Artículo publicado originalmente en Expansión el 23.12.2014
El reciente anuncio de apertura de relaciones diplomáticas entre EEUU y Cuba ha sido ampliamente celebrado por el Gobierno español y la clase empresarial concernida por sus posibilidades de negocio en la isla. Sin embargo, la disidencia cubana ha manifestado sus reticencias en cuanto a que esa decisión pueda suponerles una vida cívica más cómoda, menos aún a que el régimen de partido y pensamiento único vigentes en la antigua colonia hispana se vean modificados en un futuro más o menos próximo. No en vano, el presidente Raúl Castro ya ha anunciado que la revolución seguirá como hasta ahora. Es decir, irreductible a los cambios políticos.
Es el claro designio de los tiempos modernos: en la política internacional no hay ya valores por los que luchar, sino intereses que defender. Es la política pragmática instaurada por el ministro Margallo y su Marca España, que pretende basar toda nuestra acción diplomática en la venta de nuestros productos y servicios en el exterior, convirtiéndonos en una especie de España S.A. a la que no importa el respeto a los derechos humanos. Tampoco recuerda a la política del anterior presidente del Gobierno de su partido, José María Aznar, que ligaba las ayudas de la Unión Europea a Cuba a una evolución positiva de su régimen respecto de las libertades civiles, en lo que venía a denominarse posición común.
Ya se sabe que la política exterior estadounidense no es excesivamente eficaz cuando pretende modificar la situación interior de los países en los que interviene, dicho sea en términos de avance de la democracia y las libertades. El caso de Vietnam resulta en este sentido paradigmático. Pero tampoco es que puedan sentirse satisfechos con lo que más recientemente dejaron en Irak, con un Gobierno sectario como el de Al Maliki, que entre otras cosas no ha sido en modo alguno ajeno a la creación del peligroso fenómeno conocido como Estado Islámico.
No lo es. Pero tampoco puede verse en la iniciativa del presidente Obama algo más que la ya vieja idea acuñada por uno de sus predecesores, el presidente Monroe, que decía eso de «América para los americanos». O, dicho con otras palabras, practiquemos una especie de neocolonialismo, en el que desaparecida la metrópoli española, enfangada como habitualmente en nuestras querellas internas, sea EEUU quien haga de Cuba su nuevo patio trasero, plagado de casinos, playas para achicharrarse y chicas guapas para el disfrute de los turistas. Y todo eso con un partido único que siga proclamando a los cuatro vientos de su país que no cambiará su régimen. En resumen, los Castro devenidos en Batistas, pero con fraseología comunista. ¿Veremos a los dirigentes de la revolución cubana emergiendo muy pronto como los nuevos millonarios del sistema, corruptos y corrompedores, como han hecho en China en los últimos años sus camaradas del homónimo Partido Comunista?
El ejemplo chino
Esa podría resultar la clave de todo: sigamos el ejemplo chino. El capitalismo bajo la bandera del socialismo revolucionario. Pero claro, Cuba no es China, y carece de masa critica suficiente para crear un sistema de esas características. Y se ve muy bien en la historia de su revolución. Nació y fue apoyada por los soviéticos; cayó el muro de Berlín y se deshizo la URSS, y encontró el petróleo venezolano como garantía de su continuidad… Ahora que el crudo de sus, por ahora, actuales aliados se cotiza a un tercio de su precio anterior, podría retornar el gringo de sus orígenes de una vana independencia. Porque la clave es siempre la misma: el poder y el dinero que éste lleva de la mano. Dejemos a los hijos de la revolución un futuro de control político y económico como nunca antes lo hubieran esperado.
La oposición cubana debería aprender de sus errores pasados y convertir sus disidencias en una sola voz. El cambio en la isla podría ir a peor, en lo que respecta a la esperanza de la recuperación de las libertades democráticas y derechos civiles. Sin democracia, pero con algún ligero bálsamo de crecimiento económico que alivie ese milagro cubano que consiste en llegar alimentado y con un techo al final del día. Porque no está escrito que la democracia sea productora de alimento o vivienda. Aunque los votos sirvan para elegir a quienes lo hagan posible. En ocasiones, claro.
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