El reciente nombramiento de Miguel Díaz-Canel como presidente de Cuba, avalado por el 98,77 % de los votos de los parlamentarios del partido único que rige los destinos de la isla, desde la década de los años 50 del pasado siglo ha supuesto la publicación de verdaderos mares de tinta y de comentarios en los medios de comunicación.
La especulación por la que el flamante presidente de la revolución castrista pueda emprender un proceso de transición política hacia un sistema mínimamente respetuoso con los derechos humanos y la libertad de expresión para los ciudadanos cubanos, no ha aguantado ni siquiera el primer round del discurso de aceptación de su nombramiento. Díaz-Canel ha prometido permanecer fiel a la «revolución» y ya ha dado por cierto que el sistema no cambiará.
Es difícil en efecto que se produzca el cambio. Aún la estela de los Castro no ha desaparecido. Raúl, el todopoderoso hermano del fallecido comandante, seguirá en la cúspide del partido comunista hasta el año 2020 al menos y, desde esta, continuará dirigiendo los destinos de su país. Díaz-Canel permanecerá por lo tanto monitorizado por su mentor durante ese tiempo como mínimo.
El nuevo dirigente cubano se confronta con una doble herencia: una novedosa y otra bastante menosSin embargo, el nuevo presidente se confronta con una doble herencia: una novedosa, la otra bastante menos. Miguel Díaz recibe su nombramiento de uno de los padres de la llamada revolución, pero él no forma parte de ese grupo de la primera hornada, esa banda de guerrilleros que se hizo fuerte en Sierra Maestra después de embarcarse en el Gramma, esa pandilla de guerrilleros barbudos que ha construido una pretendida legitimidad a través décadas de represión y de escasez para su pueblo.
La segunda es la herencia de una situación económica que no ha mejorado en absoluto. Un sistema productivo que sigue funcionando a golpe de cartilla de racionamiento, anclada en alguna potencia que ha ejercido sobre los dirigentes cubanos a modo de un flotador que les ayudaba a no hundirse definitivamente en el mar. Un papel que asumió en su día la Unión Soviética y que ha ejercido más recientemente la ahora ahogada en todos los aspectos Venezuela bolivariana.
Díaz-Canel carece de esa legitimidad de origen revolucionario, por lo que deberá ofrecer alguna salida a un sistema sin futuro. La disyuntiva es simple: recuperar la relación con alguna potencia extranjera o abrir el país a una cierta economía de mercado, todo lo más controlada posible por la jerarquía política-militar del establishment del régimen.
Quienes piensan que los nuevos (viejos y conservadores, al cabo) dirigentes cubanos van a producir una transición que conduzca a una apertura real de los mercados con un juego libre para los diversos actores económicos y que este proceso derive en una efectiva apertura política que desemboque en unas elecciones verdaderamente libres y con garantía de participación de todos los partidos creo sinceramente que se engañan. No es eso lo que está detrás de las ideas de los dirigentes de un régimen creado para durar todo el tiempo que les sea posible.
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