(artículo publicado en El Mundo, el sábado 23 de agosto de 2014)
Estoy asistiendo con mucho interés al debate que se está produciendo a través de los medios respecto de distintas cuestiones que afectan a UPyD, tanto en los que se refiere a su política de alianzas como en lo relativo a la gestión interna de su proyecto. Empezaré diciendo que la polémica me parece saludable: los debates políticos de los partidos, no por desarrollarse en el interior de los mismos, dejan de interesar a los ciudadanos. Por supuesto, siempre que no pongamos «la turbina en la cloaca», como decía un político español de principios del siglo pasado y, lamentablemente, ya lo está haciendo alguien.
La primera de las reflexiones con las que mi compañero en el Parlamento Europeo, Francisco Sosa Wagner, abría el debate se refería a la necesidad de un pacto entre UPyD y C’s. Un debate que resolvió —se le ha contestado— el segundo Congreso de nuestro partido, celebrado el pasado mes de noviembre.
Hasta aquí, la contestación es correcta. Lo que ocurre es que, entre la fecha de la asamblea del partido y esta, ha acontecido en España un tsunami político: las elecciones del 25 de mayo. Es verdad, son unos comicios en los que el voto de protesta es muy considerable, pero ya las decisiones de algunos relevantes actores han definido un nuevo mapa político en España, en el que empieza a observarse que no solo es preciso cambiar de políticas, sino de políticos: aparece Podemos, la ciudadanía no soporta ya los vicios de la vieja forma de hacer política, los tics autoritarios de los aparatos en los partidos tradicionales han quedado ya desenmascarados y hasta en la más alta magistratura del Estado se ha producido un relevo que toma forma en una persona que encarna a una generación de españoles que han vivido toda su edad adulta en democracia.
Y el 25-M también ha afectado al espacio político que pretende representar UPyD. La aparición, ya indudable, de C’s como fuerza política nacional, con la mitad de los votos que ha obtenido nuestro partido, ya no confina a la formación de Albert Rivera en el solo escenario catalán. Por otra parte, la irrupción del fenómeno Podemos, que debería ayudar a UPyD a reforzar más si cabe nuestra dimensión institucional y alejarnos de cualquier tentación populista y demagógica, si alguna vez existiera entre nosotros.
Es preciso, a mi juicio —en lo que coincido con Sosa— abrir un proceso de reflexión respecto a la defensa del espacio político de la regeneración democrática en España, que debe circunscribirse al ámbito institucional, despojándolo de cualquier pretensión populista; pero sería necesario convenir que ese espacio ya no pertenece exclusivamente a UPyD.
Por eso, no deberíamos convertir nuestro congreso de noviembre en una especie de arma flamígera que enarbolar contra cualquiera que ponga en evidencia lo evidente: que las cosas están cambiando y que UPyD, un partido que nació para el cambio, debería tomar nota de que los tiempos están cambiando.
Pero Francisco Sosa apuntaba una segunda cuestión que no debo tampoco soslayar: la relativa a la gestión de la democracia interna en UPyD.
Como liberal que soy, siempre he creído en la necesidad y la conveniencia del debate interno y en alentar la participación de los afiliados y simpatizantes en la toma de decisiones que afectan a la marcha del partido. Ha sido mi obsesión, y he procurado —seguro que con muchos errores— practicarla en el ámbito de actuación que me ha correspondido como responsable del área de internacional de UPyD hasta este pasado 18 de agosto.
Creo, por tanto, encontrarme en condiciones de afirmar que la democracia interna consiste en las formas —esenciales en democracia— pero también en el fondo, la materia misma. En este sentido, está muy bien que hayamos tenido más de 400 procesos de primarias en UPyD, pero no estaría de más que después integráramos a todos los que han participado en ellas como parte que son de nuestro proyecto, es razonable y conveniente que la dirección del partido —no solo sus principales dirigentes— muestre su parecer sobre el candidato a presidir la Comisión Europea, por ejemplo, pero teniendo en cuenta previamente el criterio de todos sus diputados europeos y, en especial, el del líder de la delegación de UPyD en esta institución, elegido además en primarias por sus afiliados; está muy bien decir que no existe mandato imperativo en las decisiones de nuestros cargos públicos, pero es imprescindible no cerrar la comunicación con ellos si no gusta lo que han votado.
La democracia son las formas, desde luego. Pero todas las formas y no solo las reglamentarias. Y también lo es la materia, la obsesión por la participación y la tolerancia con los discrepantes.
En política, como en la vida, la tolerancia, la consideración por el contrincante, la flexibilidad, los derechos de las minorías, el respeto de las ideas de los demás y la garantía de espacios para la crítica constructiva son valores que marcan la diferencia entre los proyectos generosos, integradores y con ambición por cambiar la realidad, y los proyectos que se convierten en algún momento de sus historias en patrimonio de unos pocos.
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