Intervención en el debate de Floridablanca, el 14 de febrero de 2018
Es oportuno referirse al futuro de Europa cuando sólo hace un par de años —o tres— todos decían que Europa no tenía futuro. La crisis económica de 2007, su pésima gestión por las instituciones europeas, el auge de los populismos hacían pronosticar lo peor. Y lo peor vino con el referéndum del Brexit de junio de 2016, que aún sigue drenando buena parte de nuestras energías.
Por primera vez desde el inicio de la crisis económica y financiera en 2007, los europeos tienen una opinión positiva de la situación actual de la economía europea (48 %, 6 puntos porcentuales más que en el eurobarómetro de la primera mitad de 2017) más alta que la negativa (39 %, 7 puntos porcentuales de más). El apoyo al euro está en su nivel más alto desde 2004 y un 57% de los europeos se muestran optimistas sobre el futuro de la UE. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en su último discurso sobre el estado de la Unión, habló de los vientos a favor que de nuevo empujan las velas de la UE.
¿De qué hablamos? ¿De Brexit o de futuro de Europa? ¿Podemos hablar de las dos cosas? ¿O la primera se va a comer a la segunda? A veces es como sentarse a la mesa y devorar el primer plato, de modo que cuando llega el segundo ya no nos queda más apetito. O que pensemos que no nos será posible comer el segundo plato antes de saber cómo hemos terminado el primero.
Pero hay una cuestión previa. Antes de saber qué Europa queremos deberíamos saber qué España va a configurar esa Europa.
Hay dos formas de entender Europa desde cualquiera de los países que la integran. Una sería la de los países que aún siguen debatiendo acerca de lo que son o pretenden ser, diluyendo así sus propias insuficiencias en un proyecto europeo, aún a riesgo de no aportar nada propio a ese proyecto; o integrando en el proyecto de esa Europa sus propias cualidades, aportando a su construcción lo que proviene de ellas mismas, de su posición geográfica, su historia, su cultura...
Algún país puede diluirse en Europa porque está en el centro de Europa, allí viven sus instituciones y porque ha renunciado a su proyecto nacional, y sigue entrampado en un constante flujo y reflujo de negociaciones entre sus regiones, que ya son naciones, en las que el todo —el país, la nación— ha desaparecido para quedar sustituido por las partes. En esa batalla histórica el Estado ha capitulado y la victoria le corresponde a las regiones.
Pero eso no no los podemos permitir otros. Por nuestra situación periférica en Europa, pero sobre todo porque somos capaces de aportar una serie de elementos positivos a la construcción de esa Europa del futuro. Nuestra propia situación geográfica y nuestra vecindad sur con el Magreb (fuente de preocupaciones pero también de oportunidades) y nuestra historia que nos ha permitido a través de nuestro idioma común la conexión con más de 500 millones de personas en el mundo.
Un idioma no es sólo un ámbito de comunicación, aunque también, es una oportunidad para la extensión cultural, los negocios... Y es también una forma de entender la vida, la sociedad, es un concepto de relación, de familia... Trabajar por la conservación y extensión del español debería convertirse en el primer objetivo de nuestra acción exterior. Pero también de la interior: no nos podemos permitir que el español avance en el mundo y retroceda en España, no debemos ceder en fragmentar nuestro espacio de comunicación aceptando que en los colegios no se enseñe en español o que nos abonemos a la ridiculez de convertir en idiomas a dialectos como el bable o a formas de hablar español como el andaluz.
España debe salir de su Brexit particular, que está consumiendo buena parte de sus energías (como le ocurre a Europa) y concentrarse en su proyecto de futuro, conectando con el futuro de Europa.
Yo, que he dedicado buena parte de mi vida política a la defensa de las libertades contra el terrorismo y de España ante el nacionalismo asisto con estupor a esa nueva versión del plan Ibarretxe que se está debatiendo en el País Vasco, la creación de una Nación Foral que consiste en una ampliación de la idea del Concierto Económico al resto de las relaciones entre el País Vasco y España, en clave de bilateralidad y, por supuesto, con el Derecho de autodeterminación (Derecho a decidir, dicen) colocado en el Estatuto. ¿No era lo mismo que lo que pretendía Ibarretxe con su Estado Libre asociado?
Pero es que ahora se pretende que esa sea el ejemplo porque el que pueda transitar el separatismo catalán, la vía Vasco a una nueva relación con el Estado, no con España, porque ya esa España ha muerto y las partes han vencido sobre el todo.
Por eso, debemos aprovechar el debate sobre el futuro de Europa para olvidarnos de nuestro Brexit particular, superarlo como si fuera una pesadilla y trabajar por un proyecto nacional conectado con Europa.
Una Europa que debe reforzar sus instituciones, que no nos ocurra lo que nos está pasando, que después del discurso de Macron en la Sorbona de finales de octubre del año pasado aún estamos a la espera de que Alemania defina su Gobierno y que los dos líderes europeos encaren las reformas pretendidas por el Presidente francés.
Los procesos electorales en los Países Bajos, Francia y Alemania, frenaron el asalto al poder de un populismo que, sin embargo, sigue vigente y en expansión, especialmente después de la formación del nuevo Gobierno de coalición austríaco. En España, el populismo sigue existiendo, un tanto debilitado ahora, aunque permanentemente al acecho de nuestros posibles errores.
Pero Europa tiene un problema básico, que es el institucional. Para ponerse en marcha precisa del liderazgo de dos países, Alemania, en especial, y Francia. De lo contrario no hay agenda europea.
Nos ocurre que las instituciones propiamente europeas existen, pero son algo parecido a gabinetes de técnicos que esperan instrucciones de los políticos. Por eso, el refuerzo político de unas instituciones propiamente europeas se convierte en una de las principales exigencias de la agenda reformista europea. No nos podemos permitir el lujo de esperar a que los procesos electorales de los países miembros despejen el horizonte político. La UE debería tener velocidad propia, una o dos, pero velocidad propia.
Pero, sobre todo, la UE debe preguntarse, ¿cómo se puede recuperar el apoyo de la ciudadanía sin que Europa deje de ser un escenario de países enfrentados, por ejemplo, Hungría y Polonia con su singular concepción de los Derechos civiles y la democracia? ¿Cómo podemos volver a la idea de Europa como solución si no se renuncia a la treta de culpar a Bruselas de todos los males? ¿Cómo puede avanzar la UE sin superar las divisiones internas que la debilitan? El Brexit y la fractura por la llamada crisis de los refugiados -pero también la imposición absoluta de la intergubernamentalidad como motor único del proyecto europeo- han impuesto una lógica desintegradora que amenaza la idea fundacional. Así lo reconoce el informe parlamentario de Guy Verhofstadt relativo a los posibles ajustes institucionales para la UE: “El método intergubernamental como bypass del método comunitario, tal y como lo definen los Tratados, no sólo conduce a un proceso político menos efectivo sino que contribuye a la falta de transparencia, a menos control democrático y menos rendición de cuentas.”
Profundizar en la idea de los Spitzenkandidaten y ampliarla a los futuros comisarios europeos contribuiría, además, a la democratización y la transparencia del proceso de designación del próximo ejecutivo comunitario.
La Comisión ha propuesto transformar el mecanismo de rescate en un Fondo Monetario Europeo y crear un presupuesto para la zona euro. Ideas ambiciosas cubiertas de interrogantes: ¿qué resistencia opondrán algunos estados miembros para dotar financieramente este fondo, qué capacidad de intervención tendrá o ante quién rendirá cuentas? La reforma de la zona euro, así como la finalización de la Unión Bancaria, no podrán ponerse en marcha al menos hasta mediados de 2018 a la espera de que Alemania tenga un Gobierno consolidado y una idea clara.
La eurozona necesita reformarse pero no solo para garantizar una mayor integración política sino también para contrarrestar el déficit democrático que ha supuesto la excepcional transferencia de poder económico, político y social, a la Comisión y al Eurogrupo sin ampliar, a su vez, la capacidad de control político del Parlamento Europeo sobre ellos.
“La Europa que protege” —el eslogan de Macron, adoptado después por el presidente de la Comisión Europea— debería superar la fase de la retórica para pasar a la acción. Una Europa estable, aunque injusta por su desigualdad, es una Europa débil. Y esta desigualdad, según la OCDE, “mina la desconfianza en las instituciones y alimenta la desigualdad política y social”., que está en el origen del voto populista.
Habría que establecer un nuevo pacto social, a nivel europeo y nacional, (como dice David Goodheart) entre los anywhere (los partidarios de la sociedad abierta, los que no temen a la globalización) y los somewhere (los que están perdiendo con la globalización, los que sienten temor ante ella). Un pacto que consista en tender a éstos últimos un puente educativo, de formación continua, de nuevas oportunidades... o de lo contrario, una red de protección.
La primera escenificación del compromiso europeo con el llamado Pilar Europeo de los Derechos Sociales quedó meramente en una declaración institucional no vinculante respecto a veinte grandes principios genéricos relativos a la igualdad de oportunidades, la protección social y las condiciones laborales. La Cumbre Social de Gotemburgo (a la que no asistió el Presidente del Gobierno español, por razón del desafío soberanista en Cataluña), celebrada en noviembre, sirvió como constatación de una idea fundamental: no habrá recuperación del respaldo perdido por parte de una población europea empobrecida si no se atacan las causas de este retroceso social.
Según datos de la Comisión, “el desempleo sigue afectando a 18,9 millones de personas (en España el 16%), la inversión sigue siendo demasiado baja y el crecimiento de los salarios es endeble”. La precarización social es una realidad alarmante.
El futuro presupuesto de la UE post-Brexit ya está en discusión . La salida del Reino Unido supone una pérdida de 9.000 millones de euros anuales para las arcas de Bruselas. La Comisión ya ha advertido que el presupuesto de la UE para 2014-2020, que asciende a un billón de euros, no es suficiente para financiar las crecientes ambiciones de la Unión. En paralelo, la UE abre también las negociaciones sobre las próximas perspectivas financieras para una Unión a veintisiete. Si bien el dilema es, de nuevo, la eterna disyuntiva de las discusiones presupuestarias (mayor aportación o recortes), el contexto resulta más relevante que nunca: una UE de 27 estados miembros, pérdida de las aportaciones británicas, desgaste social postcrisis, nuevas emergencias y necesidades políticas -fruto de las migraciones en el norte de África y el debate sobre la seguridad-, etc. Juncker cree que ha llegado el momento de abandonar el umbral del 1% del PIB que marca las aportaciones de los estados miembros. El presidente comunitario estrenó el año instando a los líderes europeos a establecer primero sus ambiciones políticas para la UE para luego discutir cómo financiar esos objetivos, en lugar de establecer un límite superior en el gasto y ajustar las prioridades a ese límite.
El debate presupuestario europeo ha sido, en los últimos años, un auténtico ejercicio de ecuación imposible. La UE se ha ido ampliando a nuevos estados miembros con un nivel de renta cada vez más inferior a la media comunitaria mientras los socios que los acogían iban recortando su aportación a las cuentas de donde debían salir los fondos que ayudarían a la modernización y al crecimiento de los nuevos compañeros de viaje.
El presupuesto comunitario debe ser el principal instrumento para fortalecer la democracia europea y recuperar la confianza ciudadana.
Los más de 2.200 migrantes (muchos de ellos con derechos, como refugiados) que murieron en 2017 intentando llegar a las costas europeas, la incapacidad de los estados miembros para cumplir con los compromisos de realojamiento de los refugiados que esperan en Grecia e Italia (poco más de 33.000 refugiados, de los 160.000 comprometidos por la Comisión, han sido realojados hasta hoy), el acuerdo con Turquía para propiciar las devoluciones y la dramática situación humanitaria en los campos y asentamientos convertidos en limbos legales sobre suelo europeo, todos estos hechos de- muestran que la Carta de Derechos Fundamentales no protege a todos por igual.
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