Publicado originalmente en El Huffington Post, el 17 de julio de 2015
A finales del siglo XX, se producía en España un fenómeno singular: la ambición que tenía el presidente del Partido Popular, José María Aznar, por obtener el poder en el más corto plazo posible, se correspondía con el deseo por parte de la Izquierda Unida de Julio Anguita de desgastar a un PSOE que se debatía entre «morirse de éxito» —que decía Felipe González— o perder de manera definitiva las elecciones, debido al verdadero maremoto de corrupción que asolaba al viejo partido que un día fundara don Pablo Iglesias en un bar cercano a la madrileña Puerta del Sol. A esa operación se la bautizaría como «la pinza».
A finales del siglo XX, se producía en España un fenómeno singular: la ambición que tenía el presidente del Partido Popular, José María Aznar, por obtener el poder en el más corto plazo posible, se correspondía con el deseo por parte de la Izquierda Unida de Julio Anguita de desgastar a un PSOE que se debatía entre «morirse de éxito» —que decía Felipe González— o perder de manera definitiva las elecciones, debido al verdadero maremoto de corrupción que asolaba al viejo partido que un día fundara don Pablo Iglesias en un bar cercano a la madrileña Puerta del Sol. A esa operación se la bautizaría como «la pinza».
La nueva pinza se ha producido en los salones de la sede bruselense del Parlamento Europeo estos mismos días. La delegación aprobada por la Conferencia de Presidentes de la Cámara con destino a Venezuela, y que debía formarse por 12 miembros componentes de los diferentes grupos parlamentarios, se veía abortada —suspendida, según expresión de algunos— por el concurso de estas mismas dos fuerzas políticas que, a escala europea, se denominan EPP y GÜE.
El motivo de la misión parlamentaria a Venezuela no parece que precise de adicional justificación. El pleno de Estrasburgo ha aprobado ya en lo que va de esta legislatura —que acaba de cumplir un año este mismo mes de julio— hasta dos resoluciones de enorme exigencia, ante la deriva impulsada por el presidente Maduro en ese país latinoamericano: líderes políticos como Leopoldo López, Antonio Ledezma y Daniel Ceballos, y manifestantes encarcelados, representantes públicos que se ven privados de sus actas y luego se les impide presentarse a las elecciones —María Corina Machado—, la prisión preventiva que se alarga de modo indefinido por la ausencia del correspondiente juicio, los medios de comunicación silenciados y vendidos al Estado o a personas cercanas al régimen con el dinero del petróleo, la delación política rebautizada de «patriotismo», la modificación de los distritos electorales en exclusivo beneficio del partido del gobierno —gerrymandering en su expresión inglesa— y el miedo instalado en el inconsciente colectivo: miedo a no recibir alimentos, miedo a no poder comprar medicamentos. Y, a todo esto, una economía en caída libre, la única libertad que por lo visto existe en Venezuela.
Salir al encuentro de la oposición democrática, de los familiares de los presos políticos, como Lilian Tintori o Mitzi Capriles, de la sociedad civil venezolana, era urgente y así lo pedía la segunda de las resoluciones aprobadas por el Parlamento. Pues bien, compuesta la delegación, se ponía en marcha el trámite habitual en estos casos: el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, remitía una carta a su homólogo venezolano, Diosdado Cabello, para anunciarle nuestro deseo de visitar el país, encareciéndole su apoyo. El resultado era previsible: no habría respuesta. Tampoco la embajada de ese país ante las instituciones europeas nos facilitaría visado diplomático alguno para este viaje.
«Un agravio al Parlamento», manifestarían con disgusto los representantes del EPP. «En estas condiciones no es aconsejable que vayamos», añadían. Quizás es que el sólo recuerdo de las recientes imágenes de unos senadores brasileños a quienes se les impedía el acceso a Caracas, apedreados por una turba de «espontáneos» manifestantes, o la proximidad de las vacaciones parlamentarias -el viaje tendría lugar el 16 de julio-, han pesado fuertemente en el ánimo de este grupo.
La izquierda radical —el otro brazo de la pinza— tenía, como es lógico, otros motivos para no viajar a Caracas. «Hay que dejar trabajar a la diplomacia», manifestaban ellos. Pero era evidente que, también en este caso, sus intenciones más ocultas eran otras: las de no incomodar al régimen de Maduro con una visita parlamentaria que no era otra cosa sino una bofetada en la cara del mismo gobierno.
Unos y otros proponían que fuera septiembre el mes más indicado para la visita. Pero ninguno de ellos pudo objetar a que, llegadas esas fechas, la situación sería la misma o peor que la actual, dada la mayor cercanía de las elecciones, a celebrar a primeros de diciembre.
Socialistas y liberales hemos intentado en vano que la delegación del Parlamento Europeo viajara a Venezuela. Yo mismo anuncié mi propósito de desplazarme a Caracas con tal de que algún otro grupo estuviera presente. No ha sido posible.
Hemos dejado sólos a los opositores venezolanos. Nuestra solidaridad, por ahora carente de ambición y de valentía, cuando no una posición simplemente contraria a sus más legítimas aspiraciones, ha quedado en una proclamación de palabras que se pierden entre las miles que aprobamos todos los meses en la sede de Estrasburgo.
El compromiso de los liberales europeos y el mío personal quedan, por lo tanto, acreditados. Serán otros quienes deban ofrecer explicaciones. Si las tienen.
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