lunes, 28 de abril de 2014

Reflexiones preelectorales



Una vez arrancada la precampaña a las europeas con todos los candidatos finalmente presentados, los medios de comunicación vienen prestando su cobertura de manera singular a los partidos mayoritarios, desdeñando el concurso de los llamados partidos pequeños en el asunto.
Se trata de un desprecio bastante insólito, por cierto. Porque lo que era de esperar se está produciendo con una puntualidad poco menos que exacta: los grandes partidos han renunciado ya a referirse a Europa y sus planteamientos —en el caso de que pudieran recibir este calificativo— consisten solo en atacar al contrario, pero no en cuanto a sus políticas europeas, según estaba también previsto, sino en lo relativo a las cuestiones nacionales. Y es insólito porque algunos, contra vientos y mareas, nos estamos empeñando precisamente en hablar de Europa.
El debate sobre Europa, sus desafíos, sus dificultades y también sus oportunidades está pasando por lo tanto de puntillas sobre la precampaña electoral.
¿Quiere eso decir que no existen proyectos alternativos para Europa? Pues no, en apariencia, la candidata del PSOE nos advierte de que la opción consiste en votar a la derecha o a la izquierda y que no hay otras posibilidades. Con lo cual, del mismo guantazo golpea lo que ella considera la insolidaridad del PP y sus políticas de ajustes y también da caña a quienes no militamos aún en ningún grupo del Parlamento Europeo o lo hagan en grupos que no sean el S&D o el PPE. La misma actitud vienen demostrando algunos significados dirigentes populares.
Sin embargo, lo cierto es que disponer de candidato no significa de modo necesario tener políticas diferentes. Y me explico, cada vez tengo más claro que el escenario europeo, con ser este más complejo, no se diferencia de forma radical del español. En especial que los grandes partidos son cada vez menos alternativas unos de otros y cada vez más alternantes los unos respecto de los otros. Pequeños cambios de políticas, modificación de líderes y equipos gubernamentales y un gran consenso en los asuntos más importantes.
Eso podría considerarse, no obstante, un logro de las sociedades democráticas avanzadas, especialmente cuando ese consenso se ha construido en beneficio de la sociedad y expresa su condición de tal en las políticas de transparencia, lucha sin tregua contra la corrupción, limpieza del juego electoral, separación real de poderes, organización del Estado, política exterior basada en valores… No como ocurre en España, donde el consenso se ha creado a espaldas de la sociedad y en favor del omnipresente dominio de los dos grandes partidos de la escena pública nacional.
Un consenso que, a escala europea, deberá sin duda referirse a los valores proeuropeos en el nuevo escenario que supondrá el avance de los euroescépticos y que obligará a unir más a las fuerzas políticas que aspiran al proyecto de «más Europa», (aunque quizás debería referirse a una «Europa mejor»). Un consenso para que el PPE y los S&D no serán suficientes tampoco, según vienen indicando las fundaciones, foros y think tanks que se están refiriendo al escenario más probable después de las elecciones.
Un consenso también que no basta con que se refiera a un diagnóstico compartido sobre la situación que atraviesa Europa y las soluciones que deberían aplicarse. Ya he participado en algunos debates preelectorales y en todos ellos he advertido una gran sintonía de los concurrentes en cuanto al deber ser de Europa. Lo que no veo es que ninguno de mis interlocutores se hayan aplicado en trabajar en la dirección que proclaman. Quizás porqueresulta más fácil predicar que dar trigo, quizás porque tiene menos riesgo opinar en España que intentar convencer a sus socios de la gran coalición alemana, por ejemplo, de la justedad de sus análisis y propuestas.
Convendría entonces que dedicaran alguna atención a influir en sus partidos a nivel europeopara una construcción de la Unión en una clave más libre, más justa, más igualitaria y más democrática.
Por cierto, hay quienes piensan que la mayoría europea no será ni solo socialista ni solo popular, que podría más bien acercarse a una mayoría socialista-liberal. ¿Y qué ocurriría entonces —lo digo como mera posibilidad— si los eurodiputados de UPyD se fueran con los liberales de ALDE?
Que a lo mejor, siempre de acuerdo con las tesis de ese partido, el voto al PP en España no tendría ningún valor.

domingo, 27 de abril de 2014

lunes, 21 de abril de 2014

La hora de la política


Según Thurston Clarke —JFK's Last Hundred Days—, una de las principales obsesiones de Jack Kennedy, no la única desde luego, era la de pasar a la historia. Como ejemplos de lo que deberían ser los presidentes de los EEUU tenía los mandatos de Lincoln o de Roosevelt —un demócrata y un republicano—, y tomaba sus decisiones pensando en los efectos que causarían sus políticas, no sólo en los días, semanas o meses después de ser adoptadas, sino en los 30 años siguientes.
Clarke se refiere en el citado libro a las 8 cualidades que Arthur Schlesinger Sr. ponía como condiciones para llegar a ser un buen presidente: la primera, que todos los que llegarían a esa condición habían tenido que desarrollar sus mandatos en situaciones críticas de la historia americana y se veían obligados a tomar decisiones en un breve intervalo de tiempo para obtener resultados en un plazo indefinido; la segunda, que todos tomaron partido por el liberalismo y el bienestar general, y en contra del statu quola tercera, que actuaron con maestría y con visión estratégica en las relaciones exteriores, y cuidaron de mantener a su país fuera del escenario de la guerra; la cuarta, no solo se trataba de políticos constructivos, sino también de políticos realistas; todos dejaron a su salida unos ejecutivos más más fuertes e influyentes de como los encontraron; la sexta, perjudicaron a los intereses económicos establecidos y a los prejuicios populares largamente mantenidos; la séptima, fueron más queridos que odiados, todos fueron reelegidos para un segundo mandato y, la octava, tenían un profundo sentido de la historia.
En los momentos críticos que vivimos en el día de hoy, las 8 cualidades que definía Schlesinger deberían ser tomadas en buena cuenta. La necesidad clama por políticos que lideren y por políticas que vayan más allá del corto plazo. Mucho más aún, si solo pensamos en los intereses de algunos grupos con capacidad de presionar a los gobiernos y no en la generalidad de los ciudadanos.
Sin embargo, contamos solo con políticos que solo piensan en las encuestasen las políticas que deberían tener resultados mañana mismo o en los intereses de los grupos. A la sustitución de la política por la demoscopia le ha seguido la toma de decisiones por los lobbies y el intercambio de cromos, por el que los políticos han trocado por una especie de robots que repiten de forma machacona las mismas frases y los mismos ataques a los rivales.
Es la hora de la política. Siempre lo es. La hora de los políticos que, como me decía el embajador de un país latinoamericano, «se calzan las botas y se meten en el barro después de la inundación», y no por la foto, añadiría yo, sino para poner en marcha soluciones a los problemas inmediatos, presentes y que se encuentren porvenir.
Aunque a veces parezca que haya que buscar cada rara avis como hacía Diógenes con la ayuda de su candil, haberlos, ¡vaya si los hay! este tipo de políticos. Claro que no se encuentran por lo general en la vieja política; los que han aprendido su oficio profesional de políticos en la universidad de los partidos, ascendiendo desde el ayuntamiento hasta el Congreso, pasando por los parlamentos autonómicos y las diputaciones o las empresas públicas.
No se les encuentra formando parte de esa clase extractiva que se nutre de las arcas públicas y no ha dedicado medio segundo a ganarse la vida por sus propios medios, que no conoce una empresa privada o una oposición.
No, no los busquen allí, porque allí no están. Vale más que dirijan sus candiles en otras direcciones. Por ejemplo, donde les digan que la política no es un medio de vida sino una actividad para mejorar la vida... de los demás. Y trabajen para eso. Donde les acrediten currículos y referencias que vayan más allá de una recopilación de cargos públicos.
Y que piensen en la historia también. En dejar a la siguiente generación un país mejor que el que han recibido.
O, al menos, diría yo, un país. Y no tres o cuatro... que, por lo visto, es a lo que vamos.

viernes, 11 de abril de 2014

La seguridad y la defensa europeas: una necesidad



En un breve respiro que le daba la crisis del euro, el Consejo Europeo del pasado mes de diciembre hacía un análisis de la política de seguridad y defensa en la Unión.
Como ocurre con prácticamente todo lo que se hace en el ámbito de las instituciones europeas, la cumbre no estuvo a la altura de las expectativas que se le habían adjudicado. Ayuna de voluntad política y centrada en los intereses nacionales, Europa no parece pretender una política de seguridad común.
Y las insuficiencias comunitarias han vuelto a estrellarse en lo que yo llamaría el común denominador europeo ante la crisis que hemos afrontado en Crimea y que, lejos de haberse cerrado, afecta a otros puntos de Ucrania y del este de Europa.
El denominador común ha sido simplemente una filfa: no hay respuestas proporcionadas a la intervención de Rusia, porque todos los países tienen sus intereses con la vieja potencia oriental.
Y, sin embargo, tal política es necesaria, hoy más que nunca. EE UU, que ha funcionado desde siempre como el verdadero paraguas protector de las debilidades europeas, está modificando su estrategia porque sus intereses están variando. Por una parte, le preocupa más lo que ocurre en el Pacifico y con China que en la vieja Europa, y, por la otra, sus necesidades en materia energética se verán cubiertas de forma autónoma, por lo cual su dependencia de la OPEP y del petróleo que se produce en los países que están en el patio trasero de Europa será mínima cuando no inexistente.
Por lo tanto, la necesidad debería plantearse en clave de oportunidad para la Unión Europea, a través de los dos procedimientos que se discutieron en el citado Consejo,  Smart Defence y Pooling & Sharing. Que en román paladino dirían algo así como que no es necesario gastar más sino hacerlo mejor, compartiendo una estrategia de seguridad que integre las posibilidades y ventajas de todos los socios europeos.
Una apuesta que también tendría que ver con la necesaria simplificación de los órganos de la Unión. Porque la política de seguridad y defensa comunitarias dependería de un comisario responsable, a su vez dependiente del Presidente de la Comisión, y bajo el control del Parlamento.
Para ello habría que identificar los intereses que como europeos tenemos en los diferentes lugares del mundo, huyendo como de la peste de la vieja idea según la cual las operaciones de Francia, por ejemplo, en Malí o en la República Centroafricana son cuestiones que afectan solamente a Francia. Hay que hacer un esfuerzo de pedagogía para que algún día —y no necesariamente en un tiempo muy largo— un ciudadano sueco observe esas implicaciones militares africanas como cuestiones que le afectan, del mismo modo que el ciudadano de Texas no podría decir que el atentado del 11S fuera una pésima noticia para los habitantes de la ciudad de Nueva York.
Habría que abordar también, y sin premura, la inclusión de Ceuta y Melilla en el espacio protector de la OTAN y de la nueva estrategia de defensa europea. Si Ceuta y Melilla son españolas, y lo son, también son europeas.
Unido a todo esto se encuentra el problema de la inmigración, que padece del mismo síndrome nacionalista o renacionalizador europeo, por el que el problema de los flujos migratorios deberá ser exclusivamente resuelto por los países a quienes afecta directamente por disponer de fronteras con terceros países. Se trata de una posición insolidaria, pero también insostenible, porque significa solamente diferir en el tiempo la afectación de este asunto a sus propios países o —lo que aún sería peor— recurrir a un progresivo cierre de las fronteras internas en violación abierta del espíritu y la letra de la libre circulación de personas en el interior de la Unión.
No podemos por lo tanto cerrar los ojos ante la evidencia de que lo que no hagamos nosotros mismos no lo hará ya nadie por nosotros. Se acabaron los viejos y buenos tiempos.

viernes, 4 de abril de 2014

Liderazgo en el mundo actual



Se dice que la veteranía es un grado. En el caso de mi interlocutor de este pasado martes, se trata de un título al que acompaña además la inteligencia y la inquietud porque las cosas mejoren. Una inquietud que es transversal a las edades y las situaciones sociales, ya que cuenta con el fondo común de la preocupación por esta España —¿por este mundo?— sin pulso que, a la manera del discurso de Silvela de hace ya mas de 100 años, nos sigue poniendo la piel de gallina y, en algunos casos, el ánimo dispuesto a intervenir.
Es el fenómeno de la posmodernidad, me dice, donde nos faltan las referencias de que antes disponíamos y que se ha convertido en una especie de caleidoscopio de soluciones, todas válidas, todas asumibles. La moda vale toda entera, la política es progresista o conservadora en función de quien gobierne aunque haga lo mismo (¿no dijo alguien que era progresista bajar los impuestos, en tanto que otro los subió desde un partido conservador?). Y los ejemplos, está claro, pueden multiplicarse por doquier.
No existen referencias, por lo tanto, y todo se mueve a una velocidad de vértigo. Una especie de montaña rusa, de la que nadie sabe apenas lo que es ni lo que representa.
En el plano de la política internacional —que interesa especialmente a mi interlocutor, porque ha dedicado una buena parte de su vida a esa tarea—, una vez que el edificio de la bipolaridad se rompía, haciéndose añicos, nada hay seguro en este mundo multipolar, reconducido a la idea de la fuerza como único motor y excusa de las decisiones de los gobiernos.
Predicamos cada vez más unas cosas en casa y realizamos otras muy distintas afuera.
Es el caso de la anexión de Crimea por Rusia. Por más que escuchemos las «razones» de Putin, somos conscientes de lo burdas que estas son. Pero sí tienen un fondo de razón, o de excusa, si se quiere, porque otras intervenciones internacionales de grandes potencias no estaban amparadas por el derecho internacional e igualmente se llevaron a cabo, como ocurrió con la intervención en Iraq liderada por George Bush hijo. Claro que Rusia nunca arrima precisamente el hombro en esos casos.
En lugar de marear la perdiz o de acometer reuniones que no conducen a ningún sitio —ni lo pretenden siquiera—, convendría a este mundo en desorden posmoderno y multipolar algún liderazgo que ponga en orden la casa común de todos, este mismo mundo, que está sometido a todo tipo de presiones políticas, económicas, sociales, medioambientales... sobre la base de acuerdo entre los verdaderos agentes principales, decididos a participar en la creación de un nuevo orden mundial en el que el imperio de la ley y el respeto a los derechos humanos no constituyan más una idea romántica —y por lo tanto inalcanzable— sino una guía de actuación para el,futuro.
De la misma manera que ahora decimos que nos encontramos en la preparación de las elecciones europeas, que los viejos Estados nación en el viejo continente no podemos solos en el escenario de la globalización posmoderna, lo mismo podríamos decir de los antiguos bloques de poder que pretenden perdurar para el futuro. Solos no pueden, tampoco.
Es preciso un gran acuerdo que empiece por replantear el edificio común de las Naciones Unidas, eliminando el derecho de veto y reconduciendo a las nuevas uniones políticas, como es el caso de la europea, al nivel de los verdaderos autores globales de este nuevo mundo del siglo XXI.
Hasta ahora, para que esos acuerdos se produjeran, hacia falta alguna conflagración internacional o mundial que lo exigiera. Pero hoy, que estamos ya muy caídos del guindo en cuanto a la capacidad de destrucción masiva que tiene el armamento de que disponen los países, no sería necesario apelar a ese tipo de conflictos para acometer esa clase de pactos.
No es la guerra, es la necesidad la que lo aconseja. Un nuevo liderazgo entonces. ¿Pero dónde se encuentra este? Una pregunta para la que, ni mi interlocutor ni yo tenemos respuesta.
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