Artículo original publicado en El Imparcial, el 14 de febrero de 2022
En el debate que tuvo lugar en las Cortes de la Segunda República española, el que fuera ministro de la Gobernación de su gobierno provisional, Miguel Maura, advirtió: “el Estado debe decir a las regiones autonómicas: yo estoy donde estoy y tú, la región autonómica, si quieres montar tu universidad, te autorizo a ello y te doy la facultad para que colaciones los grados. Pero yo no me voy. Y eso con carácter obligatorio. Porque el Estado que deserte de esa misión fundamental, que es formar la conciencia de las generaciones en los institutos y en las universidades, entrega a esos señores el porvenir entero de la región. Y un Estado que hace esto se suicida”.
Es evidente que, de acuerdo con la opinión del dirigente liberal-conservador republicano, la España que hemos construido a partir de la Constitución de 1978 se habría suicidado por el abandono de sus funciones básicas.
Se podrá objetar a esta aseveración que, en el año 1985, se crearon los Servicios de la Alta inspección del Estado, que representan a éste ante la Administración autonómica. Esta área se encarga de garantizar el cumplimiento de las facultades atribuidas al Estado en materia de enseñanza, así como la aplicación en las comunidades autónomas de la ordenación general del sistema educativo y de las enseñanzas mínimas cuya fijación corresponde al Estado. Pero el cometido de la Alta Inspección no se ha cubierto. Sobran los ejemplos en este sentido, pero como muestra sirva la información que ha sido ampliamente difundida por los medios de comunicación, según la cual, Cataluña adoctrinará a los alumnos de la ESO en "identidades", "resistencia a la opresión" y "emancipación nacional".
Nada queda en su actividad real de las funciones cohonestadoras de la fijación de un determinado curriculum básico a ser respetado por las autonomías. No cabe esperar de ellas la aplicación de esta tarea de control y de racionalización educativa. En la práctica, los funcionarios de la Alta Inspección sólo dedican su tiempo a convalidar los títulos académicos emitidos por otros países. Escasamente dotadas -un solo funcionario por cada comunidad autónoma y un segundo empleado público a su cargo-, se diría que apenas existen. Se da incluso el supuesto de que en el País Vasco quedara vacante este puesto y que no sería sustituido durante un largo periodo de tiempo.
Convendría conocer si existe alguna voluntad política en los partidos de la oposición a los que nos gobiernan ahora -y sus socios- de reforzar este servicio, de tan escaso desarrollo, pero de gran importancia, en la práctica. Esperar que, en el paupérrimo estado parlamentario actual, las Cámaras legislativas y de control se respeten a sí mismas y sean capaces de elevar la calidad de los debates, parece tan de ficción e imposible misión como el serial de películas que llevan ese nombre.
En las Cámaras representativas nacionales parece imposible una mayor degradación, toda vez que el Tribunal Constitucional resolvía que el Congreso renunció a ejercer sus funciones de control, tanto en lo relativo a la larga duración del estado de alarma como en cuanto a las medidas concretas de restricción de derechos que ha supuesto. El texto consideró reprochable que el decreto del segundo estado de alarma diera luz verde a una delegación de competencias a las comunidades autónomas para adoptar medidas de limitación de derechos fundamentales sin que las Cámaras tuvieran conocimiento previo de su naturaleza y duración. Una actitud aceptada por buena parte del Parlamento carente de autocrítica y voluntad de corrección que avala el esperpento -digno del mejor Valle Inclán- que ha seguido al probable error en la emisión del voto de un diputado extremeño del Partido Popular.
“Yo no me voy”, decía enfáticamente don Miguel, pero lo cierto es que España se ha ido. Y no sólo en el ámbito de la educación, que forma parte del elemento esencial que pretende explicar quiénes somos y de dónde venimos, y sin el cual resulta más que difícil discernir a dónde nos dirigimos. Y es que el Estado no existe tampoco en la lengua -en las comunidades autonómicas que poseen idiomas propios diferentes del español-, ni en la cultura; carece de política industrial; y ha renunciado a la sanidad, como se evidencia también en la fragmentada, dispersa e incoherente a veces respuesta a los embates de la pandemia.
Reinventada -¿reaparecida?- España tras de su suicidio, nos asemejaríamos a unos zombies que arrastran sus pasos en la oscuridad crepuscular. Unos simpáticos -eso sí- muertos vivientes que acogen a los turistas con buen jamón y buen vino, con sol y playas, transidos en permanente fiesta una vez que deserte la pandemia y regresemos todos a nuestros quehaceres habituales.
El médico forense francés, Philippe Charlier, que ha estudiado el fenómeno zombi en Haití, asegura que éste no es sólo un producto de ficción hollywoodiense. Se trata, en realidad, de un supuesto de sometimiento a la esclavitud de personas a quienes se les conduce a ese estado a través de la administración de determinados barbitúricos durante alguna práctica ritual de brujería, antes de ser enterrados en estado catatónico. Una vez desenterrados, se les somete a una dieta carente de sal que les produce un edema en el cerebro y bastantes desórdenes que amplifican la pérdida del libre albedrío.
Convendría entonces administrar sal a nuestro muerto por suicidio. La pregunta, para la que quien esto firma carece aún de respuesta, sería la de conocer quién podrá adjudicar la dosis de este esencial condimento.
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