Columna publicada en Expansión, el día 2 de marzo de 2015.
Aunque se diría que Túnez ha resuelto definitivamente sus problemas y se encamina con seguridad hacia la normalidad política democrática, aún le queda algún camino por recorrer. Como consecuencia del largo proceso revolucionario –primero– y de reformas –después–, el país magrebí se encuentra atrapado en una profunda crisis económica. Hay que reconstruir la confianza en el sector privado y la inversión pública, de modo que el crecimiento de su PIB se sitúe en el 5-6% que necesita.
El ejército ha tenido un papel esencial en el mantenimiento del orden en el país, no interviniendo en las manifestaciones públicas. Y de manera paradójica, tiene más poder ahora que antes de 2011. La normalidad democrática exigiría que las fuerzas armadas tunecinas dejaran de ejercer cualquier tipo de influencia en el país, alejando toda semejanza con el caso egipcio, tan cercano en la concatenación de los acontecimientos producidos en ambos países.
Una vez más, el caso tunecino nos presenta la necesaria respuesta política a los problemas económicos que el país afronta. Politica y economía van de la mano, lo mismo que exigían en las calles los ciudadanos cuando pedían la caída de Ben Ali: querían más derechos políticos y el avance del bienestar social.
En este sentido, los nuevos actores clave en la presidencia de la República y del gobierno tienen a su disposición instrumentos políticos que deberán utilizar al máximo. Su fracaso conduciría a una nueva crisis y a la reestructuración de su deuda con consecuencias que ahora serían desastrosas. Los nuevos gobernantes no tienen la posibilidad de perder mucho tiempo, la amenaza del regreso de los islamistas no es sólo una posibilidad. Y el mal gobierno, como consecuencia de ese retorno, sería poco menos que antesala del fracaso del único experimento de éxito salido de la llamada “Primavera Árabe”.
El proceso electoral nos indica que ya hay un voto dividido que configuraría la existencia de dos Túnez políticos: las elites del este contra las clases populares en el sur y en el este; de modo que a la diferencia política entre islamistas y laicos se uniría ahora la brecha entre los más instalados y los que peor se lo están pasando.
La mayoritaria abstención de la juventud indica que quienes dirijan el país en el futuro deberán liderarlo más que gestionarlo. Un sistema político que nace no puede prescindir de las nuevas generaciones, si es que pretende tener un futuro.
En todo caso, hay que señalar que a los problemas políticos y económicos habrá que añadir el problema de futuro que señala su factor demográfico: la pirámide de edades está cambiando; la mayoría de la población ha nacido en familias numerosas, pero la tasa de natalidad actual se sitúa en peligrosos niveles europeos.
Pasando ahora al aspecto económico, el sector privado cuenta sólo con un 20% de la inversión total en el país. La mitad de la inversión pública presupuestada no ha podido aplicarse desde 2011. El crecimiento, escaso, se ha producido por el consumo privado, y ha tirado de la importación, no se ha soportado sobre la inversión.
Ambicioso proyecto
Un 40% del presupuesto se emplea en pagar a los funcionarios. La herencia del gobierno islámico tunecino la constituyen miles de empleados públicos no cualificados.
En los próximos tres años, Túnez necesitaría unos 15.000 millones de dólares de ayuda exterior y parece que no existe mala disposición por parte de donantes externos.
Este país del Magreb se ha embarcado en un ambicioso proyecto de futuro. Y muchos tunecinos han regresado a su país para construir un futuro de esperanza. Es necesario que los acompañemos desde Europa, para hacer posible una democracia integral en nuestras mismas fronteras.
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