Publicado originalmente en ElPeriodista.es, el 8 de mayo de 2015
Si
cualquiera de ustedes preguntara a no importa qué tipo de gobernante de
no importe qué país del mundo cuál es la naturaleza de su régimen
político, le contestaría sin lugar a dudas que este se trata de una
democracia. Sin embargo, buena parte de esos sistemas se encuentran
dentro de lo que Thomas Carothers definía como la «zona gris». Y yo me atrevería a añadir que alguno de ellos claramente en la «zona oscura».
Y
a pesar de su constante tendencia en atentar contra las libertades
civiles que constituyen el basamento de las democracias, estos países de
la «zona gris» siguen recibiendo el apoyo internacional. Un apoyo que
ayuda a que las elites gobernantes de esos países perpetúen su
continuidad en el poder.
Y
esta reflexión la dedico de manera muy especial a la Unión Europea,
cuyo apoyo a reformas sólo superficiales en las regiones este y sur de
su vecindad, supone en la práctica la contribución en la subsistencia de
estas «democracias de la zona gris». Y como se ha señalado en otras
contribuciones a este importante asunto, la frecuente denominación que
reciben estos regímenes por parte de las instituciones europeas como
«anillos de amigos», nos sitúa más bien en el ámbito de la seguridad
interna de nuestro continente que en el de la democracia.
Y
con el pretexto de su seguridad, la UE está ayudando a que se
estabilicen Estados fuertes más que a la consolidación de los derechos y
libertades de las gentes que habitan esos países. Una aproximación que
ha permitido a algunos observadores afirmar que la separación entre
gobernanza y democracia no resultaba arbitraria, sino un elemento más
dentro de una estrategia conservadora que pone los intereses europeos y
sus temores en materia de seguridad por delante de sus mismos valores
democráticos
Hay
alguna excepción, empero, a esa regla común, y que no es de pequeña
importancia. En 1990, la constatación en la Europa comunitaria del papel
de la sociedad civil en la destrucción de los regímenes comunistas, con
los especiales casos del sindicato polaco Solidaridad o del movimiento
Carta 77 en Checoslovaquia, el Parlamento Europeo se decidió a innovar
su aproximación respecto del fenómeno de la disidencia en esos y otros
países. Su resultado fue la Iniciativa Europea para la Democracia y los
Derechos Humanos (EIDHR, en sus siglas en inglés), en 1994, que se
convertiría en un instrumento financiero, singular tanto en sus
objetivos como en su instrumentación política. A diferencia de otros
programas europeos, el EIDHR no requiere de la aceptación previa para su
empleo por parte de esos terceros países, lo que permite que sus fondos
lleguen a las organizaciones de la sociedad civil perseguidas por sus
regímenes.
Los
fondos asignados a este programa no son en exceso elevados: 1.100
millones € para los años 2014-2020, una partida escasa si se compara con
otros instrumentos para la acción exterior europea. Seguramente el
grano de arena de un desierto si se tiene en cuenta el presupuesto total
de la UE. En todo caso, podemos pensar que, con frecuencia, cantidades
en apariencia muy modestas pueden producir cambios muy significativos.
Interesa, por lo tanto, su capacidad de transformación política de la
realidad, no su tamaño financiero. Se asegura incluso que su sistema
descentralizado crearía una especie de efecto contagioso con resultados
muy significativos en el avance de la democracia y los derechos humanos
en los niveles locales.
Hasta
cierto punto, esta aproximación del Parlamento resultaría profética,
dada la irrupción de lo que empezaría a ser conocida como la «primavera
árabe», y que en muchos casos concluía en el otoño de la amargura. En su
conjunto, sin embargo, estos fenómenos cogieron con el pie cambiado a
la Unión Europea, con un Servicio de Acción Exterior que aún no había
tomado forma y con una estructura institucional volcada en su adaptación
a la normativa emanada por el Tratado de Lisboa.
En
todo caso, el conjunto de fuerzas que intervienen en momentos
diferentes, desde lugares distintos y con resultados impredecibles
constituye lo que se denomina voluntad política, una fórmula mágica de
ingredientes desconocidos que asegura el éxito o garantiza el fracaso de
los programasen acción.
De
todas formas, una constatación es exacta: los cambios políticos sólo se
producen desde dentro. Sin embargo, existe un consenso ampliamente
extendido respecto de que hay un cierto margen para la cooperación
democrática en el desarrollo en la agenda local.
Y a eso debe ayudar Europa. No a consolidar esos regímenes.
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