Artículo publicado originalmente en Diario 16, el viernes 14 de octubre de 2016
Estos días, periódicos e informativos de televisión,
hacen el seguimiento de los diversos casos de corrupción que afectan
principalmente al Partido Popular. La trama Gürtel y las tarjetas Black
se han convertido en expresiones del lenguaje común y algunos de los
principales investigados por la comisión presunta de la larga serie de
delitos que hacen referencia a la utilización de un cargo público para
el enriquecimiento personal (prevaricación, cohecho, tráfico de
influencias…) eran personajes que parecían atesorar una prístina
trayectoria democrática dedicada al servicio de los ciudadanos.
Algunos medios han rastreado en la historia particular
de esos sujetos, contrastando los hechos por los que se les juzga ahora
con sus declaraciones anteriores. El aspecto juvenil que desprendían
entonces, la claridad de sus razonamientos y la rotundidad de sus
afirmaciones no pueden dejar de asombrarme, en especial porque yo mismo
estuve afiliado a ese partido.
Mi militancia en el PP comenzaría con su refundación,
allá por el año 1989, cuando un grupo de liberales bilbainos
aterrizábamos en el proyecto que dirigía Aznar a nivel nacional y Jaime
Mayor Oreja en el País Vasco (yo mismo sería secretario general de la
gestora vasca de aquel partido presidida por el que después fuera
Ministro del Interior).
Algunos de los ahora encausados visitaban con cierta
frecuencia las tierras y los parajes vascos para transmitirnos, al
parecer, la solidaridad de un partido que se enorgullecía – decían – de
nuestro valor. Caían compañeros del PP (y del PSOE, compañeros todos en
esa difícil lucha por la libertad, en contra del terrorismo y de un
nacionalismo que miraba hacia otro lado); se celebraban los funerales;
se convocaban manifestaciones y, con los años, llegaban los aniversarios
en los que, unos y otros, vascos y altos cargos del partido, nos
congregábamos a rendir justo homenaje a su memoria.
Habían despojado el ejercicio de la política de su raíz ética y se convertían así en unos parásitos de la cosa pública en contra de los ciudadanos a quienes decían servir de forma tan grandilocuente como artera.
Eran aquellos años de plomo los años en los que
florecían algunas de estas tramas. Cuando los nombres que hoy son
conocidos en el comentario general recibían las comisiones que viajaban
en sobres y que engordaban contabilidades paralelas y engrosaban las
particulares cuentas corrientes de muchos de los que nos visitaban
entonces y nos advertían que no estábamos solos, que un gran partido nos
apoyaba en nuestros sueños quebrados por la pesadilla y en los sollozos
callados e íntimos ante la incomprensión general de otros muchos
vascos.
No habría que esperar demasiado para que algunos nos
diéramos cuenta del obsceno espectáculo que se estaba produciendo en
nuestro derredor: que nosotros poníamos los muertos, las familias
destrozadas, la vida malvivida y protegida por escoltas; en tanto que
ellos conseguían los votos que les proporcionaban el poder y la facultad
de enriquecerse con éste; unos votos a los que contribuíamos nosotros
mismos, como homenaje nacional a nuestro valor.
Era ya un proyecto indecente, contaminado por la
impudicia de demasiadas gentes que no habían querido distinguir la
frontera entre el servicio público y el medro personal y el consciente
incumplimiento de la ley. Habían despojado el ejercicio de la política
de su raíz ética y se convertían así en unos parásitos de la cosa
pública en contra de los ciudadanos a quienes decían servir de forma tan
grandilocuente como artera. En eso habían convertido nuestro esfuerzo,
nuestro trabajo, nuestra lucha.
No había más solución que salir de allí. No fuimos
muchos, algunos decidieron volver a la actividad profesional que dejaban
olvidada años atrás, en el País Vasco o en otros lugares de España.
Otros pensamos que la actividad política -escrita con mayúsculas- era
aún posible en otras formaciones que no habían sufrido -quizás por su
novedad- la contaminación de la gangrena que había devorado a los viejos
partidos. Y todavía hoy seguimos creyendo en que es posible la
regeneración democrática en nuestro país.
Pero cuando observo los rostros impávidos de los
dirigentes de ayer, investigados hoy y quizás condenados mañana y los
comparo con mis recuerdos y los años pasados junto a ellos, sólo puedo
decir que algunos cumplimos con nuestro deber y que todo el peso de la
vergüenza y el oprobio moral – además del de la ley, por supuesto –
deberá caer sobre ellos.
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