Artículo original publicado en El Imparcial, el domingo 2 de enero de 2022
El Congreso de Viena, convocado en 1814 con el objetivo de restablecer las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte, no se realizó a través del clásico método consistente en la celebración de sesiones plenarias, sino por el sistema de conferencias bilaterales entre los diplomáticos interesados en las cuestiones específicas que se ventilaban en esta Asamblea. Sólo en su conclusión se redactó un acta general, que ni siquiera fue suscrita por todas las delegaciones. De hecho, la actividad diplomática del Congreso pocas veces aconteció en grandes reuniones de trabajo; se desarrolló principalmente en cenas, banquetes, o bailes de gala, donde los diplomáticos podían reunirse de modo informal y a continuación concertar reuniones en pequeños grupos para llegar a acuerdos o defender un interés concreto, el cual posteriormente se plasmaba en pactos con otros interesados. De ahí que la opinión pública europea dijera irónicamente que «el Congreso baila, pero no marcha».
Algo parecido podría decirse de nuestro actual Congreso de los Diputados, que se divierte por lo que parece, pero que apenas sí ofrece el servicio exigido por la Constitución y la ciudadanía. El exceso de simulación con que nos viene entreteniendo no se corresponde con las funciones legislativas y de control que establece la Carta Magna, superando en su carácter de tragicomedia seguramente a la farsa de las funciones que se pueden seguir en los teatros que menudean por los alrededores de la Carrera de San Jerónimo.
Baste como botón para la muestra de la teatralización incurrido por nuestras instituciones representativas, la petición de comparecencia solicitada por el grupo parlamentario de Compromís, y aceptada por la Cámara Alta, a la ex vedette, Bárbara Rey por un asunto relativo a unos pagos con cargo a los fondos reservados. No parece que la supuesta investigación de la correcta o fraudulenta aplicación de esos fondos pueda armonizarse con el control que de ellos se hace por la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados, de acuerdo con la normativa directamente aplicable a este asunto. Que el Senado le haga la competencia al Congreso en una especie de olimpiada del desatino, y en la que la publicidad de aquél sustituya a la lógica discreción de éste, sólo añade despropósito al circo ambulante que determinados grupos parlamentarios nos vienen deparando.
Una comisión de investigación parlamentaria, si no pretende convertirse en un espectáculo de feria, como se diría que es el caso, debe dirimir responsabilidades políticas en el supuesto de que las hubiera, y no es conveniente que coincida, ni menos pretenda sustituir, al ejercicio de la acción de los tribunales de justicia. Añadamos a estas consideraciones que, por lo general, las responsabilidades políticas se ventilan de manera directa por los ciudadanos en los diferentes procesos electorales, de modo que constituiría un asunto redundante el de investigar supuestos que ya han quedado resueltos por el voto popular.
Tendría entonces escaso recorrido el de las comisiones parlamentarias de investigación. Carece de significación, además, porque no se pretende con ellas obtener conclusión alguna. Los textos sometidos por los grupos parlamentarios no son por definición consensuados y se corresponden las más de las veces con las mayorías que apoyan a los gobiernos de turno. Excusado es pretender que quienes resulten condenados a través de esas resoluciones concedan alguna importancia a lo acordado en ellas.
Queda entonces sólo el espectáculo. Un «reality show» trasladado desde las pantallas de televisión a una sala del Congreso o del Senado, para que nos sea posible observar en los telediarios —de la televisión, por supuesto— la vacilante —o decidida— marcha del compareciente hacia el habitáculo parlamentario en el que tendrá lugar la comparecencia. En ella, el sospechoso ha sido condenado previamente por unos o absuelto por otros antes de formular opinión personal alguna. Sólo faltaría añadir una máquina de la verdad al final de la escenificación para que el público sepa si existe sinceridad u ocultación en lo declarado.
Que las comisiones de investigación sólo alimenten al circo con piezas como los animales nunca vistos, el hombre —o la mujer— bomba o el triple salto mortal, tiene al parecer poca importancia en los tiempos que corren. Pero podría ser que sirvan como válvula de escape para los espectadores angustiados por el impacto de los contagios Covid en la sexta fase Ómicron; para los hosteleros que tal vez tengan que cerrar definitivamente sus negocios; o para los perceptores con derecho al ingreso mínimo vital a los que está ayuda no llega ni llegará; o para los damnificados por el volcán de la Palma, quienes sólo obtendrán sus subvenciones, muchas veces comprometidas, cuando hayan resuelto por sí mismos sus carencias.
Entretanto ninguno —o muy escasos— de los representantes institucionales ocuparán su tiempo en reducir el precio de la factura eléctrica, de aligerar las trabas para crear empresas y contratar personal —otro de los anunciados déficits de la actual reforma laboral— o de que los fondos de recuperación europeos lleguen a sus destinatarios. Más interesante será observar a Bárbara Rey, su aspecto y arreglo indumentario desde luego incluidos, a las puertas de la sala donde ofrecerá su particular visión de los hechos, cualesquiera que sean éstos. Como en Viena en 1814, nuestros parlamentarios bailan pero no marchan… se supone que es más divertido brincar que funcionar.
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