Artículo publicado originalmente en El Huffington Post, el miércoles 22 de junio de 2016
Los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la Unión han establecido una estrategia perdedora. Nadie habla de Bremain sino de Brexit.
Es la famosa trampa de las palabras, por la cual lo que se pretende
decir queda confundido por su propio planteamiento: el referéndum lo es
sobre la salida. Empezaron mal.
Claro que nadie sabe muy bien lo
que pretendía Cameron cuando puso en marcha este proceso, si contentar
al ala euroescéptica de los tories, reducir por aproximación a sus tesis
a los eurófobos del UKIP o solo producir su propia satisfacción. Unas
declaraciones del primer ministro en el sentido de que, si ganara el
Brexit, seguiría en el 10º de Downing Street, porque dado su prestigio
entre los líderes europeos, él sería el más indicado para negociar la
salida, no dejaría ser una contradicción: ¿cómo puede el máximo
responsable de la campaña por la permanencia ponerse en el papel del
perdedor para explicar que él sería el mejor enterrador de su pretendida
causa?
Se han vertido muchos datos falsos durante la campaña,
tanto sobre las consecuencias perversas de la salida como de las
ventajas de la misma, en temas como el alza de los impuestos o la
contribución -o no- de los inmigrantes a las arcas públicas. En mi
opinión, y siempre que la victoria sea para el Brexit, más allá de los
resultados inmediatos, negativos para las dos partes, la situación se
recompondría después de un acuerdo de la UE con Gran Bretaña, logrado el
cual y cualquiera que fuera este, sería el proyecto de aislacionismo
británico el que más padecería por el resultado. La vida de las naciones
no se circunscribe solo a los flujos económicos sino a la capacidad
política de vivir en un mundo global y aspirar a influir en él. Una Gran
Bretaña aislada sería un canto nostálgico a la independencia, el
recurso a una idea dieciochesca que poco tiene que ver con el siglo XXI.
Habrá quien se apunte a que la garantía de la estabilidad económica son ellos mismos cuando el Brexit sacuda las bolsas -ya lo está haciendo- y se desaten las turbulencias.
Se
trata además de un referendo que -siempre que triunfe el Brexit-
provocará uno nuevo: el de la independencia de Escocia, cuyos habitantes
son abiertamente partidarios de su permanencia y cerraría las fronteras
entre el Ulster e Irlanda. Fronteras, aduanas, obstáculos a la entrada
de emigrantes en sociedades envejecidas (tampoco RU llegaba en 2013 a
una tasa de fertilidad de dos hijos por mujer)...
Un referéndum,
cualquiera, aún basado en referencias racionales, apela más a los
sentimientos que a la razón. Lo que inevitablemente conduce a resultados
imprevisibles.
No sería desde luego una buena noticia la del
Brexit, especialmente para los británicos y en tanto sean capaces de
mantener una unidad que devendría circunstancial durante un tiempo.
Tampoco para el proyecto europeo, que hunde sus raíces en la evitación
de la guerra y la promoción de los valores de la democracia y los
derechos humanos. Gran Bretaña ha sido actor principal en los conflictos
bélicos europeos y estandarte del parlamentarismo. No debería regresar
al aislamiento.
Ahora bien, si como apuntan algunas encuestas, los
ciudadanos de ese país deciden salir, Europa deberá afrontar de una
manera decidida y ambiciosa su futuro en una integración que nos lleve a
posicionarnos en un mundo como el actual no sólo como una suma de
economías y Gobiernos, con una moneda aún relativamente construida desde
el artificio que es el sistema de cambio de diecinueve de sus naciones.
Es necesario completar la unión bancaria, acometer la unión fiscal,
construir una política de inteligencia común -y así combatir el
terrorismo-, establecer una defensa común y una política exterior que no
sea una centralita telefónica de políticas exteriores, como advertía el
ex Secretario de Estado Kissinger.
Lo decía el líder del grupo
ALDE Guy Verhofstaat hace unos días en Madrid: ¿no es la India un país, a
pesar de sus diferencias sociales y de que en su interior se hablan más
de 30 idiomas oficiales y más de 2.000 locales? ¿O las al menos 8
lenguas diferentes que se hablan en China?, ¿O el melting pot o
mestizaje que constituye la verdadera riqueza de los Estados Unidos?
Claro que, en este último caso, no deja de existir también el recurso
del populismo que pretende rehacer su país desde bases pretéritas, como
ocurre con Trump.
Pero habrá quien se apunte a que la garantía de
la estabilidad económica son ellos mismos cuando el Brexit sacuda las
bolsas -ya lo está haciendo- y se desaten las turbulencias. Seguirán
utilizando el discurso del miedo y pretenderán con él enardecer a los
votantes. Pero nadie debería llamarse a engaño: ni la eventual salida de
Reino Unido será tan dramática a medio y largo plazo -al menos para
nosotros- como nos la presentarán, ni el recurso a amedrentar a las
gentes constituye procedimiento válido para la política en particular y
la vida en general.
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