viernes, 25 de febrero de 2022

Determinación

Artículo original publicado en El Imparcial, el jueves 24 de febrero de 2022

Anatoli Vasilievich Lunacharski, que fue un dramaturgo, crítico literario y político comunista ucraniano-soviético, decía que un Estado se defiende y consolida en tres frentes: el militar, del que depende el ser de ese Estado; el económico, a quien toca, no el ser, sino el vivir, el seguir siendo; y un frente cultural-pedagógico, que logra, no el ser ni el vivir, sino el perdurar.

No resulta extraño que, para un comunista, como lo era el aludido autor teatral, la palabra “libertad” no se encontrara en el vocabulario que describe las prioridades de un Estado. “¿Libertad, para qué?”, le preguntaría Lenin a un atónito Fernando de los Ríos en el viaje de éste a la Unión Soviética. Para los comunistas la libertad es sólo un estorbo, algo a evitar cuidadosamente.

Ser, vivir, perdurar… es, sin embargo, un buen triángulo virtuoso -aunque incompleto, como ya he advertido- que convendría tener claro para ser algo en la escena internacional; siempre a la manera de una elemental proyección de nuestra propia situación nacional, y es que por mucho que nos revistamos del ropaje de los magos y seamos capaces de practicar los mejores trucos, nuestra imagen exterior, en la debilidad y en la fortaleza, se deriva de nuestras características endógenas. En algunos casos es posible que vendamos mercancía deteriorada, pero eso no deja de constituir un mal negocio en el medio plazo: los países, a diferencia de las personas o las empresas, no son susceptibles de escape o de escondite.

La determinación nacional es un resumen de los tres elementos: la defensa del país consiste en aprontar recursos y asumir alianzas que nos protejan de nuestros rivales, desoyendo los cantos de sirena de los bienpensantes pacifistas que prefieren la rendición sin condiciones a la lucha. Quienes confían siempre en la bondad originaria de los seres humanos deberían aplicar -al menos en alguna ocasión- el aserto hobbesiano del Estado Leviatán: “el hombre es lobo para el hombre”; y resulta conveniente subrayar que determinados hombres -como vemos ahora en el comportamiento de Putin- consiguen ser más dañinos que los animales de esa peligrosa especie.

Determinación también en el vivir del frente económico que decía el, sin embargo, sabio autor. Crear riqueza, existir de una manera austera (no incurrir en mayores dispendios de lo que ingresamos, salvo que el exceso se deba a inversión y no a gasto corriente). Y para eso, y para el resto de nuestra actividad privada ciudadana, disponer de gobiernos que no estorben demasiado a las gentes y que las ayuden de verdad cuando lo necesitan. La proverbial publicidad de las promesas de fondos por nuestros gobernantes en las situaciones de crisis que no han tenido adecuado curso (en el caso español, los apoyos a las familias afectadas por situaciones de pobreza energética o por la catástrofe de la erupción volcánica de Cumbre Vieja, sólo por poner dos ejemplos) constituyen la demostración de un postureo inacabable.

¿Y qué decir de la determinación en perdurar, de la pedagogía dirigida a las actuales y futuras generaciones? ¿O es que ya hemos dado por sentado que nos defendemos y que vivimos, de manera más que suficiente como para pensar que aún tenemos la pretensión adicional de perdurar? Todavía más, ¿qué relato de los que tenemos entre manos es el de más conveniente elección? ¿El de un país extenuado por la imposible polarización en la que ninguno de sus puntos de apoyo funciona ya? Un PSOE que se ha echado al monte en compañía de los aguerridos senderistas de la desarticulación social y territorial de nuestro país, y un PP que ha caído tan bajo como para construir una novela cutre de espías de guerra fría, sólo que en el interior de su casa. Y si el PSOE parece empeñado en convertirse en un partido no-nacional, el PP es ya un partido de barones autonómicos que le muestran a su presidente la puerta de salida. Por si al mapa le faltaban distorsiones, las recientes elecciones en Castilla y León nos muestran el auge, por lo visto imparable, de la desvertebración provincial.

Es indudable, al menos para quien esto firma, que el mejor, quizás el único, relato de éxito que podríamos evocar es el de la Constitución de 1978, de la que ya sólo el actual titular de la Corona, don Felipe, parece haber salido incólume, salvando todos los obstáculos que le ponen en su camino. Pero ya intuimos que no basta con eso; al igual que con la Carta Magna canovista de 1876, basada en la figura de un rey joven y despegado de los errores de sus ancestros (Alfonso XII), había dos partidos centrados que atraían a los de sus extremos (los conservadores a los tradicionalistas, los liberales a los republicanos), PP y PSOE serían llamados ahora a emular las tareas de aquéllos, pero ya parecen decididos a abandonar su fundamental tarea.

Un tanto desatendida, la determinación subsiste, sin embargo, en muy amplios sectores de la opinión española, no siempre representada por nuestros políticos, cada vez más coyunturales, fungibles y prescindibles. La evocación de los tiempos pasados de la transición democrática o de los proyectos fracasados en el centro liberal, con su doble referencia al consenso y a la moderación, se vienen reclamando por una sociedad que no acepta el fracaso del vacío y se resiste aún a la tentación de abstenerse como último refugio para llamar a la rectificación y a la sensatez de quienes nos gobiernan.

martes, 15 de febrero de 2022

El suicidio del Estado

 Artículo original publicado en El Imparcial, el 14 de febrero de 2022



En el debate que tuvo lugar en las Cortes de la Segunda República española, el que fuera ministro de la Gobernación de su gobierno provisional, Miguel Maura, advirtió: “el Estado debe decir a las regiones autonómicas: yo estoy donde estoy y tú, la región autonómica, si quieres montar tu universidad, te autorizo a ello y te doy la facultad para que colaciones los grados. Pero yo no me voy. Y eso con carácter obligatorio. Porque el Estado que deserte de esa misión fundamental, que es formar la conciencia de las generaciones en los institutos y en las universidades, entrega a esos señores el porvenir entero de la región. Y un Estado que hace esto se suicida”.

Es evidente que, de acuerdo con la opinión del dirigente liberal-conservador republicano, la España que hemos construido a partir de la Constitución de 1978 se habría suicidado por el abandono de sus funciones básicas.

Se podrá objetar a esta aseveración que, en el año 1985, se crearon los Servicios de la Alta inspección del Estado, que representan a éste ante la Administración autonómica. Esta área se encarga de garantizar el cumplimiento de las facultades atribuidas al Estado en materia de enseñanza, así como la aplicación en las comunidades autónomas de la ordenación general del sistema educativo y de las enseñanzas mínimas cuya fijación corresponde al Estado. Pero el cometido de la Alta Inspección no se ha cubierto. Sobran los ejemplos en este sentido, pero como muestra sirva la información que ha sido ampliamente difundida por los medios de comunicación, según la cual, Cataluña adoctrinará a los alumnos de la ESO en "identidades", "resistencia a la opresión" y "emancipación nacional".

Nada queda en su actividad real de las funciones cohonestadoras de la fijación de un determinado curriculum básico a ser respetado por las autonomías. No cabe esperar de ellas la aplicación de esta tarea de control y de racionalización educativa. En la práctica, los funcionarios de la Alta Inspección sólo dedican su tiempo a convalidar los títulos académicos emitidos por otros países. Escasamente dotadas -un solo funcionario por cada comunidad autónoma y un segundo empleado público a su cargo-, se diría que apenas existen. Se da incluso el supuesto de que en el País Vasco quedara vacante este puesto y que no sería sustituido durante un largo periodo de tiempo.

Convendría conocer si existe alguna voluntad política en los partidos de la oposición a los que nos gobiernan ahora -y sus socios- de reforzar este servicio, de tan escaso desarrollo, pero de gran importancia, en la práctica. Esperar que, en el paupérrimo estado parlamentario actual, las Cámaras legislativas y de control se respeten a sí mismas y sean capaces de elevar la calidad de los debates, parece tan de ficción e imposible misión como el serial de películas que llevan ese nombre.

En las Cámaras representativas nacionales parece imposible una mayor degradación, toda vez que el Tribunal Constitucional resolvía que el Congreso renunció a ejercer sus funciones de control, tanto en lo relativo a la larga duración del estado de alarma como en cuanto a las medidas concretas de restricción de derechos que ha supuesto. El texto consideró reprochable que el decreto del segundo estado de alarma diera luz verde a una delegación de competencias a las comunidades autónomas para adoptar medidas de limitación de derechos fundamentales sin que las Cámaras tuvieran conocimiento previo de su naturaleza y duración. Una actitud aceptada por buena parte del Parlamento carente de autocrítica y voluntad de corrección que avala el esperpento -digno del mejor Valle Inclán- que ha seguido al probable error en la emisión del voto de un diputado extremeño del Partido Popular.

“Yo no me voy”, decía enfáticamente don Miguel, pero lo cierto es que España se ha ido. Y no sólo en el ámbito de la educación, que forma parte del elemento esencial que pretende explicar quiénes somos y de dónde venimos, y sin el cual resulta más que difícil discernir a dónde nos dirigimos. Y es que el Estado no existe tampoco en la lengua -en las comunidades autonómicas que poseen idiomas propios diferentes del español-, ni en la cultura; carece de política industrial; y ha renunciado a la sanidad, como se evidencia también en la fragmentada, dispersa e incoherente a veces respuesta a los embates de la pandemia.

Reinventada -¿reaparecida?- España tras de su suicidio, nos asemejaríamos a unos zombies que arrastran sus pasos en la oscuridad crepuscular. Unos simpáticos -eso sí- muertos vivientes que acogen a los turistas con buen jamón y buen vino, con sol y playas, transidos en permanente fiesta una vez que deserte la pandemia y regresemos todos a nuestros quehaceres habituales.

El médico forense francés, Philippe Charlier, que ha estudiado el fenómeno zombi en Haití, asegura que éste no es sólo un producto de ficción hollywoodiense. Se trata, en realidad, de un supuesto de sometimiento a la esclavitud de personas a quienes se les conduce a ese estado a través de la administración de determinados barbitúricos durante alguna práctica ritual de brujería, antes de ser enterrados en estado catatónico. Una vez desenterrados, se les somete a una dieta carente de sal que les produce un edema en el cerebro y bastantes desórdenes que amplifican la pérdida del libre albedrío.

Convendría entonces administrar sal a nuestro muerto por suicidio. La pregunta, para la que quien esto firma carece aún de respuesta, sería la de conocer quién podrá adjudicar la dosis de este esencial condimento.

sábado, 12 de febrero de 2022

¿Un nuevo orden internacional basado en la democracia?

Las amenazas que se ciernen respecto del modo de convivencia occidental basado en normas y en principios liberales son ciertas, y la solución no podría ser otra sino una refundación de este mismo orden desde los países que sostienen valores democráticos


Tribuna original publicada en El Debate, el sábado 12 de febrero de 2022

Según el escritor estadounidense, Robert Kagan, que fue asesor del expresidente estadounidense George W. Bush, y también del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en 2008, John McCain, muchos norteamericanos mantienen la psicología de un pueblo que vive separado en un vasto y agitado continente. Sin embargo –piensa el citado ensayista– los estadounidenses no han sido necesariamente intervencionistas. En tiempos de emergencia, se les puede persuadir para que realicen esfuerzos extraordinarios en lugares lejanos, pero las consideran respuestas excepcionales a circunstancias también excepcionales. No se ven a sí mismos como los principales defensores de cierto tipo de orden mundial; nunca han aceptado ese papel 'indispensable'. 

Quizá esa visión aislacionista, reforzada por el 'America First' de Trump, esté presidiendo también –siquiera de forma más moderada– las actuaciones de la Administración Biden, una de cuyas manifestaciones más dolorosas, en términos de imagen para los Estados Unidos y de cohesión del pacto con sus aliados, haya sido el abandono de Afganistán y de sus ciudadanos en manos de los talibanes.

Y ahora que los Estados Unidos dan comienzo a un cierto retorno de sus posiciones aislacionistas, se diría que se produce en todo el orbe democrático occidental una cierta nostalgia de los tiempos en que vivimos cómodamente instalados bajo su protector paraguas. Era perfectible desde luego el orden mundial estadounidense, seguramente sujeto a contradicciones y contrasentidos, pero existían normas y referencias, y un acuerdo general acerca de cómo afrontar los desafíos que nos afectaban basado en un criterio –común y compartido– de un orden liberal. 

El nuevo orden mundial que lo sustituya no será ya un mundo de leyes e instituciones internacionales ni el triunfo de las ideas de la Ilustración ni el fin de la historia. Será –según Kagan– un mundo de vacío de poder. 

Pero ese no es un escenario inevitable. De acuerdo con lo expresado por la exsecretaria de Estado norteamericana, Madelaine Albright, –nacida en Praga poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial– Estados Unidos tiene la oportunidad de liderar la lucha contra el autoritarismo. 

Sin embargo, si el país concluyera lo contrario y decidiera ausentarse de la lucha democrática, decepcionaría a sus amigos, ayudaría a sus enemigos, magnificaría los riesgos futuros para sus ciudadanos, impediría el progreso humano y comprometería su capacidad de liderazgo en cualquier asunto. Es más, los líderes estadounidenses estarían haciendo sonar la llamada a la retirada precisamente en el momento en que ha surgido la oportunidad de provocar un resurgimiento democrático. 

Seguramente, en ese contexto, habrá que situar la reunión celebrada los días 9 y 10 de diciembre del pasado año, que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, mantuvo, con el nombre de Cumbre para la Democracia, que agrupó a líderes mundiales, de la sociedad civil y el sector privado. Esta cumbre es parte de la promesa de campaña de Biden de fortalecer la democracia en todo el mundo en un momento de auge de gobiernos autoritarios y totalitarios, valga decir de dictaduras. 

La iniciativa, que ha sido calificada como poco importante en términos de resultados concretos, se sitúa, sin embargo, en la buena dirección. Las amenazas que se ciernen respecto del modo de convivencia occidental basado en normas y en principios liberales son ciertas, y la solución no podría ser otra sino una refundación de este mismo orden desde los países que sostienen valores democráticos.

Pero no se trata de un camino de tránsito fácil. Por poner un ejemplo de la complejidad de esta iniciativa, cabe evocar la diferencia de proyectos políticos que mantienen algunos de los aliados norteamericanos –no necesariamente democráticos– con los países partidarios de la libertad y la tolerancia. 

Como ha señalado el miembro del Council of Foreign Relations, Martin Indyk, si el presidente Biden pretendiera en algún momento de su mandato poner en práctica alguna iniciativa para resolver el conflicto en Oriente Medio, necesitará trabajar con actores dispuestos a desempeñar papeles constructivos en la estabilización del orden en Oriente Medio. Eso creará algunos compañeros de cama extraños e incómodos, ya que implicará cooperar con el Egipto de Abdelfattah El-Sisi, en Gaza; con el presidente ruso Vladimir Putin y el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, en Siria; con el príncipe heredero de Arabia Saudí Mohamed Salman, en el Golfo y con todos ellos para contener las ambiciones hegemónicas de Irán y el avance del programa nuclear. Es decir, deberá contar con países que forman lo más granado del paisaje del autoritarismo internacional. 

Aun así, Estados Unidos tendrá que distinguir entre los aliados permanentes, con los que comparte valores democráticos y los compañeros puntuales de viaje, con los que tejer relaciones ocasionales. Y establecer una política transparente y acordada con los primeros –al contrario de lo que hizo en Afganistán– en tanto que establezca una cierta distancia en sus relaciones con los segundos. La pertenencia a un orden internacional basado en la democracia debe servir de algo en la diferenciación positiva de los que seguimos apostando por esa vía para resolver nuestros conflictos.
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