Se acabó finalmente con la duda, este lunes SM el Rey despejaba las incógnitas que durante meses se habían suscitado respecto de la continuidad de su alta magistratura y lo que no era sino una posibilidad alentada por no pocos desde su desafortunada incursión por tierras africanas ha terminado por hacerse realidad.
Tengo para mí que el resultado de las recientes elecciones europeas ha tenido su influencia en la decisión. Especialmente la situación en que queda la izquierda de este país en la foto del 25M es preocupante. La irrupción de Podemos en el panorama político puede producir el efecto de que no sólo IU, sino,también el PSOE acaben haciéndole el seguidismo a ese nuevo proyecto de partido, desnaturalizando así las connotaciones socialdemócratas y moderadas que Felipe González consiguiera que fueran señas de identidad de su partido muchas décadas atrás. El grito de González, «¡Hay que ser socialistas, antes que marxistas!» parece encontrarse hoy en revisión en la izquierda española y con esa revisión aparecerían los viejos fantasmas del pasado y las antiguas propuestas maximalistas que creíamos olvidadas definitivamente, entre ellas, el republicanismo.
No entraré ahora a valorar los diferentes modelos republicanos que existen, aunque es cierto que el debate para variar no está alcanzando la altura necesaria, por supuesto que tampoco deja de resultar cierto que entre los partidarios de la república se trata de una cuestión más emocional que racional, por lo mismo que para los detractores de la forma de gobierno republicana, la monarquía sea una cuestión que apela más a los sentimientos que a otra cosa.
Es bastante probable que la decisión de S.M. haya tenido mucho que ver con la propia gestión del asunto sucesorio; una gestión lamentable, por cierto. 35 años después de aprobada la Constitución, el desarrollo del Título II de la misma había quedado postergado a momento más propicio, y no se sabía muy bien cuándo habría llegado este de no ser por la decisión regia que precipitaba la articulación del mecanismo legislativo correspondiente. Ahora resulta que sólo por un escaso mes, las dos fuerzas políticas más representativas de la democracia española, PP y PSOE, dispondrían de liderazgos que garantizaran un acuerdo amplio para su tramitación. Posponer la sucesión hasta el mes de septiembre, por ejemplo, habría supuesto a lo mejor el triste espectáculo de observar cómo en la principal fuerza política de la izquierda, su nuevo liderazgo pudiera considerarse renuente a una cómoda aprobación del texto sometido a su criterio.
Existe, pues, una fragilidad en cuanto a los apoyos que puedan soportar a medio plazo esa sucesión, que no advierte sino de la propia fragilidad del proyecto socialista y la actual ausencia de concreción de sus perfiles, pero que sin duda condicionarán en no poca medida el futuro reinado del próximo Rey.
En cualquier caso, no son pocos los asuntos que tiene sobre la mesa el nuevo titular del poder moderador. En especial el melón que se abrirá más pronto que tarde y que consistirá en la reforma constitucional.
Una reforma que cuenta con dos posibilidades diferentes en su acometimiento. La que llama al desarrollo del estado de las autonomías para la mayor comodidad de catalanes -ahora- y vascos -inmediatamente después- en un proyecto que, por sí quedara alguna duda, ya sería abiertamente confederal. O la que prefiera que la nueva Carta Magna apueste por los ciudadanos, por sus derechos y obligaciones, iguales cualquiera que sea el lugar en que residan dentro del territorio nacional. Una vez más, territorios o ciudadanos.
Y esa es la disyuntiva. Apostar por los territorios significaría abrirse a los estatutos de «tercera generación», a la división de la nación en lo que ya no podría seguramente llamarse España, sino una especie de Confederación de Naciones Ibéricas. Apostar por los territorios es admitir que los españoles sean definitivamente distintos en función de la zona del país en la que vivan.
Apostar por los ciudadanos, en cambio, es apostar por la igualdad en la prestación de servicios públicos, españoles iguales en derechos y obligaciones, regeneración democrática, separación de poderes y una ley electoral más justa en la que el voto de mi vecino de escalera valga lo mismo que el mío.
Me gustaría que Don Felipe fuera capaz de arbitrar en este complejo mosaico que es la España de hoy para que la nueva apuesta constitucional se produzca en el sentido que refuerce, no que debilite, la unidad de España. Creo, con sinceridad, que la otra dirección, la de los territorios, nos llevaría a una especie de Estado de los restos de España que tiene muy poco que ver con lo que la Corona ha representado en los siglos que nos han precedido.
Deseo la mejor suerte y acierto al nuevo Rey. No lo tiene fácil.
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