Y el recuerdo me conducía en ese caso a la acción. Escribir un correo electrónico. Estamos aquí. Las infecciones no han podido con nosotros, el bisturí de los cirujanos tampoco. Seguimos en el puente, cualquiera que sea éste, de mando o de escucha, de actuación o de consejo… ¡quién lo sabe! Pero estamos aquí. Y te recordamos. Vienen a la memoria las peticiones para que reserves una mesa en Riva. “Riva” es De la Riva, una casa se comidas que hay en la calle Cochabamba, en Chamartín, a la que un día le llevé y le encantó. Me pidió el teléfono del establecimiento y es muy posible que Alfonso fuera por su cuenta a almorzar allí, donde Pepe te canta los platos a la antigua usanza. “Hoy tenemos…”
Madrid, Barcelona —donde conocí a su primo Marco Panella, ese radical histórico que se fumaba un porro en un programa de televisión en directo para reclamar la legalización de la marihuana—, Bilbao —donde organizamos la reunión de la comisión de agentes de Bipar(1) que él presidía—; pero también Amsterdam —con sus bicicletas y su museo Van Gogh—, o Roma —en el palazzo de una aristócrata italiana dispuesta a ceder su casa para una cena de gala, a cambio de algún estipendio, que en eso se han ido muchos de los grandes nombres que en el mundo han sido… algo.
Pero Alfonso, romano o abruzziano, era sobre todo un florentino de adopción. Enamorado de la ciudad de Maquiavelo, el abogado y empresario de seguros devenía en protector de las artes y creador de los premios Galileo 2000, donde brillaba con la luz que él mismo irradiaba al exterior. Florencia era el INA Assitalia, una agencia de seguros situada junto a la estación de la ciudad. Una profesión -la de agente de seguros con representación en una demarcación comarcal- que ya estaba sentenciada de muerte debido a la vocación de sucursalizarlo todo, como hicieron los bancos primero, y han emprendido las compañías aseguradoras después.
Pero Alfonso no quería ni oír hablar de eso. Nosotros ya habíamos vendido nuestra agencia a su principal, La Unión y el Fénix, cuando todavía Alfonso peleaba con la entidad que él representaba. Y un día me pidió que yo defendiera en un seminario la posición contraria a lo que yo creía que no era sino el signo de los tiempos. Pero yo no disponía de las fechas que Alfonso me proponía, por lo que no tuve más remedio que encontrar a alguien que me sustituyera en el encargo. El periodista económico de “El Mundo del País Vasco”, Carlos Etxeberri, sería la víctima propiciatoria de la ejecución pretendida por Alfonso. Todavía yo tuve que hacer de Canalejas(2) y poner en los oídos del giornalista los argumentos contrarios a los míos.
Porque Alfonso no aceptaba el no por respuesta. Los obstáculos estaban allí para ser vencidos, para demostrarse a sí mismo que él podía con todo. Y a veces parecía que así era. Y al tiempo, era generoso y se encontraba siempre dispuesto al favor, en especial si ese favor se producía mediante un viaje, en el que conocer a otras gentes. Allí donde su sonrisa y su carcajada contagiosas inundaban el espacio. ¡Todo parecía resultar tan fácil, entonces!
Eran las sonrisas, pero también eran los enfados… porque sabía alzar la voz si la contradicción era exagerada o si algún incauto pretendía llevarle la contraria. Entonces se desprendía Alfonso de su coraza se buena educación y salía hacia fuera el abruzziano tonitruante, siquiera enfundado en un traje de Armani aderezado por una corbata de Gucci —firma de la cual él era asegurador.
Alfonso era también su familia, el primero de sus hijos, Antonio, al que una horrible quemadura desfiguraba el rostro, y a quien en los carnavales de Venecia una señora le pedía que se quitase la máscara, porque le daba “paura”. Su primera mujer, a quien conocí en una tormentosa cena en su casa al borde del Arno, a Malena más tarde -con la que antes tuve alguna relación en los tiempos de UPyD- y que sorprendentemente se cruzaba en los caminos de Alfonso y le daba un hijo para el último lapso de tiempo que le quedaba por vivir.
Le recuerdo caminando a mi lado por las Ramblas de Barcelona, deteniéndose cada veinte metros, porque no podía más. Diez, quizás quince años hace de eso. Pero aún le quedaban fuerzas para citarme en el hotel Villa Real para charlar un rato. O para compartir un café conmigo y su amigo Fernando Suárez -el que fuera exministro de Trabajo en el régimen anterior.
Alfonso se ha ido en las primeras semanas del fatídico COVID, cuando apenas existía alguna defensa contra el virus. Su figura alta y elegante nos ha dejado una huella, ya indeleble de desolación, un desgarro… pero ahora que le recordamos no tenemos más remedio que actuar como él habría hecho: levantando una copa de buen vino y brindando por su memoria, repitiendo lo mismo que decía al principio de este comentario: aquí estoy amigo, aquí sigo, dando la lata, por si le cupiera a alguno la más mínima duda…
(1) Buró internacional de Productores de Seguros y de Reaseguros.
(2) Se dice que el presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, después de pronunciar un celebrado discurso en el Congreso, recibida la felicitación de su bancada, les dijo: «¿Les ha gustado? Pues ahora, si quieren, salgo otra vez, pero para argumentar lo contrario».
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