jueves, 20 de octubre de 2016

Hans, el fotógrafo y la vida real



Hans -el nombre es figurado- es un fotógrafo de eventos al que conocí en un reciente encuentro político en Bratislava. Me abordó en el momento de la pausa del café y conversamos un rato. El día siguiente, en la cena de clausura en un restaurante desde el que se podían ver las aguas de ese extraordinariamente caudaloso río que es el Danubio, se sentó a mi lado. Cualquiera puede pensar en lo fortuitas y ligeras que son las relaciones que se hacen en las reuniones internacionales. Apenas unos intercambios de información envueltos en una educada cordialidad. Cualquiera lo piensa y no se equivoca además. Pero Hans es un hombre sentimental. Como tantos otros alemanes, que esconden sus más íntimas vivencias en un lenguaje rudo y unas maneras correctas aunque cerradas.

Y Hans desgranaría su historia a lo largo de la cena, en tanto que mis otros compañeros de mesa anudaban otras conversaciones. Hans es el tercero de tres hermanos -uno de ellos vive precisamente en Bilbao-. Está divorciado y tiene dos hijos. "Mi mujer decidió que quería vivir otra vida", me cuenta mientras dirige sus ojos inyectados de amargura hacía el mantel de la mesa. Otra vida... Y él no se lo ha pasado bien después de eso. "Alcohol y chicas guapas. Ahora he dejado todo eso". Y no bebe un sorbo de vino en toda la cena. Ahora toda su vida está destinada al trabajo. Debe pagar la educación de sus hijos y mantener esa "otra vida" de su mujer. Su padre le dijo que la vida real empieza alrededor de los 50. Y yo me asombro al comparar esa afirmación con mi vida a partir de los 47. ¿Es que era menos real que la actual? No lo sé con certeza, pero sí que sé que el ser humano tiene una cierta capacidad de reinventarse a esa edad. Y que yo lo hice. Pero Hans continúa refiriéndome su historia. Su padre le legaría la casa familiar. Pero tenía necesidad de reformas y él no contaba con capital suficiente. Por eso también tiene que trabajar. "Cada euro es importante para mí", asegura. Y declara a continuación que se encuentra bien.

Pero Hans es un corazón solitario que se rompe en pequeños pedacitos cuando se encuentra con alguien que esté dispuesto a compartir ideas y situaciones vividas. Porque ese es quizás el mayor drama de la existencia, la soledad. El doloroso paso de los días empujados el uno por el otro sin que el rosario de sus cuentas parezca tener final. Donde no hay cariño, sino una conversación ocasional; donde los amigos desaparecen, devorados por sus familias y su vida social y profesional. Y tú no sabes adónde ir, ni con quién hablar. Y tengas la tentación de recurrir -como Hans- al alcohol y a las chicas guapas.

Aunque siempre cabe una luz fugaz. El destello de la comprensión, siquiera porque compartimos lo vivido, en latitudes diversas pero en circunstancias que algo se le parecen.

Debo decir que apenas le hice a Hans alguna confidencia, más allá de las inevitables. Esas que me ligaban a su país.

En su canción "Avalanche", decía Leonard Cohen:

"Your pain is no credential here,
it's just the shadow, shadow of my wound"

Pero la dureza de estos versos no evita que piense en que el sufrimiento nunca se puede comparar, cada cual tiene el suyo, y porque es el suyo es el sufrimiento que conoce. Y el problema de Hans es que sigue anudado a su pena. Y aunque se ha desprendido de sus falsos refugios y haga todo el ejercicio que puede para llegar agotado a su casa solitaria y descansar sin que sus pensamientos le devuelvan la realidad, nadie sabe —seguramente que ni siquiera él mismo— si ha conjurado para siempre el peligro.

Entretanto Hans regresará a Berlín a la espera de un nuevo encargo. Con su gesto afable y su mirada triste volverá a recorrer las avenidas de su gran ciudad —cuanto más grande sea y más gente anónima la transite, más poderosa resulta la sensación de abandono— o correrá en la cinta de su gimnasio.

Pero la vida, también para Hans, esa vida real que, según le advertía su padre, empieza alrededor de los 50 está ahí. Y allí está también él, pidiendo a sus fotografiados que esbocemos un gesto simpático. ¿Lo tendrá también para él mismo? A veces sí. ¿Por qué no? ¿O es que la vida real siempre tiene que vivirse desde el desaliento?

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