Artículo original publicado en El Imparcial, el jueves 24 de febrero de 2022
Anatoli Vasilievich Lunacharski, que fue un dramaturgo, crítico literario y político comunista ucraniano-soviético, decía que un Estado se defiende y consolida en tres frentes: el militar, del que depende el ser de ese Estado; el económico, a quien toca, no el ser, sino el vivir, el seguir siendo; y un frente cultural-pedagógico, que logra, no el ser ni el vivir, sino el perdurar.
No resulta extraño que, para un comunista, como lo era el aludido autor teatral, la palabra “libertad” no se encontrara en el vocabulario que describe las prioridades de un Estado. “¿Libertad, para qué?”, le preguntaría Lenin a un atónito Fernando de los Ríos en el viaje de éste a la Unión Soviética. Para los comunistas la libertad es sólo un estorbo, algo a evitar cuidadosamente.
Ser, vivir, perdurar… es, sin embargo, un buen triángulo virtuoso -aunque incompleto, como ya he advertido- que convendría tener claro para ser algo en la escena internacional; siempre a la manera de una elemental proyección de nuestra propia situación nacional, y es que por mucho que nos revistamos del ropaje de los magos y seamos capaces de practicar los mejores trucos, nuestra imagen exterior, en la debilidad y en la fortaleza, se deriva de nuestras características endógenas. En algunos casos es posible que vendamos mercancía deteriorada, pero eso no deja de constituir un mal negocio en el medio plazo: los países, a diferencia de las personas o las empresas, no son susceptibles de escape o de escondite.
La determinación nacional es un resumen de los tres elementos: la defensa del país consiste en aprontar recursos y asumir alianzas que nos protejan de nuestros rivales, desoyendo los cantos de sirena de los bienpensantes pacifistas que prefieren la rendición sin condiciones a la lucha. Quienes confían siempre en la bondad originaria de los seres humanos deberían aplicar -al menos en alguna ocasión- el aserto hobbesiano del Estado Leviatán: “el hombre es lobo para el hombre”; y resulta conveniente subrayar que determinados hombres -como vemos ahora en el comportamiento de Putin- consiguen ser más dañinos que los animales de esa peligrosa especie.
Determinación también en el vivir del frente económico que decía el, sin embargo, sabio autor. Crear riqueza, existir de una manera austera (no incurrir en mayores dispendios de lo que ingresamos, salvo que el exceso se deba a inversión y no a gasto corriente). Y para eso, y para el resto de nuestra actividad privada ciudadana, disponer de gobiernos que no estorben demasiado a las gentes y que las ayuden de verdad cuando lo necesitan. La proverbial publicidad de las promesas de fondos por nuestros gobernantes en las situaciones de crisis que no han tenido adecuado curso (en el caso español, los apoyos a las familias afectadas por situaciones de pobreza energética o por la catástrofe de la erupción volcánica de Cumbre Vieja, sólo por poner dos ejemplos) constituyen la demostración de un postureo inacabable.
¿Y qué decir de la determinación en perdurar, de la pedagogía dirigida a las actuales y futuras generaciones? ¿O es que ya hemos dado por sentado que nos defendemos y que vivimos, de manera más que suficiente como para pensar que aún tenemos la pretensión adicional de perdurar? Todavía más, ¿qué relato de los que tenemos entre manos es el de más conveniente elección? ¿El de un país extenuado por la imposible polarización en la que ninguno de sus puntos de apoyo funciona ya? Un PSOE que se ha echado al monte en compañía de los aguerridos senderistas de la desarticulación social y territorial de nuestro país, y un PP que ha caído tan bajo como para construir una novela cutre de espías de guerra fría, sólo que en el interior de su casa. Y si el PSOE parece empeñado en convertirse en un partido no-nacional, el PP es ya un partido de barones autonómicos que le muestran a su presidente la puerta de salida. Por si al mapa le faltaban distorsiones, las recientes elecciones en Castilla y León nos muestran el auge, por lo visto imparable, de la desvertebración provincial.
Es indudable, al menos para quien esto firma, que el mejor, quizás el único, relato de éxito que podríamos evocar es el de la Constitución de 1978, de la que ya sólo el actual titular de la Corona, don Felipe, parece haber salido incólume, salvando todos los obstáculos que le ponen en su camino. Pero ya intuimos que no basta con eso; al igual que con la Carta Magna canovista de 1876, basada en la figura de un rey joven y despegado de los errores de sus ancestros (Alfonso XII), había dos partidos centrados que atraían a los de sus extremos (los conservadores a los tradicionalistas, los liberales a los republicanos), PP y PSOE serían llamados ahora a emular las tareas de aquéllos, pero ya parecen decididos a abandonar su fundamental tarea.
Un tanto desatendida, la determinación subsiste, sin embargo, en muy amplios sectores de la opinión española, no siempre representada por nuestros políticos, cada vez más coyunturales, fungibles y prescindibles. La evocación de los tiempos pasados de la transición democrática o de los proyectos fracasados en el centro liberal, con su doble referencia al consenso y a la moderación, se vienen reclamando por una sociedad que no acepta el fracaso del vacío y se resiste aún a la tentación de abstenerse como último refugio para llamar a la rectificación y a la sensatez de quienes nos gobiernan.
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