sábado, 12 de febrero de 2022

¿Un nuevo orden internacional basado en la democracia?

Las amenazas que se ciernen respecto del modo de convivencia occidental basado en normas y en principios liberales son ciertas, y la solución no podría ser otra sino una refundación de este mismo orden desde los países que sostienen valores democráticos


Tribuna original publicada en El Debate, el sábado 12 de febrero de 2022

Según el escritor estadounidense, Robert Kagan, que fue asesor del expresidente estadounidense George W. Bush, y también del candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en 2008, John McCain, muchos norteamericanos mantienen la psicología de un pueblo que vive separado en un vasto y agitado continente. Sin embargo –piensa el citado ensayista– los estadounidenses no han sido necesariamente intervencionistas. En tiempos de emergencia, se les puede persuadir para que realicen esfuerzos extraordinarios en lugares lejanos, pero las consideran respuestas excepcionales a circunstancias también excepcionales. No se ven a sí mismos como los principales defensores de cierto tipo de orden mundial; nunca han aceptado ese papel 'indispensable'. 

Quizá esa visión aislacionista, reforzada por el 'America First' de Trump, esté presidiendo también –siquiera de forma más moderada– las actuaciones de la Administración Biden, una de cuyas manifestaciones más dolorosas, en términos de imagen para los Estados Unidos y de cohesión del pacto con sus aliados, haya sido el abandono de Afganistán y de sus ciudadanos en manos de los talibanes.

Y ahora que los Estados Unidos dan comienzo a un cierto retorno de sus posiciones aislacionistas, se diría que se produce en todo el orbe democrático occidental una cierta nostalgia de los tiempos en que vivimos cómodamente instalados bajo su protector paraguas. Era perfectible desde luego el orden mundial estadounidense, seguramente sujeto a contradicciones y contrasentidos, pero existían normas y referencias, y un acuerdo general acerca de cómo afrontar los desafíos que nos afectaban basado en un criterio –común y compartido– de un orden liberal. 

El nuevo orden mundial que lo sustituya no será ya un mundo de leyes e instituciones internacionales ni el triunfo de las ideas de la Ilustración ni el fin de la historia. Será –según Kagan– un mundo de vacío de poder. 

Pero ese no es un escenario inevitable. De acuerdo con lo expresado por la exsecretaria de Estado norteamericana, Madelaine Albright, –nacida en Praga poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial– Estados Unidos tiene la oportunidad de liderar la lucha contra el autoritarismo. 

Sin embargo, si el país concluyera lo contrario y decidiera ausentarse de la lucha democrática, decepcionaría a sus amigos, ayudaría a sus enemigos, magnificaría los riesgos futuros para sus ciudadanos, impediría el progreso humano y comprometería su capacidad de liderazgo en cualquier asunto. Es más, los líderes estadounidenses estarían haciendo sonar la llamada a la retirada precisamente en el momento en que ha surgido la oportunidad de provocar un resurgimiento democrático. 

Seguramente, en ese contexto, habrá que situar la reunión celebrada los días 9 y 10 de diciembre del pasado año, que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, mantuvo, con el nombre de Cumbre para la Democracia, que agrupó a líderes mundiales, de la sociedad civil y el sector privado. Esta cumbre es parte de la promesa de campaña de Biden de fortalecer la democracia en todo el mundo en un momento de auge de gobiernos autoritarios y totalitarios, valga decir de dictaduras. 

La iniciativa, que ha sido calificada como poco importante en términos de resultados concretos, se sitúa, sin embargo, en la buena dirección. Las amenazas que se ciernen respecto del modo de convivencia occidental basado en normas y en principios liberales son ciertas, y la solución no podría ser otra sino una refundación de este mismo orden desde los países que sostienen valores democráticos.

Pero no se trata de un camino de tránsito fácil. Por poner un ejemplo de la complejidad de esta iniciativa, cabe evocar la diferencia de proyectos políticos que mantienen algunos de los aliados norteamericanos –no necesariamente democráticos– con los países partidarios de la libertad y la tolerancia. 

Como ha señalado el miembro del Council of Foreign Relations, Martin Indyk, si el presidente Biden pretendiera en algún momento de su mandato poner en práctica alguna iniciativa para resolver el conflicto en Oriente Medio, necesitará trabajar con actores dispuestos a desempeñar papeles constructivos en la estabilización del orden en Oriente Medio. Eso creará algunos compañeros de cama extraños e incómodos, ya que implicará cooperar con el Egipto de Abdelfattah El-Sisi, en Gaza; con el presidente ruso Vladimir Putin y el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, en Siria; con el príncipe heredero de Arabia Saudí Mohamed Salman, en el Golfo y con todos ellos para contener las ambiciones hegemónicas de Irán y el avance del programa nuclear. Es decir, deberá contar con países que forman lo más granado del paisaje del autoritarismo internacional. 

Aun así, Estados Unidos tendrá que distinguir entre los aliados permanentes, con los que comparte valores democráticos y los compañeros puntuales de viaje, con los que tejer relaciones ocasionales. Y establecer una política transparente y acordada con los primeros –al contrario de lo que hizo en Afganistán– en tanto que establezca una cierta distancia en sus relaciones con los segundos. La pertenencia a un orden internacional basado en la democracia debe servir de algo en la diferenciación positiva de los que seguimos apostando por esa vía para resolver nuestros conflictos.

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