martes, 18 de enero de 2022

De sociedades enfermas y de bucles melancólicos

 Artículo publicado originalmente en El Imparcial, el lunes 17 de enero de 2021


Canet de Mar es un municipio situado en la comarca del Maresme. En los últimos años, su población ha crecido considerablemente con la expansión inmobiliaria más allá de los límites del Área Metropolitana de Barcelona, doblando su población en poco más de 10 años, alcanzando en 2018 los 14.583 habitantes. La industria dominante, por su carácter costero, es el turismo, junto con la explotación agrícola (la floricultura y el cultivo de fresones), además de la industria textil.

Eso es lo que puede usted mismo encontrar acerca de esta población catalana si pretende obtener datos de la misma a través de wikipedia. De lo que no le informará este localizador es de que Canet de Mar alberga a familias afectadas por una enfermedad cuyo tratamiento no es posible con vacunas, fármacos o intervenciones quirúrgicas, porque esa dolencia se sitúa en el ámbito social, el de las sociedades que han decidido desvincularse de sus principios éticos y entregarse a los arrumacos del secesionismo y su -se diría que necesario- hostigamiento hacia quienes no piensan como ellos.

Pero las familias catalanoparlantes que acosan a un niño y a sus padres por el solo hecho de atreverse a reclamar de un colegio sus derechos constitucionales, debidamente refrendados por los tribunales, no son sino una mínima muestra de en lo que se ha convertido buena parte de la sociedad catalana, una colectividad que, cuando no aplaude hasta auto-infligirse grave daño en los metacarpos, practica el que les parece sabio y prudente movimiento de cabeza consistente en disponerse a mirar hacia otro lado.

Uno sabe de sociedades enfermas porque las ha vivido y padecido. Conoce de vecinos que te evitan en los portales de tu vivienda o de “amigos” que no se detienen a hablarte en las calles o de quienes se hartaron de explicar los crímenes terroristas con la vergonzante justificación del “algo habrá hecho”. Y es que tu militancia pública en un partido constitucionalista les resulta sin duda incómoda: revela la existencia de una anormalidad democrática que ellos no están siquiera dispuestos a advertir.

Las sociedades enfermas son peligrosas. Sufren un trastorno mental consistente en el vaciamiento ético y la amnesia de sus obligaciones ciudadanas, pero no son conscientes de ese desvarío, y por consiguiente se ven a sí mismas como colectividades sabias y juiciosas en la prudencia de no condenar el mal que se presenta ante sus ojos y en sumarse de manera atropellada a quienes les instigan a evitar la reprobación, sobre la base de un yo colectivo, pretendidamente agraviado, en el que diluir sus responsabilidades individuales que, fundidas en el grupo, abdican de actuar conforme a valores y principios.

De esa manera a ellos pertenecería la razón, somos los demás quienes, llevados por la insensatez o la notoriedad, perturbamos el orden establecido… Es una paradoja más en un mundo repleto de ellas, un escenario que se diría digno del mejor teatro del absurdo, si el absurdo no fuera una realidad.

Y si algún día concluyera la amenaza que se cernía sobre la cabeza de todos, vale decir, el final del terrorismo, no podremos esperar siquiera la silenciosa admiración de quienes se alistaron en los ejércitos insolidarios de la negación de ese mismo peligro y, menos aún, la expresión del restablecimiento de la normalidad a través de la recepción de sus votos. No nos es permisible aguardar la rectificación de su conducta. El nacionalismo vasco que sólo supo aprovecharse de las acciones criminales -“el árbol y las nueces” de Arzallus- se beneficiaría también de su desaparición. Al cabo, se trata de una sociedad ensimismada en su autocomplacencia la que les sustenta.

Ya sólo nos queda transitar hacia el “bucle melancólico” del que hablaba Jon Juaristi, reivindicar el sufrimiento de las víctimas frente a la arrogancia de ayer, ahora y siempre, de los victimarios; una espiral de pesadumbre que el autor bilbaino aplicaba a los nacionalistas, pero que hoy deberemos por fuerza endosar a los que no lo somos.

Las banderas del constitucionalismo, en las sociedades enfermas, infectadas por el terrorismo o el nacionalismo excluyente de todos los demás, deberían abandonar la esperanza de obtener réditos del pasado para establecer las victorias electorales del futuro. La desmemoria es una característica de los grupos sociales, seguramente de todas las colectividades e, incluso, de casi todos los individuos, hoy en día. Y sin olvidar a víctimas ni a personas acosadas por el nacionalismo, erigir alternativas abiertas e integradoras, que constituyen antítesis de los separatismos. Salir del “bucle” y trabajar por un mundo en el que la voz “nosotros” no equivalga a un “no a otros”, y en el que el vecino no se pueda considerar extranjero -extraño- sólo porque quiera expresarse en español en ese pueblo de España que es Canet de Mar… o en Zarauz.

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