viernes, 18 de noviembre de 2016

Mirando en la dirección de los que sufren más que nosotros



Volando hacia Atenas, donde me espera la visita a un campo de refugiados, recuerdo la reflexión que una vieja señora armenia me dedicaba una tarde, tomando un té en su casa de Jerusalén. Era el año 2007, yo acababa de perder a mi hija de 20 años, todos transcurridos en un hospital y pensaba que la vida había sido injusta conmigo: mi hija; mi mujer también había fallecido, cinco años antes y mi existencia pasaba entre amenazas terroristas, limitada por la estrecha vigilancia de mis escoltas.

Y la vieja señora armenia nada sabía de eso. Sin embargo me advertía, filosófica: «Tenemos que mirar siempre en la dirección de los que sufren más que nosotros». Y es que en esa reunión alguien había referido la historia de un joven de aquella familia que vivía una historia de amor por Internet con su novia, residente en Palestina. La locura de los hombres había puesto barreras a su cariño. No les permitían el encuentro.

Los campamentos de refugiados están poblados de gentes que sufren, que huyen de sus hogares y transitan cientos de kilómetros, cruzan el mar y se hacinan allí a la espera de que se les ofrezca una oportunidad para ser libres, para encarar su futuro y el de sus familias con la dignidad que cualquier ser humano merece.

¿Qué les puedo yo decir acerca del sufrimiento? Nada. Ninguno es comparable.

Yo vengo también de la tristeza y de la vergüenza. Una serie de twitts advertían a mi compañero y amigo Juan Carlos Girauta, «mucho cuidado con lo que dices», le decían. Comoquiera que el comunicante de esos escritos es sobrino mío, pensé que convenía situar el lamentable hecho en la perspectiva familiar de un antepasado común, político de la Restauración. Quienes acusan corren el riesgo de resultar acusados, pensé; quienes advierten el de ser advertidos. Y escribí un artículo sin amenaza ni chulería alguna, correcto en la forma y firme en el fondo. Pero lo que nunca llegué a imaginar era que el padre de quién dedicaba esa amenaza virtual —un hermano mío— me fuera a achacar que me había aprovechado de ETA en uno de sus twitts descalificatorios, dedicados a mi persona, a Juan Carlos Girauta o a otros familiares nuestros.

Es el signo de los nuevos tiempos, si Girauta se queja de los aplausos podemitas a Bildu, sale el de Podemos vasco a advertirle, para luego presentarse como víctima de la operación. Y luego su padre, que conoce mi condición de víctima, me convierte, si no en victimario, sí en beneficiario de esa condición. ¿Pero quién arrojó la primera piedra? ¿Fue Juan Carlos? ¿Lo fui yo? ¿Me he aprovechado yo de ETA? Parece que está claro, aunque en el protocolo de Podemos la historia siempre se cuenta del revés.

Ya es demasiado, ya se han cruzado todas las líneas rojas, ya la miseria humana y el odio asoman en los labios de jóvenes y menos jóvenes.

Todo lo que he escrito para el conocimiento del público está ahí. Lo pueden comprobar. No hay en ello más que la constatación de la tristeza y la vergüenza. Nunca de la descalificación, la amenaza y mucho menos del odio. Y hay demasiado odio en la España que vivimos. Odio joven y odio de algunos mayores. Odio que es devastador, porque es destructivo, porque desde él no hay nada que se pueda construir.

Y yo no quiero, no podría, contribuir a atizar ese odio. Y si no hay nadie que les mande parar, al padre y al hijo, a sus compañeros o cercanos en el mundo de las ideas que en realidad son no-ideas, yo sí voy a parar. Creo que ésta debería ser la España del encuentro y de las reformas profundas, no la España de la distancia y de las trincheras que a la postre consolidan la reacción porque la provocan. Y ésa no es la España que yo quiero.

Queda con esto dicho que no voy a contribuir a darle vueltas infinitas a la rueca de los desatinos y de las injurias, pero quede dicho también que tampoco me voy a callar si me siguen increpando.

No abrigo una gran confianza en que así sea y que los gritos cesen. En todo caso, hablar bajo no parece resultar audible en medio de la ruidosa vocinglera de algunos. Pero no deberíamos pensar que por eso tengamos todos los demás que dedicarnos a gritar.

Y si ha habido tristeza, pesar y vergüenza, que la ha habido, recordemos a la vieja señora armenia, a los refugiados en los campos griegos, a los que sufren en cualquier parte de este atribulado mundo.

Parafraseando a Leonard Cohen, nuestro sufrimiento no es una credencial aquí, porque es solo la sombra de la herida de los otros.

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