Columna publicada originalmente en El Imparcial, el martes 9 de febrero de 2021
Vivimos en tiempos en los que unas imágenes de televisión —o de un vídeo reproducido por las redes sociales— bastan por sí solas para construir un argumento dotado de suficiente relevancia. La reunión entre el Alto Representante de la UE, Borrell, con el Ministro de Exteriores ruso, Lavrov, es expresiva de las dos crisis que resume el título de este comentario: la española y la europea.Al evocar Lavrov el caso de los políticos catalanes presos en presencia del catalán Borrell, el primer responsable de la diplomacia rusa no sólo pretendía defender a su régimen de su brutal agresión contra el opositor Navalni y sus seguidores, también señalaba la presencia de la soga de un Estado desestructurado y en vías de desmembramiento en presencia de un hombre que puso negro sobre blanco las falacias mantenidas por los destructores del sistema y que, muy poco después, se disponía a cabalgar sobre dos caballos, extenuado uno e incapaz de salir del establo el otro, de las políticas exteriores española y europea.
Sabíamos desde antiguo de la crisis española. El independentismo catalán había puesto en evidencia internacional las deficiencias en mantener el relato de un país capaz de transitar pacíficamente de la dictadura a la democracia, emitiendo el mensaje equivocado de un sistema político que castigaba a la disidencia, golpeaba a quienes pensaban de otro modo e impedía un proceso democrático. Es verdad que ningún Estado reconocía ese espectro alumbrado por los separatistas en octubre de 2017, pero lo es también que la imagen exterior de la España que décadas antes había conquistado sus libertades quedaba arrasada por las imágenes de los telediarios de todo el mundo.
La historia de este fracaso viene de lejos. Los sucesivos gobiernos alimentaron a la bestia y no supieron reducirla cuando ésta se dedicaba a devorar a sus enemigos. Porque la debilidad de España viene referida al talón de Aquiles de una realidad territorial desestructurada por la ausencia -como principal razón- de consenso básico y voluntad política en los partidos nacionales para poner orden en este entuerto y el saqueo a la cosa común perpetrado por unos y otros, en tanto que la gallina de los huevos de oro -el éxito de nuestra transición- iba extinguiéndose de manera progresiva.
Dice el refrán que «a perro flaco todas son pulgas». Y los parásitos vienen acosando al organismo nacional de forma incesante. Muy poco antes de concluir su mandato, Donald Trump «reconocía» la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, abriendo el melón de la reclamación del reino alauita para que España haga lo propio, en contra de las resoluciones de la ONU y de las obligaciones de nuestro país para con ese territorio y sus gentes. La patata caliente para Biden en el Sáhara es ya un tubérculo hirviendo en la olla a presión de un gobierno que son dos, que no ha pactado un programa internacional común y que establece sus políticas en función de la titularidad ideológica de los responsables de los diversos ministerios.
No se ha sido capaz tampoco de establecer acuerdos entre los dos grandes partidos respecto de un contencioso que tiene un recorrido de más de 200 años de historia, como es el de Gibraltar. Cada gobierno tenía —como los maestrillos su librillo— una política, diferente y hasta opuesta, respecto del Peñón; y ahora, cuando teníamos la oportunidad histórica de resolver el asunto a nuestro favor, se ha decidido ofrecer todas las ventajas a los llanitos sin pedir nada sustancial a cambio, y entregar a las instituciones europeas la definición final del acuerdo.
Una España incapaz de reclamar la pervivencia de su espacio común de entendimiento —no otra cosa es la Constitución de 1978—, que cuenta con sus oportunidades de reforma, pero también con sus límites, prefiere abdicar de su tarea constructiva disolviendo sus insuficiencias en Europa. Actuación que quizás les sirva a países como Bélgica, situada en el centro del continente y anfitriona de sus órganos y funcionarios; pero no le sirve a España, cuya ubicación en el sur de Europa, vecina del Magreb africano y unida en la historia, la cultura y la economía a la región latinoamericana.
Transferir, además, nuestras incapacidades a esta Europa en crisis sanitaria, de vacunación, de reflejos... una Europa, cuyo «soft power» es cada vez menos «power» y más «soft», supone abandonar un puerto inseguro para adentrarse en una mar que ya anuncia la tempestad: un error que no tiene precedentes.
Europa se parece bastante a eso que en otros países europeos se denomina «la posada española», a la que cada uno aporta lo que va a consumir. En otras palabras, la suma de las identidades, de las aspiraciones, de las realidades y de las necesidades de los ciudadanos de los países miembros. Una dilución de España en ese proyecto, que no comience por aportar nuestra especificidad al mismo, equivale a un suicidio.
Europa se parece bastante a eso que en otros países europeos se denomina «la posada española», a la que cada uno aporta lo que va a consumir. En otras palabras, la suma de las identidades, de las aspiraciones, de las realidades y de las necesidades de los ciudadanos de los países miembros. Una dilución de España en ese proyecto, que no comience por aportar nuestra especificidad al mismo, equivale a un suicidio.
Por eso la imagen de Borrell es algo más que una bofetada de Lavrov a Europa —además de que lo es—. Se trata de que ha puesto en evidencia una pésima política que por nuestro bien deberíamos aprestarnos a rectificar.
Claro que, entre fallecidos por el Covid, contagios y saturaciones de las UCI, los ERTE, las vacunas que no llegan o no tienen probada su eficacia, la hostelería y el comercio cerrados y hundidos, el paro creciendo y el ánimo por los suelos... habrá quien piense que sería mejor exigir que funcionen las cosas básicas. Y le daría la razón, a condición de que admita que construir un país sólido y fuerte, y al que se respete en Europa y en el mundo, es el necesario punto de partida de todo lo demás.
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