Artículo de Fernando Maura publicado en El Imparcial, el 10 de octubre de 2022
En su libro “1917, el estado catalán y el soviet español”, el historiador Roberto Villa afirma que “la desconfianza hacia el socialismo español subió enteros cuando el PSOE suavizó su exclusivismo «de clase» para colaborar, a partir de 1909, con los republicanos y no con la izquierda constitucional, como sucedía en Suecia, Holanda o Bélgica. Esto significaba que el movimiento daba el paso de ponerse abierta y decididamente contra la Corona. Y aunque, más tarde, esa alianza con los republicanos se debilitó, no lo hizo el fervor antimonárquico del PSOE. Su X Congreso, de 1915, declaró a la monarquía liberal y sus instituciones «incompatibles con el desarrollo de la civilización moderna en España»”.
1909 fue precisamente el año en el que la Semana Trágica acabaría con una de las experiencias más fecundas en la historia de la Restauración, un régimen impulsado por el político malagueño Antonio Cánovas del Castillo y que encontró su eco en el riojano Práxedes Mateo Sagasta. Intelectual escéptico el primero, “pastor” de un rebaño no siempre dispuesto a la disciplina el segundo, pondrían en el llamado Pacto del Pardo (que según parece ni fue tal ni ocurriría en el Pardo) las bases de un sistema de estabilidad política que llevaría a España a un periodo de relativa estabilidad y progreso económico en una política liberal similar a la de otras monarquías de su entorno, al menos hasta septiembre de 1923 con el golpe de estado del Directorio militar encabezado por el general Primo de Rivera.
Bien es cierto que la Restauración canovista no tuvo las cosas fáciles; 1898 se cerró con la pérdida de nuestras últimas colonias, el anarquismo se llevaría por delante a cuatro presidentes del Consejo de Ministros y a punto estuvo de asesinar a los Reyes en el día de su boda, el socialismo optaría significativamente por la revolución en el año 1917 y la tentación africanista de determinados sectores del ejército con el mismo Alfonso XIII a la cabeza depararía un conjunto de errores que concluirían con el desastre de Annual de 1921.
Cuando Pablo Iglesias Posse (el fundador del PSOE) amenazó públicamente a don Antonio Maura en el año 1910 -amenaza a la que seguiría un inmediato atentado-, estaba en realidad construyendo desde el anti-maurismo una coalición republicano-socialista que sustituiría el régimen monárquico por el republicano, paso intermedio para la proclamación de la revolución socialista, como su fiel seguidor Largo Caballero intentaría años después con la Segunda República.
Esa vía revolucionaria emprendida por el PSOE fue la que acabó con la Segunda República, al contrario de lo que algunos nostálgicos del régimen de 1931 piensan. Al menos imposibilitó una República ordenada, en la que se reconocieran la mayoría de los españoles, que facilitara el tránsito del poder entre la derecha y la izquierda y pudiera encontrar solución a los problemas pendientes de España.
Hoy en día, el anti-monarquismo de la izquierda española -y en ella buena parte del PSOE- remite a una causa revolucionaria más difusa, aunque seguramente bastante peligrosa. La relegación de la Corona al desván de los objetos inservibles, no sólo por mor de la ausencia de competencias concretas que la Constitución le adjudica, sino también debido a la tentación cesarista de algunos políticos que temen la irrupción de un pretendido “outsider” en el escenario institucional, supone la sustitución de la jefatura del Estado por un magma de personajes que representan a instituciones apenas coordinadas entre sí.
Se viene en este sentido haciendo habitual el uso de la expresión “presidente de España” para designar un cargo de los que nuestra democracia contiene. Y se da el caso de que, además de una compañía de seguros, España es un país, un reino, que dispone de instituciones diferentes. No sería Sánchez “presidente de España” sino presidente del Gobierno de España, por lo mismo que Merichel Batet tampoco lo es sino del Congreso o el presidente del Consejo General del Poder Judicial de este organismo.
Tampoco el Rey es presidente de España, sino Rey, que me atrevo a decir que es asunto de mucha mayor relevancia. Los presidentes son pasajeros y por lo general proceden de un partido -esto es, de una parte-, por lo que tienden a representar y apoyar al sector de la sociedad al que se encuentran adscritos.
El afán por arrinconar al Rey no sólo deja desvestido y deshilachado el sistema institucional español, es también un error. En el complejo mundo que estamos atravesando en este siglo XXI, en el que se combinan de forma no necesariamente positiva la Inteligencia Artificial y las guerras del siglo XIX -como lo es la de Ucrania-, la globalización y el estado nación, la preocupación por la ecología y la destrucción imparable del medio ambiente… no existen instituciones ni personas inservibles, más allá de los que se creen a sí mismos insustituibles.
El anti-monarquismo de las izquierdas no conseguirá sin embargo la revolución, porque seguramente la revolución es asunto de otros tiempos, pero es posible que produzca un vaciamiento institucional que dañe seriamente los elementos nacionales de cohesión (la lengua, el territorio, la organización del estado, la política exterior…)
En eso andan algunos. Y ese paisaje de la nueva España sin Rey -o con un rey amortizado e inerte- no será el de la revolución socialista o comunista, pero sí el de la confusión, el desgobierno y la acracia.
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