Publicado originalmente en El Mundo Financiero, del día 21 de marzo de 2015
En «Before the Storm», Rick Perlstein afirma que «la mejor medida del éxito electoral de un político consistía no en sí conseguía acertar con los deseos populares, sino en si era capaz de evitar los temores que estos sufrían». Este que estamos atravesando es el siglo de la incertidumbre: no sabemos si, a nuestra jubilación, habrá una seguridad social que nos pague una pensión digna para vivir; desconocemos si el sistema de salud podrá atendernos con un servicio de calidad; debemos señalar también nuestra ignorancia acerca de si los jóvenes encontrarán un puesto de trabajo y otros tantos motivos por los que sentimos que las certezas nos abandonan. Y a escala internacional los temores se acrecientan, de modo potencialmente infinito: no sabemos si la Unión Europea podrá aguantar unida sus desafíos internos(moneda única, políticas de convergencia económica y fiscal, inversiones creadoras de puestos de trabajo, política de inmigración…); desconocemos también si los conflictos que nos afectan en la vecindad europea —Ucrania, el Magreb— o el África Subsahariana, harán peligrar nuestra seguridad y, con ella, nuestro propio proyecto de libertad y paz, Ahí están —sólo como ejemplos— los desastres de Libia y de Siria, el desafío del Estado Islámico, la amenaza de Boko Haram…
Y los temores conducen también a enardecer algunos de nuestros peores instintos. El de la venganza es uno de ellos.Estas circunstancias no resueltas se vuelven en contra de los políticos que han gestionado mal nuestros asuntos.Espoleados por la nueva demagogia populista —¿nueva?—, se diría que la única solución a los problemas fuera la expulsión pura y dura del sistema de esos viejos partidos y de todos sus componentes, sin atender a que también entre ellos existen personas justas que han actuado correctamente. Una demagogia populista que, por cierto, no es capaz de mirarse en el espejo y observar que la corrupción no sólo se refiere a la cantidad sino a la disposición a cometerla en cualquier oportunidad.
Frente a ese populismo de revancha debe existir —y ya se apunta en las encuestas— un regeneracionismo integrador. Una posición política que sea capaz de operar desde la credibilidad que le proporciona el no tener las manos manchadas para modificar esos temores en certezas —donde racionalmente sea posible— de soluciones que ya algunos habían escrito pero que nadie hasta ahora ha podido encontrar su oportunidad de ponerlas en práctica.
La emergencia de Ciudadanos en este sentido no puede ser considerada —salvo irresponsabilidad manifiesta— como la mala noticia de los que vienen a quitarnos lo que es nuestro, se apoderan de nuestras ideas y nos expulsan de nuestro espacio político… Esos comportamientos solo significan olvido de lo que ellos mismos decían cuando empezaron su andadura política: que los votos no son de los partidos sino de los ciudadanos, que la cercanía en las ideas es producto de lo mucho que une a unos y a otros y que debería haber producido un acuerdo entre ellos y que, en suma, el espacio político, como la tierra, en las proclamas campesinas del pasado siglo, es para quien se la trabaja.
«No son gente de fiar, no están testados» han dicho de ellos quienes ya no son fiables, porque no ya los tests sino la incapacidad de su gestión, los casos sistémicos de corrupción y su ausencia de acción política ante los retos ante los que nos enfrentamos nos indican que ya no merecen nuestra confianza. También los que así se manifiestan se equivocan.
De modo que, como aquel gobierno que algunos llamaron de penenes que acompañaba a un voluntarioso Adolfo Suárez a tomar las riendas de un estado desorientado, los nuevos llamados a gestionar la cosa pública deberán resolver su carencia de experiencia —como ya lo están haciendo— con la incorporación a su equipo de magníficos profesionales. Porque, en cuanto a ahuyentar los temores que nos asolan, su sola juventud ofrece ya una expectativa de esperanza.
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