martes, 14 de enero de 2014

La volatilidad del voto


En un reciente encuentro con el embajador de uno de los países que iniciaron la creación del proyecto europeo, este me hablaba del cambio producido en los comportamientos electorales de los ciudadanos después de la caída del muro que dividía Berlín, y Occidente de Oriente.

-Antes de eso —me decía—, la gente votaba siempre lo mismo. Socialista, democristiano, comunista... ahora todo es más volátil. Unas veces se vota a la derecha, en otras ocasiones a la izquierda... De manera que resulta difícil prever cuál será el mapa político de los países en un futuro más o menos inmediato.

Esa volatilidad que se presumía en el ambiente —le cuento a mi interlocutor— es la que le hizo al poeta y cantante judío-canadiense Leonard Cohen contestar con lo que podría parecer un exabrupto a quienes le conminaban a celebrar la caída del muro. «No me gusta nada —dicen que afirmó—. Nadie sabe muy bien lo que va a salir de todo esto...» Y no solo eso, Cohen se encerraría en su habitación para escribir un poema al que tituló The Future y que daría también denominación genérica a un LP. En su estribillo proclama: «I've seen the future, brother. It is murder». 

Pero no me voy a poner tan catastrofista como el viejo Leonard. Sólo subrayaré lo que decía el embajador. No es necesario que el futuro sea un crimen, como advertía el poeta. Basta con saber que hemos traspasado el umbral de las seguridades para insertarnos en un mundo en el que resulta imprescindible armarse de nuestras propias convicciones. Las muletas del pensamiento más o menos único que nos ayudaban a entender las cosas de una u otra manera han desaparecido ya, de modo que convendrá que aprendamos a pensar por nosotros mismos.

Era, antes, el escenario de las viejas maneras de entender el mundo, en esa línea divisoria del muro. A una parte del mismo se negaba la libertad, pero se permitía una cierta seguridad en el reparto de una pobreza; todo ello sometido a una economía intervenida y planificada y que sólo funcionaba porque estaba cerrada y contaba con suficiente masa crítica como para repartir la escasez que provocaba el sistema. Al otro, el mundo industrializado, la economía de consumo en masa, a veces el despilfarro de recursos naturales, un mundo libre en apariencia, porque las desigualdades que provocaba -cuando no fueran corregidas por los poderes públicos- no permitían exactamente que esa libertad fuera otra cosa que una mera teoría.

Pero, en todo caso, la dictadura —no del proletariado, del Partido— o la democracia —con todos sus problemas, claro.

Producto de esos dos mundos —y de ese tercer mundo, que en la mayoría de los casos no era sino deudor de uno u otro— eran las ideologías que los dividían. Unas ideologías que nacían del siglo XIX. El conservadurismo rural, con su juego de alianzas definidas por las convenciones feudales; el liberalismo —librecambismo— de las clases medias urbanas emergentes y, con el estallido de la revolución industrial, el socialismo de los partidos de izquierda y los sindicatos de clase.

El recorrido de ideologías y de partidos que las representan ha sido largo. En ocasiones han aparecido denominaciones diferentes que han servido para que algunos huyan de arquetipos inconvenientes. Viejos perros con los collares cambiados, su posición en el tablero político era la misma que antes, sin embargo.

Pero la sociedad cambiaba. En especial, en Europa, la apuesta decidida de los gobiernos de todos los países democráticos, izquierdas y derechas, por establecer unas redes de seguridad que impidieran la marginación de los ciudadanos que quedaban excluidos del reparto, el crecimiento económico y un sistema impositivo de carácter redistributivo creaban un estado del bienestar y, su correlato, unas clases medias que ya no son burguesía ni proletariado y donde la aristocracia rural ya no es sino una reliquia del pasado.

Clases medias y estado del bienestar barrían las concepciones clásicas de izquierda y derecha, pero esos partidos seguían manteniendo sus posiciones casi como meros actos reflejos de lo que un día fueron. Sus políticas, sin embargo, no eran ya tan diferentes. Y el juego electoral se transformaba en la alternancia, toda vez que la alternativa no era ya posible y, seguramente tampoco, deseable.

Hoy ya todo eso ha saltado hecho pedazos. Los partidos mayoritarios no saben qué ofrecer a su clientela. Capaces como son de ofrecer una cosa y la contraria, han perdido definitivamente los perfiles que tenían. Ensimismados y ocupados en sus tareas concretas, su único cometido estriba en estirar las legislaturas para llegar a las siguientes elecciones con algo sustancial que ofrecer a su electorado, cualquiera que sea.

Y llega entonces la hora de los nuevos partidos. Y, por supuesto, en eso como en botica, los hay para todos los gustos. Quienes se visten de nostalgia por los buenos tiempos perdidos y quienes hacen una apuesta firme y decidida por el futuro.

Un voto volátil, de ciudadanos que dejen atrás las muletas del pensamiento.

1 comentario:

  1. Los tiempos como las personas cambian y algunos partidos políticos han perdido su capacidad para renovarse.
    Todo depende en Democracia el buen juicio de los ciudadanos libres y honrados.

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