso que aún no conocíamos eso de los rescates y las imposiciones, producto las más de las veces de la mala gestión de unos y otros gobiernos, que se endosaban a Bruselas como el chivo expiatorio de sus incapacidades.
No, a uno le puede emocionar un buen concierto, una gran película o una determinada obra de arte, pero emocionan menos las instituciones. Ni los más implicados en el sistema lanzarían un suspiro cuando pasan por delante del Congreso de los Diputados, como no sea una especie de resoplo insatisfecho por el poco tiempo que dedican a lo importante y lo mal que resuelven los asuntos que les tenemos encomendados. No ilusiona tampoco el edifico Berlaymont, como tampoco lo hace el complejo de la Moncloa, y no genera sensaciones de satisfacción la vista del parlamento de Estrasburgo o del vasco en Vitoria, salvadas sean las opiniones artístico-arquitectónicas de estas y otras construcciones. Ya lo dice el refrán: «no se le pueden pedir peras al olmo».
Son otras cosas las que nos pueden ilusionar. Para las que se refieren a la ciudadanía sería preferible un enfoque más racional. Supongo que la habitualidad del hecho de depositar el voto en las elecciones no constituye ya, pasadas las emociones de la transición política a la democracia, un elemento de emoción inconmensurable. Pero es una de las formas más importantes —si no la única— que tenemos los ciudadanos de ejercer nuestros derechos, la posibilidad de conformar los gobiernos o, simplemente, la de criticar el mal gobierno de unos y la mala oposición de otros.
Por lo mismo, no parece que sea demasiado emocionante que pidamos más democracia en las instituciones europeas. Un sistema por el que sea responsable la Comisión Europea ante el Parlamento y que el Consejo vea reducidas sus funciones de una manera drástica, si no es posible que desaparezca. No creará desde luego gran expectación ni derramará demasiadas lágrimas de alborozo el que los itinerantes viajes de los jefes de Estado y de Gobierno, los ministros y demás altos cargos dejen su paso a otros protagonistas. Para muchos eso solo sería una manera distinta de hacer las cosas, poco más.
Pero Europa se ha construido de tal manera a base de pactos, conseguidos en última instancia y para evitar la amarga sensación del fracaso, que apenas resulta reconocible para nadie que no se tenga por especialista en estas cuestiones. Sabemos que existe un señor que se llama Durao Barroso, pero no conocemos exactamente su cometido concreto —algún lector podrá ironizar con que a veces ni siquiera él mismo lo sabe—, Van Rompuy sería un desconocido para la gran mayoría y Lady Ashton sonará a muchos como una componente de la realeza británica o un acreditado perfume, y se asombrarían al saber que se trata de la Alta Representante de la UE, aunque no sepan qué cosa sea esa. Claro que sí nos referimos a Ángela Merkel, muchos dirán que... esa sí, esa es la que manda en Europa.
Y es cierto que muchas veces Europa es la mayor enemiga de sí misma. Pero tengo para mí que si los europeos fuéramos capaces de simplificar y democratizar las estructuras comunitarias, habríamos dado un paso de gigante en el avance del proyecto europeo y, de paso, quizás, podríamos introducir algún grado de ilusión a la idea de formar parte de este continente.
Para mi Europa durante toda la Historia ha estado en la vanguardia de la humanidad, ahora reposa para tomar un poco de oxigeno, pero tiene recursos humanos suficientes para volver a marcar el ritmo del mundo en un futuro mucho mejor.
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