En un breve respiro que le daba la crisis del euro, el Consejo Europeo del pasado mes de diciembre hacía un análisis de la política de seguridad y defensa en la Unión.
Como ocurre con prácticamente todo lo que se hace en el ámbito de las instituciones europeas, la cumbre no estuvo a la altura de las expectativas que se le habían adjudicado. Ayuna de voluntad política y centrada en los intereses nacionales, Europa no parece pretender una política de seguridad común.
Y las insuficiencias comunitarias han vuelto a estrellarse en lo que yo llamaría el común denominador europeo ante la crisis que hemos afrontado en Crimea y que, lejos de haberse cerrado, afecta a otros puntos de Ucrania y del este de Europa.
El denominador común ha sido simplemente una filfa: no hay respuestas proporcionadas a la intervención de Rusia, porque todos los países tienen sus intereses con la vieja potencia oriental.
Y, sin embargo, tal política es necesaria, hoy más que nunca. EE UU, que ha funcionado desde siempre como el verdadero paraguas protector de las debilidades europeas, está modificando su estrategia porque sus intereses están variando. Por una parte, le preocupa más lo que ocurre en el Pacifico y con China que en la vieja Europa, y, por la otra, sus necesidades en materia energética se verán cubiertas de forma autónoma, por lo cual su dependencia de la OPEP y del petróleo que se produce en los países que están en el patio trasero de Europa será mínima cuando no inexistente.
Por lo tanto, la necesidad debería plantearse en clave de oportunidad para la Unión Europea, a través de los dos procedimientos que se discutieron en el citado Consejo, Smart Defence y Pooling & Sharing. Que en román paladino dirían algo así como que no es necesario gastar más sino hacerlo mejor, compartiendo una estrategia de seguridad que integre las posibilidades y ventajas de todos los socios europeos.
Una apuesta que también tendría que ver con la necesaria simplificación de los órganos de la Unión. Porque la política de seguridad y defensa comunitarias dependería de un comisario responsable, a su vez dependiente del Presidente de la Comisión, y bajo el control del Parlamento.
Para ello habría que identificar los intereses que como europeos tenemos en los diferentes lugares del mundo, huyendo como de la peste de la vieja idea según la cual las operaciones de Francia, por ejemplo, en Malí o en la República Centroafricana son cuestiones que afectan solamente a Francia. Hay que hacer un esfuerzo de pedagogía para que algún día —y no necesariamente en un tiempo muy largo— un ciudadano sueco observe esas implicaciones militares africanas como cuestiones que le afectan, del mismo modo que el ciudadano de Texas no podría decir que el atentado del 11S fuera una pésima noticia para los habitantes de la ciudad de Nueva York.
Habría que abordar también, y sin premura, la inclusión de Ceuta y Melilla en el espacio protector de la OTAN y de la nueva estrategia de defensa europea. Si Ceuta y Melilla son españolas, y lo son, también son europeas.
Unido a todo esto se encuentra el problema de la inmigración, que padece del mismo síndrome nacionalista o renacionalizador europeo, por el que el problema de los flujos migratorios deberá ser exclusivamente resuelto por los países a quienes afecta directamente por disponer de fronteras con terceros países. Se trata de una posición insolidaria, pero también insostenible, porque significa solamente diferir en el tiempo la afectación de este asunto a sus propios países o —lo que aún sería peor— recurrir a un progresivo cierre de las fronteras internas en violación abierta del espíritu y la letra de la libre circulación de personas en el interior de la Unión.
No podemos por lo tanto cerrar los ojos ante la evidencia de que lo que no hagamos nosotros mismos no lo hará ya nadie por nosotros. Se acabaron los viejos y buenos tiempos.
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