Son tres las claves que deberían construir la Europa que necesitamos, como viene afirmando oportunamente José Ignacio Torreblanca; tres las alianzas o las cohesiones que deben ponerse en práctica si lo que pretendemos es crear un espacio europeo que nos proteja y, a la vez, nos permita competir en una economía global, manteniendo el modelo que nos caracteriza, que es el modelo del estado del bienestar. Porque no se trata ahora de arrojar por la borda todo lo que hemos construido los europeos desde la Segunda Guerra Mundial, gracias a un pacto entre las fuerzas de la derecha y la izquierda, un modelo social que tantos admiran fuera de los límites de nuestra UE y tantos otros quisieran abandonar dentro de nuestras fronteras.
Está la solidaridad interterritorial, porque no existe Europa si
no somos capaces de proyectarla más allá se los cortos espacios nacionales, y
-¡atención!-, no parece posible ser solidario a escala europea si no se es
solidario en los niveles nacionales: nadie debería predicar europeísmo cuando
se es incapaz de anudar relaciones estrechas con los ciudadanos que forman
parte de tu propio Estado. Una solidaridad que se fragmenta hoy en los bloques
del Norte y del Sur, de tal manera que se abre un abismo entre quienes acusan a
los otros de despilfarradores y quienes contestan a los primeros que no son
sino los aprovechados de una moneda que les permitió invadir con sus productos
los mercados de toda Europa y que, ahora, cuando las cosas pintan oscuras, solo
quieren recuperar su dinero, sometiendo a los países del sur a unas curas de
caballo (cuando no salen con eso de la nueva bota de Berlín y el eventual retorno del Tercer Reich).
La otra es la solidaridad intergeneracional, porque los proyectos
no podrían resultar flor de un día o de treinta años. Si se pretende que liguen
relaciones de futuro, la moda no puede llevarse por delante lo que debería ser
permanente, lo mismo que -por lo menos para este caso- no debería el video matar a la estrella de la
radio, según la conocida canción. Y es verdad que en
Europa no disponemos de pensiones a escala de UE que permitan visibilizar esta
posibilidad; pero también deberíamos tener en cuenta que los Jean Monnet, De
Gasperi y tantos otros no trabajaron en vano; por no hablar de los Köhl, los
Delors y otros europeistas convencidos.
Y existe también una tercera dimensión en la Europa que queremos:
la social, interclasista. La que apela a la solidaridad entre los privilegiados
y los que no han tenido tanta
suerte en el reparto.
Ninguna de las tres alianzas de la Europa por la que venimos
trabajando se ha conseguido plenamente, pero es lo cierto que la última de
ellas, la construcción solidaria en su componente social es ahora la más
atacada de todas. Y toca además al corazón del proyecto europeo, el que nos
distingue de las economías del despegue hacia un modelo de crecimiento y de
pleno empleo y las economías que ya crecieron siguiendo un modelo en el que
sólo se puede aspirar a una parte de la riqueza, en el caso de que esta se haya
obtenido antes de forma particular.
Y es verdad que ya soportamos muchas de las posiciones de quienes
nos invadieron comercial, política y culturalmente. Adoptamos sus bebidas más
emblemáticas y sus costumbres más arraigadamente establecidas, somos adeptos
por fin a la Coca-Cola y a las fast
foods, nos hemos reconciliado con toda esa pose de nuevos ricos, y su costumbre de derrochar a destajo. Lo hemos hecho todo,
hasta ahora, menos importar su modelo social, un modelo que ahora pretenden
arrebatáramos los nuevos liberales
que al cabo esconden sus vergüenzas neocon debajo del disfraz de las ideologías que promovían lo privado sin
aceptar que lo público dejara de cubrir el abismo que se abría entre los que
ya habían llegado y los que nunca
llegarían, si el esquema de vida -el way
of life- continuaba por siempre igual.
Claro que hay quienes se han aprovechado sin merecerlo, y
continúan haciéndolo, de esa Europa social. Pero evocaré en defensa de mi tesis
la máxima evangélica que dice que no
deberían pagar los justos por los pecadores. No es posible desmontar todo un sistema porque siempre hay quienes
utilicen sus intersticios y sus vacíos para colarse entre ellos.
Europa debería establecer sus prioridades y servirlas, asignar
adecuadamente sus recursos y suprimir lo que sea superfluo. Pero nunca destruir
el espacio de solidaridad que desde mediados del siglo pasado venimos construyendo.
Es verdad que si algo distingue a Europa es la palabra Solidaridad, y Europa no debe olvidar nunca ésa palabra y llevarla a la práctica porque forma parte de su personalidad más profunda de su ser más auténtico que la hace única en el mundo.
ResponderEliminarel european way of life, el estado de bienestar, la seguridad desde la cuna hasta la tumba... aunque puede haber diversas formas de conseguirlo, pero Europa es el único territorio donde esos planteamientos arraigaron de verdad
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