lunes, 22 de febrero de 2021

El centro-derecha después de las elecciones catalanas

Columna publicada originalmente en El Imparcial el domingo 21 de febrero de 2021

(Foto de La Voz de Galicia)

Una de las constataciones, por desgracia recurrentes, en la política española es la dificultad de asumir responsabilidades por los resultados electorales adversos, no importa lo malos que éstos hayan sido. Tiene algún interés además advertir que, en especial en los partidos situados en el ámbito del centro-derecha, se acostumbra a poner como ejemplo de buenas prácticas a las empresas privadas; pero parece más bien que se trata sólo de un ejercicio teórico: cuando una compañía pierde dinero y cuota de mercado, los accionistas relevan a los responsables; sin embargo, si un partido reduce sus votos y sus escaños no hay quien mueva a sus dirigentes.

A pesar de esta primera afirmación, no quiero unirme al corifeo de manifestantes enfadados que emergen habitualmente de los procesos electorales fallidos, como las setas después de una lluvia copiosa, y que reclaman las cabezas de los miembros del aparato orgánico en los extremos de salvíficas picas de exigencia democrática. El mundo interno de los partidos, los conciliábulos y las maniobras resultan por lo general más extenuantes para quienes las acometen que para los que son objeto de sus asaltos, y además no resulta fácil que consigan sus objetivos; además, por mucho que sus pretensiones resulten loables, su único resultado es debilitar la organización en la que se producen. Es un trabajo de imposible demolición que no conduce sino a la melancolía.

Queda entonces el recurso de analizar la estrategia a seguir. El desenlace de las elecciones catalanas arroja la evidencia de un centro-derecha bastante más débil del que existía en 2017. La suma de Cs y del PP fue entonces de 40 escaños; en estos momentos, Vox, Cs y PP, suman 20. El retroceso ha llegado precisamente hasta la mitad de la representación parlamentaria que tenían hace cuatro años, y ha sido explicado con una variada serie de argumentos: que la abstención -un 25% más alta- ha perjudicado al constitucionalismo, que se ha producido una fuga de votos hacia el PSC... y, como causas que han contribuido a la desmovilización electoral, la presunta huida de Arrimadas del Parlament, o las desafortunadas declaraciones de Casado criticando al gobierno Rajoy por su respuesta al proceso independentista.

Y ya que no se pretende asumir responsabilidades, a manera de cortafuego, se emite el argumento de que estos resultados no se trasladarán al resto de España, donde la estructura -principalmente- del PP es muy potente. A esa reflexión se une que este partido anuncia el abandono de su sede de Génova. No conocen seguramente quienes han recomendado esta medida al joven líder popular la reflexión de Lawrence Durrell en su “Cuarteto de Alejandría”, según la cual el solo hecho de cambiar de ciudad no proporciona la felicidad, salvo que hayamos zanjado nuestras cuentas pendientes con la población anterior.

Algunas voces apuntan entonces como solución a esta crisis a la refundación del PP, que integraría a Cs y a Vox en el mismo proyecto político, al igual que haría Aznar a finales de los años 80 del pasado siglo con los democristianos del PDP y los liberales del PL, dos partidos que habían vivido hasta entonces acogidos a la generosidad de la formación presidida por Fraga. Se decía entonces, y no sin alguna razón, que AP ponía los votos y PDP y PL los cargos.

Además de ésta, que no es una diferencia menor, existe otra que tiene su importancia. Y es que Vox es un partido en crecimiento electoral, como consecuencia de los errores del PP y de Cs, y su voluntad de integración en un proyecto político presidido por un líder errático y cuyas convicciones se parecen a veces a las de los hermanos Marx, no se presenta precisamente como irresistible. La contaminación ideológica del partido de Abascal respecto de los movimientos populistas del otro lado del Atlántico y de la vieja Europa constituye sin duda una dificultad de no menor entidad.

Es diferente el caso de Ciudadanos. El golpe de gracia de estas elecciones se suma de manera necesaria al ya sufrido por esta organización en las generales de 2019, que tienen su antecedente en la decisión de Rivera de negarse a ofertar a Sánchez un pacto de gobierno en junio de ese mismo año, cuando cuatro miembros de su ejecutiva se lo propusimos. Los esfuerzos de este partido a lo largo de la crisis sanitaria han devenido en apoyo a un gobierno que, si por algo se ha caracterizado, ha sido por la más que deficiente gestión de la pandemia y la violencia sobre las libertades cívicas, concluyendo con la constitucionalmente extralimitada aceptación del último estado de alarma, carente de control parlamentario.

Hoy ya el partido presidido por Arrimadas se encuentra en fase abierta de consunción, como fuera el caso de su antecedente en el campo del liberalismo progresista, UPyD. Pero a diferencia del partido del que fuera portavoz Rosa Díez, Cs carece de relevo en el espacio de un centro político que se afirma en los valores del liberalismo progresista. Por otra parte, en momentos de crisis como ésta -sanitaria, económica y a la postre política- el terreno de juego está, por definición, abierto. Las prisas por colgar el cartel de “cerrado por defunción” no son buenas en los tiempos que corren.

En lugar de una absorción, el PP debiera ofrecer un pacto electoral inequívocamente democrático para las próximas elecciones. Un pacto abierto a las otras dos formaciones políticas y que contenga -además de una promesa de buena gestión- una agenda de reformas en conexión con los fondos de recuperación europeos y que profundice en el ámbito de los derechos civiles, el pacto educativo, la reforma de la administración, la lucha contra la corrupción y la modernización de la economía. Un pacto que tenga por objetivo conectarnos más con la comunidad que se expresa en español y nos permita recuperar nuestro prestigio en el mundo.

Para Ciudadanos la refundación equivale a la muerte. Y habrá que decir que ha costado mucho trabajo poner en marcha un proyecto liberal en España y abandonarlo definitivamente, sólo para que algunos continúen apegados a sus sillones.

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