Se advierte con mucha frecuencia por los más diversos analistas que la política se encuentra extraordinariamente polarizada en nuestros tiempos. Se trata de un fenómeno que se está produciendo en muchos países —véase el nivel de deterioro que se vive en los Estados Unidos, por ejemplo, en los que el candidato derrotado en unas elecciones no es capaz de reconocer la victoria de su rival—. España no constituye una excepción a este que parece por momentos un síndrome general irreductible. Es verdad que un cierto grado de tensión es necesario en estas democracias que parecen exigir de espectáculo —como advierte el publicitario francés Jacques Seguelá—, pero la polarización, y su consecuencia inmediata, la dificultad de conseguir acuerdos, supone un fenómeno negativo en las democracias, porque el consenso es siempre el ámbito constructivo por naturaleza; en tanto que la confrontación, en su grado más intenso, corrompe y deteriora los fundamentos de los sistemas políticos.
En todo caso, la polarización, que podría ser caracterizada con facilidad como un síntoma de enfermedad política, no supone necesariamente indicio de una voluntad determinada al desmoronamiento del sistema. El «¡Váyase, señor González!», de José María Aznar, en enero de 2010, no suponía que ni el PP ni el PSOE abrigaran el propósito de derribar el edificio constitucional de 1978; por lo mismo que la moción de censura de Felipe González contra Adolfo Suárez en 1980 no pretendía subvertir el andamiaje democrático que menos de dos años antes había aprobado el pueblo soberano en referéndum.
No son éstos los casos que estamos conociendo ahora en España. Cuando un partido de gobierno anuncia, sin ambages, su voluntad de arrumbar la forma de gobierno, que es pilar del edificio constitucional, y sustituirla por un régimen republicano; cuando uno de los socios, por lo visto estratégicos del mismo gobierno, explica que su propósito es crear una república vasca —confederada o no con otras «en el Estado»— y los otros partidos asociados al bloque gubernamental manifiestan objetivos similares; en tanto que el presidente y los ministros socialistas mayoritariamente callan, no parece que sea exagerado colegir que, en nuestra España, la polarización actual está superando cualitativamente a la de otros tiempos, y que se pretende de forma más o menos explícita un cambio de régimen.
Otra de las consecuencias de la polarización —en este caso, de cualquier tipo— es la asfixia de las voces políticas que habitan en los espacios intermedios. Los partidos de centro necesitan —como las plantas y los animales de todas las especies, del oxígeno— de un ámbito de consenso mínimo para existir y para que su concurso resulte útil para la gobernación de su país. Se puede ser de centro en una situación en la que la derecha y la izquierda aceptan y, en coherencia con ello, operan dentro del orden constitucional vigente. Cuando se produce el supuesto de que una derecha ultramontana o una izquierda rupturista abandonan la defensa del sistema y se abonan a su destrucción, más o menos a plazos definidos y resolutivos, al centro le queda una escasa opción de pacto, y no tiene otro remedio que tomar buena nota de esta realidad y actuar en consecuencia.
De acuerdo con lo expuesto, Ciudadanos está pretendiendo encontrar un centro que no existe en la política española. Y no existe, no por la causa del centro político, que siempre se sitúa en un espacio intermedio entre dos límites, sino porque uno de éstos, en nuestro caso la izquierda, ha apostado por una tarea de-constructiva -valga decir destructiva- del orden constitucional de 1978, apostando precisamente por caminar con los socios que defienden ese objetivo.
La tarea del centro entonces, consistirá en centrarse —con perdón de la redundancia—; hacerse fuerte en los valores que heredamos de nuestra principal ley ordenadora y definir, eso sí, el camino y las reformas a introducir en el sistema para que un régimen partitocrático instalado en la corrupción pueda ser modificado por una democracia de ciudadanos; conseguir que el capitalismo de amigos y afines ceda el paso a una economía social de mercado abierta y competitiva, y donde la educación no sufra del acoso del gobierno de turno con su correspondiente ley de parte y en contra de las otras posiciones.
Serán malos tiempos en todo caso para un partido como Cs, porque la polarización tiene efectos letales para el liberalismo centrista. Pero en los viajes difíciles conviene siempre poner en la maleta los elementos imprescindibles para la supervivencia, que en la política española no son otros sino los principios de la democracia basada en la separación de poderes, la unidad de la nación y la garantía de todo ello, la monarquía parlamentaria.
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