Publicado originalmente en ElMundoFinanciero.com
Convocados a puerta cerrada por el Comisario Lambrinidis, componentes de los diversos grupos del Parlamento Europeo nos situábamos junto al responsable de la Comisión para analizar el posible acuerdo comercial entre la Unión Europea y Cuba y su vinculación o no con el espinoso asunto de los Derechos Humanos. Lo cierto es que, como cabía esperar, las negociaciones abiertas entre el gobierno de los Estados Unidos y de la isla caían como una bomba de destrucción inmediata sobre la llamada posición común que en su día fue propuesta por el gobierno de José María Aznar y adoptada por la Unión Europea, y que vinculaba cualquier acuerdo comercial con Cuba a la apertura de ese régimen en materia de libertades civiles.
Hoy en día, los ejecutivos de los países miembros están practicando una alocada carrera para colocarse en la mejor posición en las oportunidades de negocio que se están abriendo en esa isla caribeña. Sean de derechas o de izquierdas, todos esos gobiernos sin excepción se han despojado de sus principios, como el corredor sudoroso de su ropa más incómoda, a fin de llegar antes a la suscripción de los acuerdos más ventajosos.
Dos serían las posiciones que se ponían sobre la mesa en la citada reunión: la que podríamos bautizar de pragmática, según la cual no debería la Unión Europea poner sobre la mesa la siempre irritante —para el gobierno de los Castro— cuestión de los Derechos Humanos, como si los acuerdos comerciales operaran una especie de efecto taumatúrgico, según el cual la simple liberalización económica conduciría de manera irremediable a la democratización política.
Acompañaría a esa tesis realista el hecho de la longevidad de los gobernantes de la revolución, de modo que, desaparecidos estos, el régimen creado por ellos en 1958 no tendría más remedio que su descomposición; caería del árbol como fruta madura, sin esfuerzo adicional alguno.
Sin embargo, hay casos que indican justamente lo contrario, como ocurre con la lógica un tanto irracional impuesta por los chinos sobre la antigua colonia británica de Hongo Kong, un país, dos sistemas; que es, en realidad, el procedimiento empleado en el conjunto de China: una dictadura totalitaria y un sistema económico de corte capitalista y abierto.
Nada indica que Cuba deba de manera imprescindible abrirse a una democracia normal. La pervivencia de la dictadura, si bien transformada en una democracia de pésima calidad, poco menos que un edificio dictatorial al que se le hayan practicado algunas grietas de tímido liberalismo. Y ello combinado con un capitalismo de casino, en el que los negocios sirvan para el rápido enriquecimiento de las elites burocráticas y las empresas afectas al sistema, en tanto que el milagro de la inmensa mayoría de los cubanos siga consistiendo en cómo llegar al final del día.
Porque la democracia es a la seguridad jurídica y a la igualdad de oportunidades de la población lo que la dictadura lo es a la arbitrariedad y a la desigualdad.
Y en esa posición pragmática se encontraban unidos el socialismo y la derecha, lo mismo que esa izquierda bienpensante que sigue considerando simpático al régimen fundado por los Castro y el Che Guevara, lo mismo que los mayores encuentran consuelo a sus deficiencias físicas en sus recuerdos de juventud.
Los liberales presentes en esa reunión pedimos, por el contrario, la incorporación de la disidencia, de la sociedad civil, a ese proceso de conversaciones desde el primer momento. En especial ahora que los demócratas cubanos observan cómo la ola de los acuerdos comerciales se convierte en un tsunami que se los llevaría a todos por delante.
No es posible una democracia sin demócratas, por muy generoso que se sea con los autócratas procedentes del viejo régimen. Y los disidentes merecen nuestro respeto, nuestro apoyo. Y deberían ser escuchados y acompañar este proceso desde el minuto primero.
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