Se diría que, aunque el hábito no hace al monje, la denominación imprime carácter; que Pablo Iglesias Posse viera en don Antonio Maura la más cercana encarnación del mal en el espacio terrenal no era, para quienes vivieron esa época ni para los historiadores de esos tiempos, ningún secreto. Ya uno de los hijos del político mallorquín, Miguel Maura, señalaba en sus memorias que, en sus relaciones con los concejales socialistas en el Ayuntamiento de Madrid, mantuvo una comunicación excelente con los restantes concejales socialistas —Besteiro y Largo Caballero, especialmente—, y en la que se apoyaría no poco durante las jornadas más difíciles del gobierno provisional republicano; pero ése no era el caso del fundador del PSOE, que transmitía el odio africano que sentía sobre don Antonio a su hijo. Si la animadversión del Iglesias socialista se explicaba por ese atavismo injustificado, el juicio que a su epígono populista, Pablo Iglesias Turrión, le merece el maurismo carece de justificación, además de que resulta inexplicable.
La crónica que publicaba recientemente Luis María Ansón en su columna “Primera Palabra”, con el título, “Pablo Iglesias: medios, cloacas y verdades a la cara”, asegura, entre otras cosas, que según Iglesias Turrión “los mauristas crearon el protofascismo español”.
Parece ser que el “protofascismo” se refiere a las ideologías predecesoras directas y los movimientos culturales que influyeron y formaron la base del fascismo. Y se pone como ejemplo del mismo al poeta y aristócrata Gabriele D’Annunzio quien, enterado del inminente bombardeo de Viena en agosto de 1918, organizó un lanzamiento de flores también desde el aire sobre la bellísima capital austriaca.
Es, sin duda, romántica la referida imagen del literato de Pescara, sin perjuicio de la influencia que tuviera éste sobre el Duce; pero comparar el movimiento maurista con el fascismo resulta, como mínimo, injusto, si no fuera porque delata una lectura de la historia bastante ligera, cuando no sesgada, por parte del Pablo Iglesias populista de extrema izquierda.
Sentada la base —por cierto, no contestada al parecer por el autor de “Medios y cloacas”— según la cual don Antonio Maura no fue ni fascista ni “protofascista”, sino un civilista, por lo tanto, contrario a la intromisión del ejército en la vida política, y un firme partidario de ejercer el poder con el control del parlamento (de él es la frase “yo, para gobernar, sólo necesito luz y taquígrafos”; que es en nuestros días paradigma de la transparencia política), convendrá conocer lo que históricamente fue el maurismo.
Nació el maurismo del agravio que Alfonso XIII produjo a don Antonio Maura cuando, en octubre de 1913, encargó la formación de gobierno a Eduardo Dato, uno de los dirigentes del partido que presidía entonces Maura (algo así como si Felipe VI encomendara a Cuca Gamarra, en lugar de a Feijóo, someterse a una sesión de investidura). Apartado desde entonces don Antonio de la jefatura del partido, florecía un movimiento regenerador de la política española -el maurismo- que su inspirador no quiso liderar. Engrosarían sus filas los jóvenes del partido conservador y entre sus objetivos se encontraba la incorporación de las clases medias a la política, el fomento de la ciudadanía y la atracción de los católicos intransigentes. Una regeneración que se incorporaba también al instrumento organizativo: la movilidad de los cargos, la amplitud de participación e incluso el intento de descentralización del núcleo de decisiones.
En las primeras elecciones celebradas después del encargo de don Alfonso a Dato, las de 1914, una vez obtenidos 22 diputados mauristas, se produciría la primera división del movimiento: el maurismo parlamentario —más pactista— y el “callejero” —más radical—. Pero debería avanzar el tiempo para que se consolidara la fractura más definitiva en el seno del movimiento, entre el ala que podríamos considerar como “dura” —Goicoechea, Calvo Sotelo…— y la “moderada —Ángel Ossorio o Miguel Maura—, que comenzaría a producirse, según la historiadora María Jesús González, a partir de los sucesos revolucionarios de agosto de 1917, y se manifestaría en la campaña electoral de los mauristas en los comicios de 1918. A partir de entonces esta brecha no haría más que ensancharse: colaborarían con la dictadura del general Primo de Rivera los “duros” —Calvo Sotelo sería ministro del dictador—; y se abrirían a la República, o mantendrían importantes reservas respecto del Directorio militar, los “moderados”.
Llegado en 1931 el nuevo régimen, buena parte del maurismo más radical engrosaría las filas de Renovación Española, un partido que mantuvo relaciones con el falangismo y hasta con el fascismo italiano; pero hubo quien intentó una vía -que como es sabido careció de éxito- para la consolidación de una República de orden, como fue el caso del hijo de don Antonio, Miguel, o de su yerno, José María Semprún —padre del escritor y político Jorge.
La sinécdoque es una figura literaria que consiste en utilizar partes de un mismo objeto o idea para referirse a todo el conjunto. Resulta útil para la poesía o la novela, pero convendremos que no sirve para el análisis ponderado de alguien que pretenda ser respetado en el mundo de la cultura o la docencia.
Tengo mis dudas en cuanto a que el objetivo del Iglesias del siglo XXI sea el de conseguir el respeto de las gentes. Más bien pienso que le interesa provocar el miedo, al igual que otros tantos dirigentes populistas han pretendido —y conseguido—, de acuerdo con el guion que les es común a todos estos movimientos: primero se adquiere el gobierno mediante la persuasión, después se eliminan todos los procedimientos democráticos de control, y, por último, se gobierna por el terror.
Protofascismo, protocomunismo… al cabo, la diferencia no es tan importante.
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