El reciente triunfo de David Cameron en las elecciones británicas ha vuelto a poner en el primer plano el importante asunto del referéndum en que se decidirá sobre la continuidad —o no— del Reino Unido en la Unión Europea y, en el primero de los casos, en qué condiciones quedaría esta. Los europeos —y los españoles, entre estos, que contamos con una cierta edad y no nos falla la memoria— sabemos que los referendos tienen su peligro: cualquiera que sea la complejidad de la elección que se someta al veredicto popular —y este es un caso paradigmático de cuestión complicada—, son las emociones las que priman en los electores, más que los criterios racionales que estos deberían analizar. Situados en un plano objetivo, parece claro que los ciudadanos británicos no podrían quejarse de las ventajas económicas que obtienen de su integración en la UE y que su salida de la misma se traduciría en una mayor pobreza. En cuanto al compromiso político de ese país en un programa ambicioso de impulso de las políticas concertadas en la Unión, su presencia se ha constituido casi siempre en un factor retardartario de esas políticas. No es propósito de este comentario realizar un reproche a ese país, solo el constatar que también es posible que todo un pueblo, en algunas ocasiones de su devenir histórico, puede cometer errores que luego carezcan de solución.
El asunto se ha presentado como una decisión británica. Y lo es sin duda. Pero afectará a los Tratados firmados también por los restantes 27 países miembros. De modo que nadie podría acusarnos a otros de aprovechar la eventual apertura del melón por parte del Reino Unido porque tengamos la pretensión de poner sobre la mesa algunas de nuestras viejas preocupaciones: una mayor transparencia, un mayor respeto de las libertades en determinados países, una mayor movilidad laboral...
Habría que recordar que hay muchos trabajadores procedentes de otros países de la Unión que están prestando sus servicios en el Reino Unido y que merecen el respeto y la consideración de los británicos, por lo mismo que muchos ciudadanos de este país trabajan y viven en otros países de la Unión y merecen el respeto y la consideración de sus convecinos: el espacio de integración humana y de valores que supone la Unión debería quedar en cualquier caso preservado.
En el caso de que hubiera que renegociar los Tratados, se trataría de encontrar el mayor beneficio para todos los ciudadanos de la UE, no sólo para los británicos.
Pero, no lo olvidemos, Lisboa y su Tratado constituía tal vez para un largo plazo de tiempo un escenario de complicada reforma, ya sea para producir una mayor integración o para reducirla: 28 decisiones, procedentes de 28 cuerpos políticos nacionales no auguran un fácil consenso.
Sin embargo, algunos gobiernos europeos —y entre ellos, algunos liberales— han aprovechado la coyuntura que les brinda el ejecutivo conservador británico, para apostar por una Europa más intergubernamental, por lo tanto alejada del paradigma de una Europa más federal e integrada que pretende ALDE, su grupo parlamentario y sus partidos.
La igualdad de trato para todos los europeos en todos los países de la Unión debería constituirse en un principio que no admita contradicción. Y esa es una de las acciones que el gobierno conservador pretende practicar y que para los Lib-Dems británicos supone un criterio insalvable.
Poner orden, inteligencia y moderación en todos los países y por todos los protagonistas sería un escenario exigible en este largo proceso que ahora apenas comienza.
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