Ni los más antiguos del lugar, avezados contendientes en batallas políticas de todos los tiempos desde que este país iniciara su lento y tortuoso camino democrático, habían presenciado semejante linchamiento. La víctima, un bregado profesor, escritor de muchos y buenos textos jurídicos e históricos, que soportaba a veces entristecido, las más estupefacto o indignado cómo una jauría rabiosa le lanzaba «dentelladas secas y calientes» —que decía Miguel Hernández— sin descanso durante más de 6 horas, en un acto al que habían puesto por infeliz título «Debate sobre la situación política».
No sólo no resultaría justo, porque el profesor no dispusiera de las mismas oportunidades que sus eyectantes. Y es que el cátedro jamás había pasado en su vida por semejante trago. Acostumbrado a lidiar con alumnos más o menos brillantes o difusos, con compañeros de universidad o con ilustres representantes de la cosa pública europea, no pensaba que la alevosía humana pudiera alcanzar cotas tan bajas como las que le esperaban en aquel hotel madrileño, que devenía en una suerte de tortura psicológica durante las 7 horas que duraba su encierro.
No, no era justo, porque si la objeción principal de sus contradictores lo eran las formas empleadas por el profesor —escribir un artículo y no defender sus tesis en el cónclave partidario al uso—, serían precisamente las formas de estos últimos las que sobrepasaron con desmedida amplitud lo que es exigible en los debates políticos: el respeto al adversario, la contradicción dialéctica y —cuando menos— la no utilización de la descalificación ad hominem.
No se sabe muy bien si es que disponían de argumentos respecto de la materia que en apariencia había suscitado el encuentro, porque no argumentaron, sólo insultaron. Y el profesor, en una de esas épicas personales enfrentadas a las mezquindades humanas de que la historia reservará en adelante sin lugar a dudas un espacio, aguantaría con estoicismo el lance, devolvería el golpe con corrección y se sumaría al voto de los congregados ante la sorpresa de quienes sólo pretendían con el presunto debate y el documento preparado al efecto ofrecer un quiebro y con él provocar su confusión.
Estuvo bastante aislado, el profesor. No totalmente, desde luego, aunque hubo quien pretendiera su más absoluta soledad al objeto seguramente de perpetrar así con mayor seguridad el linchamiento. Fueron pocos quienes salieron en su ayuda, unos cuantos los que participaron en la vileza y algunos más los que asistían entre desconcertados e impresionados al espectáculo.
Es muy triste que los más de entre los que componían el grupo de lapidantes lo hacían para ganar mérito para mejor conseguir sus aspiraciones futuras. Sabedores quizás que los escaños no se obtienen por la competencia sino por el servilismo a las aspiraciones de sus jefes, administrarían su saña en idéntica proporción a sus ambiciones más próximas. Es muy triste, sí, pero pertenece a la condición humana, desde luego.
Pero se equivocarían de frenada. «Es peor que un crimen, es un error», debió decir Fouché al conocer el asesinato del duque de Enghien. Y esa frase podría ser repetida también en este caso. Sólo con una mano tendida y un documento aprobado, la cuestión quedaría dirimida y el asunto enterrado para los meses venideros. Pero no lo han hecho así, prefirieron el error y el linchamiento y conseguirán, a cambio, abonarse al suplicio de la gota china de su rival político reclamando conversaciones improbables, negociaciones imposibles y acuerdos que nunca quisieron quienes convocaron el cónclave y redactaron el documento y que precisamente por eso no se producirán.
¡Malos tiempos para la regeneración democrática cuando quienes promueven la nuevapolítica han utilizado los más arteros procedimientos de la vieja!
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