Publicación original en El Mundo Financiero, el 2 de julio de 2015
Los responsables políticos europeos no han acabado de salir de su asombro. Cuando aún se estaban produciendo las negociaciones para el acuerdo definitivo con el gobierno griego, los representantes de este país aún sentados en la mesa, unos y otros recibían la noticia de la convocatoria del referéndum como el sistema para concluir con el veredicto del pueblo un acuerdo cuyo contenido técnico no se le escapa a nadie, menos aún al gobierno que lo convoca. Y ello, prescindiendo de los reparos que la Constitución de la nación helena oponen a este tipo de consultas.
Los responsables políticos europeos no han acabado de salir de su asombro. Cuando aún se estaban produciendo las negociaciones para el acuerdo definitivo con el gobierno griego, los representantes de este país aún sentados en la mesa, unos y otros recibían la noticia de la convocatoria del referéndum como el sistema para concluir con el veredicto del pueblo un acuerdo cuyo contenido técnico no se le escapa a nadie, menos aún al gobierno que lo convoca. Y ello, prescindiendo de los reparos que la Constitución de la nación helena oponen a este tipo de consultas.
Los españoles sabemos de referendos, especialmente los que ya hemos cumplido algunos años. Hemos conocido cómo el General Franco los convocaba para ratificar su autoridad, aunque lo que se aprobaran por ese sistema fueran textos complejos elaborados por unas Cortes elegidas por el dedo del dictador. Hemos asistido también a un referéndum criticado por muchos para la entrada de España en la OTAN -"de entrada, no", ¿se acuerdan?- y aún nos debatimos sobre el inexistente derecho de autodeterminación que supondría nuevos procedimientos referendarios en algunas de nuestras Comunidades Autónomas. Para muchos, desde luego, para el que firma estas líneas, este es un sistema a evitar, salvo para sancionar decisiones trascendentales ya adoptadas por un cuerpo legislativo democrático.
Los gobiernos no deben eludir sus responsabilidades, los parlamentos no podrían abdicar de sus funciones y los ciudadanos no podrían sino ejercer su control sobre los primeros a través de sus partidos y de las organizaciones de la sociedad civil y votando cuando les corresponda a las formaciones políticas por ellos deseadas. Y ahora, el gobierno griego pasa la "patata caliente" de su incompetencia a su pueblo, haciendo buena la definición que generalmente se hace del populismo: soluciones fáciles para problemas complejos. ¿Quién podría comprender el contenido de la cuestión que se plantea a los griegos el próximo 5 de julio? Con seguridad, los técnicos en la materia, y no todos.
Lo que ocurra el domingo tendrá desde luego importantes repercusiones. En el caso de que triunfe el "no", Grecia debería salir del euro. De lo contrario nos encontraríamos en presencia del fracaso del "método europeo" -la negociación como único instrumento para llegar a un acuerdo- y legitimaríamos en lugar de eso al chantaje como procedimiento para la solución de los problemas.
Sería entonces seguro el contagio económico, por el cual los países que están -¿estamos?- cumpliendo con los planes de austeridad, nos pondríamos en seguida en la cola para exigir las mismas condiciones "excepcionales " de los griegos. Eso dificultaría seguramente una salida sostenida y ordenada de la crisis, con presupuestos equilibrados que gestionen economías sanas.
Pero está también el riesgo de contagio político. Las organizaciones populistas verían reforzada su razón de ser y de existir. Avalando así la teoría del chantaje y poniendo en consecuencia en serio peligro la verdadera esencia de la idea europea, el pacto como vía para resolver las cuestiones y como sistema para una Unión más integrada.
Por el contrario, si ganara el "sí", el gobierno de Tsipras debería dimitir, eligiendo el Parlamento de Grecia un gobierno de gestión que negociara un acuerdo puntual hasta tanto unas nuevas elecciones pongan en las instituciones del país heleno a una nueva mayoría, susceptible de vincular su suerte al euro y al futuro de Europa.
El "sí" debería ganar en el referéndum. Europa entonces acudiría solidaria en la ayuda a los ciudadanos griegos, como lo haríamos sí hubieran sufrido un terremoto de consecuencias terribles. Pero para ello, al menos, deberían desaparecer del escenario de negociación los que no están dispuestos a negociar, no quieren establecer impuestos para las compañías navieras ni para la iglesia o no aceptan reducir su exagerado presupuesto de defensa.
En conclusión, hay un tiempo para la exigencia y otro para la solidaridad. Y no podríamos aplicar el segundo de los casos a quienes no quieren ser exigentes consigo mismos.
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