Se han escrito ríos de tinta sobre esa coalición que reúne en el mismo gobierno a una suma tan singular como la de un partido como el PSOE —que ha ostentado el poder ejecutivo en la mayor parte de los años transcurridos en democracia—, un partido que ya había cruzado con Felipe González el Rubicón, que tenía por una de sus orillas al marxismo y por la otra la social-democracia europea, con una formación política como Podemos, nacido a la vida política desde el populismo que traía su causa del movimiento del 15-M, unida a su condición de consejera del chavismo bolivariano y resuelta en agente transformador de eso que ellos califican —con la ausencia de generosidad que les es característica— de “régimen del ‘78”; que es más bien la democracia que inauguraba el periodo de estabilidad, desarrollo y convivencia más importante que hemos vivido los españoles en nuestra historia reciente.
Del PSOE dirigido por Pedro Sánchez —desvestidos ambos, partido y Secretario General del mismo, de los ropajes de sus proclamadas convicciones— sólo es posible advertir ahora lo que tal vez era el único andamiaje de su existencia: su apego al poder, más allá del capítulo de reformas —poco más que una adición de improvisaciones— y de las concesiones que, como retales a desgajar del Estado, van ofreciendo al conglomerado nacionalista e independentista que sustenta su gobierno. De Podemos habrá que afirmar que nos encontramos en presencia de un programa fabricado de negaciones: no a la economía de mercado, no a la Constitución de 1978, no a la Monarquía, no a España, no a la OTAN, ¿no a Europa?...
Poco más que una cortina de humo detrás de la cual el partido de Pablo Iglesias Turrión esconde sus vergüenzas, que no son otra cosa que insuficiencias y contradicciones. La constante oración moralizadora de sus dirigentes se estrella contra los reiterados casos en los que su organización se ha encontrado con los tribunales de justicia. La corrupción, denostada por los dirigentes de Podemos, se ha integrado ahora de forma evidente y se diría que definitiva en este partido. Y la indefinición de un proyecto político, cuya argamasa no alimenta ya la esperanza sino el resquemor y el odio, parecen comportar unos muy reducidos réditos electorales. Ésa es la evidencia del resultado de los comicios parciales -autonómicos- celebrados en Galicia y en el País Vasco, en los que buena parte de sus votos han ido a engrosar a los nacionalismos radicales del BNG o de Bildu; al igual que su retroceso en las últimas encuestas augura que una significativa porción de su electorado en el ámbito nacional está regresando al partido dirigido por Sánchez.
El fracaso, en términos electorales, de la travesía de Podemos por el gobierno, le conduciría entonces a una permanente sobreactuación. Se diría que ya no se trata de imponer una agenda política al ejecutivo de coalición -o no sólo-, sino que principalmente Podemos se encuentra más bien embarcado en la hoja de ruta de su propia supervivencia.
Y cuando Iglesias urde el espectáculo mediático en una sala del Congreso de los Diputados, desafiando a la ministra de Hacienda, con alarde gestual manifiestamente impostado; cuando sus responsables emiten propuestas desaconsejables por lo inoportunas como la elevación del SMI; o arremeten de manera desmedida contra la monarquía —parte esencial de la Constitución que prometieron cumplir y hacer cumplir—. Todos esos ademanes se dirían más bien pamplinas de niño mimado que advierte la inminencia de la pérdida de sus juguetes preferidos: unos cuantos ministerios en un gobierno de coalición.
¿Son fuegos de artificio los encendidos por este ejército de pirómanos o existe algo tangible, por devastador, en el proyecto de incendio podemita? Ambas cosas, seguramente. Creo que, en la actuación de los de Podemos, existe su parte evidente, la que percibimos sin necesidad de ayuda; y el negativo de la imagen, que Iglesias y los suyos nos pretenden ocultar: porque salvo que Sánchez y su equipo acudan a su rescate, la barca-cayuco tripulada por los dirigentes de la formación morada contendrá cada vez a menos emigrantes hacia la proclamada tierra prometida del socialismo del siglo XXI.
No sé si usted prefiere esperar a ver cómo termina el espectáculo. Yo prefiero oír atentamente lo que dicen, ponerme en guardia y combatir cívicamente el asedio a la democracia que están protagonizando. Al menos, cuando caigan -si es que caen- habremos ayudado de alguna manera a su defenestración.
• Florentino Portero, Profesor y Director de la Escuela de Postgrado y Formación Permanente de la UFV, Madrid.
• Fernando Maura, Presidente del Foro LVL de Política Exterior.
Antonio Maura -quien fuera presidente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones a lo largo del reinado de Alfonso XIII- y el anarquista Andrés Cuevas -personaje inspirado en Abel Paz, miembro de la CNT durante la Segunda República- conviven en esta novela histórica cuya acción se sitúa en el verano de 1914. Concluido el primer período de su vida política con su llamado «Gobierno Largo» -de 1907 a 1909-, Maura se encuentra ante la hostilidad del Partido Liberal, aliado con los republicanos y los medios de comunicación para impedir su regreso al poder. Llamado Eduardo Dato, por el Rey, para presidir el Gobierno por el Partido Conservador, don Antonio se encuentra profundamente herido por la actitud de todos: la del monarca, la de los liberales y la de su propio partido. Es el fin del político que propugnara la «revolución desde arriba», y apenas el comienzo de aquel que sentenciara «por mí no quedará». El ambiente está más que caldeado para el nacimiento del maurismo, movimiento de masas previo a la Dictadura de Primo de Rivera, y que acaso Maura nunca apoyó.
En este vibrante relato histórico descubrimos al político conservador en la localidad cántabra de Solórzano, en la que veranea. Mientras pinta una acuarela, acudirán a su memoria recuerdos de todo orden que han jalonado su vida tanto política como familiar, sin olvidar su carrera como abogado, su pasión por la pintura o la nostalgia de su Mallorca natal. En paralelo, seguiremos los pasos de Andrés Cuevas en su recorrido por los parajes santanderinos, a los que acude con el objetivo de atentar contra Maura. El anarcosindicalista también rememorará su infancia en Almería, su vida en Barcelona, el ingreso en la Escuela Moderna fundada por Ferrer Guardia -que sería ejecutado como responsable de la Semana Trágica, que acabaría con el «Gobierno Largo» de don Antonio-, su experiencia durante los sucesos de 1909, su huida de España, la estancia en Francia… El final de estas páginas está en los libros de Historia pero nunca se habían detallado, de un modo tan certero como conmovedor, los perfiles de asesino y víctima, al tiempo que el autor, familiar del político, describe minuciosamente el fresco sociopolítico de la época.
Se advierte con mucha frecuencia por los más diversos analistas que la política se encuentra extraordinariamente polarizada en nuestros tiempos. Se trata de un fenómeno que se está produciendo en muchos países —véase el nivel de deterioro que se vive en los Estados Unidos, por ejemplo, en los que el candidato derrotado en unas elecciones no es capaz de reconocer la victoria de su rival—. España no constituye una excepción a este que parece por momentos un síndrome general irreductible. Es verdad que un cierto grado de tensión es necesario en estas democracias que parecen exigir de espectáculo —como advierte el publicitario francés Jacques Seguelá—, pero la polarización, y su consecuencia inmediata, la dificultad de conseguir acuerdos, supone un fenómeno negativo en las democracias, porque el consenso es siempre el ámbito constructivo por naturaleza; en tanto que la confrontación, en su grado más intenso, corrompe y deteriora los fundamentos de los sistemas políticos.
En todo caso, la polarización, que podría ser caracterizada con facilidad como un síntoma de enfermedad política, no supone necesariamente indicio de una voluntad determinada al desmoronamiento del sistema. El «¡Váyase, señor González!», de José María Aznar, en enero de 2010, no suponía que ni el PP ni el PSOE abrigaran el propósito de derribar el edificio constitucional de 1978; por lo mismo que la moción de censura de Felipe González contra Adolfo Suárez en 1980 no pretendía subvertir el andamiaje democrático que menos de dos años antes había aprobado el pueblo soberano en referéndum.
No son éstos los casos que estamos conociendo ahora en España. Cuando un partido de gobierno anuncia, sin ambages, su voluntad de arrumbar la forma de gobierno, que es pilar del edificio constitucional, y sustituirla por un régimen republicano; cuando uno de los socios, por lo visto estratégicos del mismo gobierno, explica que su propósito es crear una república vasca —confederada o no con otras «en el Estado»— y los otros partidos asociados al bloque gubernamental manifiestan objetivos similares; en tanto que el presidente y los ministros socialistas mayoritariamente callan, no parece que sea exagerado colegir que, en nuestra España, la polarización actual está superando cualitativamente a la de otros tiempos, y que se pretende de forma más o menos explícita un cambio de régimen.
Otra de las consecuencias de la polarización —en este caso, de cualquier tipo— es la asfixia de las voces políticas que habitan en los espacios intermedios. Los partidos de centro necesitan —como las plantas y los animales de todas las especies, del oxígeno— de un ámbito de consenso mínimo para existir y para que su concurso resulte útil para la gobernación de su país. Se puede ser de centro en una situación en la que la derecha y la izquierda aceptan y, en coherencia con ello, operan dentro del orden constitucional vigente. Cuando se produce el supuesto de que una derecha ultramontana o una izquierda rupturista abandonan la defensa del sistema y se abonan a su destrucción, más o menos a plazos definidos y resolutivos, al centro le queda una escasa opción de pacto, y no tiene otro remedio que tomar buena nota de esta realidad y actuar en consecuencia.
De acuerdo con lo expuesto, Ciudadanos está pretendiendo encontrar un centro que no existe en la política española. Y no existe, no por la causa del centro político, que siempre se sitúa en un espacio intermedio entre dos límites, sino porque uno de éstos, en nuestro caso la izquierda, ha apostado por una tarea de-constructiva -valga decir destructiva- del orden constitucional de 1978, apostando precisamente por caminar con los socios que defienden ese objetivo.
La tarea del centro entonces, consistirá en centrarse —con perdón de la redundancia—; hacerse fuerte en los valores que heredamos de nuestra principal ley ordenadora y definir, eso sí, el camino y las reformas a introducir en el sistema para que un régimen partitocrático instalado en la corrupción pueda ser modificado por una democracia de ciudadanos; conseguir que el capitalismo de amigos y afines ceda el paso a una economía social de mercado abierta y competitiva, y donde la educación no sufra del acoso del gobierno de turno con su correspondiente ley de parte y en contra de las otras posiciones.
Serán malos tiempos en todo caso para un partido como Cs, porque la polarización tiene efectos letales para el liberalismo centrista. Pero en los viajes difíciles conviene siempre poner en la maleta los elementos imprescindibles para la supervivencia, que en la política española no son otros sino los principios de la democracia basada en la separación de poderes, la unidad de la nación y la garantía de todo ello, la monarquía parlamentaria.
El abogado, político y escritor Fernando Maura y el diplomático y exembajador de España en la OTAN Nicolás Pascual de la Parte han conversado sobre el último libro de Maura, Una acuarela en Solórzano. Se trata de un relato de los últimos momentos del político Antonio Maura, antepasado del autor, cuya acción se sitúa en el verano de 1914 en el municipio cántabro de Solórzano mientras el político está pintando una acuarela. En ese momento, el que fuera cinco veces presidente del Consejo de Ministros hace un repaso de su vida política y personal mientras que un anarquista, Andrés Cuevas, intenta atentar contra su vida. A su vez, según éste se va aproximando hacia su víctima, va recordando también su vida en Almería, en Barcelona y en el exilio.
El autor refleja en esta obra la coyuntura política de la España de los últimos años del siglo XIX y principios del XX: “Es una novela de vidas paralelas que van reflejando la situación socioeconómica y política de las dos Españas: la oficial, a través de Antonio Maura y la real, a través del anarquista”, subraya el embajador.
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Para los que hemos seguido con interés lo que viene ocurriendo en esa que era provincia española entre 1958 y 1976, la reciente declaración del Frente Polisario por la que concluía el alto el fuego y con ella la consiguiente preparación para la guerra con Marruecos, no ha constituido una sorpresa. Casi 30 años han pasado desde que la guerra entre ambos contendientes dejara paso a la diplomacia, y esos 30 años han transcurrido sin avance alguno en la negociación. Resulta evidente que en una situación como la descrita, la ausencia de movimiento no es neutral; aprovecha, por el contrario, a la parte que en este caso ocupó un territorio manu militari; esto es, beneficia a Marruecos.
Las escaramuzas que se están produciendo en el paso de Guerguerat se han visto acompañadas por unas manifestaciones del vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias exigiendo un referéndum de autodeterminación en el Sáhara Occidental, al tiempo que una oleada de pateras han arribado a unas Islas Canarias que carecen de capacidad para gestionar esos extraordinarios contingentes. Escaramuzas, manifestaciones y pateras constituyen los tres vértices de un nuevo triángulo de las Bermudas que supone un notable quebradero de cabeza para nuestras autoridades.
Resulta para mí evidente que España tiene responsabilidad derivada de la historia en lo que está ocurriendo en nuestra antigua provincia, como consecuencia de no haber abordado el necesario proceso de descolonización, previsto en la resolución 1514 de las Naciones Unidas. A esa responsabilidad inicial ha seguido una actitud por lo general abstencionista en el desarrollo de las negociaciones que seguían al señalado alto el fuego de la contienda entre Marruecos y el Polisario, una dejación apenas atenuada por la cooperación recibida por esta organización en los campos de refugiados de Tindouf.
La situación de la juventud saharaui, que malvive en los campos, ha constituido sin duda una de las causas de la declaración del Polisario. Sin perspectivas claras de futuro, los jóvenes saharauis prefieren sin duda las incomodidades de una contienda a ver pasar los días y con el transcurso de ellos sentir cómo se agostan sus vidas. Y ésta no es una afirmación que hago desde la simple lógica, sino a través de la constatación de numerosas opiniones recibidas a partir de ellos mismos en esos campamentos.
España podía -y debía- hacer algo en este asunto. Pero ese algo no significa de ningún modo caer en el exabrupto de unas manifestaciones que nada aportan a la solución del conflicto y que -eso sí- provocan la incomodidad de Marruecos con la consecuencia de atiborrar nuestras costas de pateras, que transportan a seres humanos convertidos en nuevas monedas de cambio de este trágico comercio en que la política se ensucia con el mercadea de la necesidad. La diplomacia se construye a base de esfuerzo, de concertación y de diálogo; los exabruptos son más bien para la oposición, lo mismo que las bicicletas están mejor para ser usadas en verano.
Es verdad —y lo acabo de afirmar— que la diplomacia no ha conseguido fruto alguno relevante en estos años, pero tampoco España puede sentirse orgullosa de su papel a lo largo del tiempo: un papel cuando menos irrelevante. Un país como el nuestro, que mantiene buenas relaciones con Marruecos y que también las tiene con Argelia -que es un muy importante proveedor de gas- podría haber sumado esas cercanías para una solución en ese enrevesado tablero político, toda vez que el abandono a su suerte de la población saharaui se consigna como uno de los más tristes episodios de nuestra historia reciente. Producido el daño, al menos cabría la posibilidad de acudir a restañarlo.
Porque la clave de la solución al conflicto del Sáhara, ahora devenido en hostilidad abierta, está en poner de acuerdo a los principales contendientes: Marruecos y Argelia, de modo que —como ya dije a un significativo colaborador del Enviado Especial del Secretario General de las Naciones Unidas para el Sáhara Occidental, el expresidente alemán Horst Köhler— este último país pudiera ser garante de cualquier acuerdo entre el Polisario y el reino alauita.
La diplomacia y el trabajo serio de la política constituyen posiciones opuestas a la demagogia del populismo radical. Aquéllas pretenden resultados factibles, éstas excitan las animosidades y provocan oleadas de pateras con seres humanos a su bordo.
No deja de ser sintomático de los males que nos afectan que el principal coaligado de este gobierno sea quien ofrezca argumentos para que esas frágiles embarcaciones partan a la deriva y arriben a alguna playa española, después de dejar cadáveres ahogados junto a nuestras costas. Es seguro que después se unirán al coro de plañideras y de acusadores de las culpas que sin duda dirán que son de otros.
La novela «Una acuarela en Solórzano» (Almuzara), escrita por el abogado y político Fernando Maura, traza la trayectoria y los sinsabores que vivió el que fuera cinco veces presidente del Consejo de Ministros.
«Con Maura, contra Maura o alrededor de Maura». Así, y solamente así se hacía la política en el reinado de Alfonso XIII según una conocida expresión de la época. Reformista, conservador, hombre contundente, disciplinado, culto, tolerante… los calificativos magnos orbitan, sin llegar a colisionar en ningún momento, en torno a este político que intentó democratizar España y salvarla sin éxito de sus fantasmas. La novela «Una acuarela en Solórzano» (Almuzara), escrita por el abogado y político Fernando Maura, traza la trayectoria y los sinsabores que vivió el que fuera cinco veces presidente del Consejo de Ministros. Dos frases resumen mejor que nada esta andadura política cargada de curvas: «la revolución desde arriba», el lema que presidió sus primeros gobiernos hasta 1909, y «el por mí no quedará», que asumió a su regreso al poder más como bombero que como reformista del sistema. En medio de estas dos etapas tan abismales se sitúa el verano de 1914, la fecha en la que se mueve la novela de Fernando Maura –descendiente del político alfonsino–, y cuando el estadista sufrió un atentado por parte de un anarquista en una casa de Solórzano (Cantabria).
–¿Cómo surgió la idea de hacer una novela de su antepasado? –Durante un viaje familiar a la casa de Solórzano, donde había un fresco de Antonio Maura y de su hermano Francisco, que es la imagen que ilustra el libro, nos entrevistamos con el arquitecto que era entonces dueño de la casa. Él nos contó que, en el verano del año 14, cuando el político tuvo esa casa alquilada mientras le estaban construyendo su vivienda de veraneo definitiva, estaba pintando una acuarela cuando se produjo un conato de atentado a manos de un anarquista. Aquel ataque no aparece en ningún libro de historia, a diferencia de los otros dos que sufrió. Me pareció que podía ser una buena idea situar en el plano histórico las dos personalidades involucradas en esta escena desconocida. La del anarquista Andrés Cuevas [personaje inspirado en Abel Paz, miembro de la CNT] y la de un Antonio Maura que venía de una situación compleja.
«Representa la amargura de Maura y, al mismo tiempo, el final de su etapa como reformista»
–¿Por qué es tan importante ese verano para Maura? –Es fundamental porque se produjo en esas fechas el regreso de los conservadores al poder, pero no bajo su figura, sino en la de Eduardo Dato, lo cual modificó la estructura de mando del partido debido a la interferencia del Rey. Es como si en la actualidad, tras el gobierno de Sánchez, regresara al poder el PP pero no en la figura de Casado sino, por ejemplo, en la Teodoro García Egea. Ese movimiento de Alfonso XIII acabó con la cohesión del Partido Conservador. Representa la amargura de Maura y, al mismo tiempo, el final de su etapa como reformista. Cuando volvió al cabo de los años otra vez a la presidencia lo hizo de forma breve y anecdótica, sin el impulso reformista que le había caracterizado.
–Resulta difícil clasificar hoy ideológicamente a Maura, ¿cómo lo dibuja usted en la novela? –Fundamentalmente fue un gran reformista. Un hombre que bebía de la filosofía krausista y de los planteamientos regeneracionistas surgidos tras el Desastre del 98. Una de sus grandes obsesiones fue la reforma de la Armada y la creación de astilleros en España que aún siguen operando. Impulsó la Ley de régimen local para acabar con el caciquismo, reformó la Ley electoral y sacó adelante medidas sociales que, como el descanso dominical, se encontraron la oposición de su partido y solo fueron apoyadas, casualmente, por Pablo Iglesias. No hay que olvidar, en cualquier caso, que Maura empezó a la izquierda del sistema, en el Partido Liberal, y terminó en el Partido Conservador a lomos de una frase muy redonda: «Hacer la revolución desde arriba».
–Las fuerzas de derecha siempre parecen huérfanas de referentes históricos y hasta recurren a personajes algo controvertidos como Azaña, más bien escorado a la izquierda. ¿Cree usted que personalidades como Cánovas o Maura pueden ocupar ese vacío? –Respeto mucho la figura histórica de Azaña, pero la realidad es que fue un político que en sus planteamientos iniciales defendía una república para los republicanos, no para integrar a todos los españoles. Maura, sí. Él quería hacer que la Constitución del 76, con un recorrido importante, tuviera un sentido pleno y supusiera una democratización efectiva de España, de modo que el Rey quedara reservado al papel de árbitro, con más representación que interferencia política. En este sentido fue un político muy avanzado, un reformista, que pretendía una democracia de ciudadanos y elevar a lo que él llamaba «las clases neutras» hacia el poder. Para ello planeaba una renovación económica que creara una clase media sólida y diera estabilidad social al país.
–Maura no logró llevar a cabo sus planes y lo que vino fue un naufragio... Sin duda pudo evitar una situación como la Guerra Civil. En su «gobierno largo» desarrolló una acción de tal envergadura que, si no hubiera sido por la Semana Trágica y por algunos errores que cometió, por ejemplo en la Guerra de Marruecos, habría podido ir muy lejos. En solo tres años logró tantas cosas que, al compararle Azcárate, que no era de su tendencia política precisamente, con las reformas posteriores de Canalejas, reconoció que no había color.
–¿Cómo era la relación de Antonio Maura con Alfonso XIII? –Fue muy complicada y estuvo marcada por la diferencia de edad. Era al único político al que trataba de usted en la época y con él se relacionaba, si se permite decir, con los trazos de una relación paternofilial o de tutoría. El Rey era un hombre muy joven durante el «gobierno largo» de Maura, quien ya tenía diez hijos en esas fechas, y entonces rehuía de sus obligaciones de Estado. Agotado por el ritmo que imponía Maura, Alfonso XIII llegó a decir que prefería que le impusiese a él también la jornada de ocho horas. Maura incluso prohibió al Rey que comprara un coche por no tener descendencia aún y no estar testeados estos vehículos como seguros. Al Rey eso le pareció algo excesivo.
–A pesar de todo, Maura se mantuvo fiel al Rey y hasta impulsó su primer viaje a Barcelona para reforzar allí su presencia. Justo es lo contrario que ha hecho el actual Gobierno. –Existe una posición diametralmente opuesta entre lo que pretende Pedro Sánchez y lo que pretendía Maura. El político alfonsino quería que la Corona, representada en ese momento por Alfonso XIII, tuviera una presencia en el corazón de todos los españoles, porque entendía que para un gallego o un andaluz la imagen del país estaba muy ligada a la del Rey. Quería que el Monarca visitara todos los territorios del país y consideraba que Cataluña era tan parte de España como cualquier otro lugar. Impulsó por ello aquel viaje a Barcelona, a pesar de que sabía que si las cosas salían mal tendría que presentar automáticamente su dimisión. Se jugaba su crédito político y hasta su integridad física. El catalanista radical y el anarquismo eran muy hostiles a la Corona, pero el viaje fue un absoluto éxito, con todos los balcones llenos de banderas de España y una recepción en el ayuntamiento con frases brillantes. Fue un éxito. Ahora, en cambio, de lo que se trata es de arrinconar al Rey Felipe, de convertirlo en un objeto político inservible, como si no fuera aún el elemento principal para la unidad de los españoles. No se pretende tanto fortalecer la idea de España y su Constitución, sino de justo lo contrario.
–Antonio Maura defendió el sistema constitucional de su tiempo, ¿considera que está amenazado el actual sistema? –Los tiempos pueden ser diferentes en algunas cosas, pero en otras parece que los viejos diablos familiares nos siguen persiguiendo. Hay una frase de Maura que recojo en la novela donde dice que las naciones «no mueren por débiles, sino por viles». Que una nación sea débil o esté enferma no significa su destrucción, porque el pueblo siempre tendrá capacidad de recuperarse, pero cuando algo se envilece, perece sin más. Ahí está el peligro de verdad.
«Hay una deuda histórica con Maura porque se suele caer en la simplificación de pensar que un conservador como él detestaba los cambios»
–Francisco Cambó criticaba de Maura que a veces era demasiado contundente y directo, ¿cómo era en el trato personal, según reflejas en tu novela? –Era profundamente respetuoso y tolerante con las opiniones de los demás, pero consigo mismo era radical en cuanto al rigor que se imponía. Si un confesor le disculpaba una frase que el no consideraba disculpable, pues cambiaba de confesor. Todas las noches hacia un examen de conciencia de lo que había hecho o dejado de hacer, si el examen era negativo se castigaba al día siguiente sin fumar su puro, que era algo que le encantaba. Era un hombre estricto, muy trabajador y disciplinado. Con su familia tenía una actitud correcta y educada, pero también un punto altanero. Hay que recordar que nació en una familia media de Palma de Mallorca y obtuvo su posición social tras estudiar mucho y destacar. Se hizo a sí mismo y era consciente de ello.
–¿Ha sido la historia de España injusta con este personaje? –Tenemos la manía en España de encasillar a las personas. Si alguien habla de un político del partido conservador, inmediatamente se le considera alguien de derechas, un reaccionario, lo cual es solo rascar la superficie. Como otros personajes conservadores de nuestro entorno europeo, véase Bismark, Maura podía partir de posiciones conservadoras pero luego tomaba un papel fundamental en cuestión de reformas. Eran políticos avanzados con una capacidad extraordinaria para percibir que los tiempos estaban cambiando y que el país lo debía hacer con ellos. Hay una deuda histórica con Maura porque no se suele caer en la simplificación de pensar que un conservador como él detestaba los cambios. Él no solo no los detestaba, sino que fue quien más impulsó las reformas a través de una política que si se hubiera culminado habríamos evitado los trastornos de la caída de la Monarquía y el estallido de la Guerra Civil.
La reciente incorporación de Bildu al bloque de partidos que presumiblemente aprobarán los presupuestos ha causado extrañeza y preocupación entre los diversos comentaristas políticos. Comparto la segunda opinión, pero no entiendo la primera. La relación entre el PSOE de Pedro Sánchez y la marca de los terroristas etarras viene de la moción de censura y se desenvuelve en el voto de investidura, hasta llegar a la última prórroga del estado de alarma; todos éstos, acuerdos nacionales adoptados en el Congreso. A nivel autonómico, el PSOE conseguía con la abstención de este grupo, la presidencia de Navarra; y más recientemente con el apoyo de esta formación -también- la anunciada aprobación de los presupuestos de la Comunidad Foral.
No hay novedad, por lo tanto. Pero habremos de convenir que sí existe una variación en la estrategia socialista respecto de ese partido-partida de pistoleros. Del PSOE, no de Podemos. Ya Pablo Iglesias señalaría, en mayo de 2014, en una sede de los filo-terroristas que “quienes se dieron cuenta (del supuesto carácter no democrático de la transición española) fueron la izquierda vasca y ETA”. Y en el año 2016, con ocasión del quinto aniversario de la desaparición de la banda asesina, yo mismo fui llamado por Albert Rivera a participar en la redacción de una declaración institucional del Congreso al respecto, y a la vista del texto que los partidos más representativos -el PSOE entre ellos, por supuesto- habíamos pergeñado, Pablo Iglesias, que entraba y salía del recinto aledaño al salón de plenos, nos anunciaba a la vez que exhibía su teléfono móvil:
Esta declaración no puede ser aprobada: Arnaldo (por Arnaldo Otegui, líder de los bildutarras) no lo acepta.
Nos enseñaba, ese singular portavoz de “Arnaldo”, un mensaje telefónico del coordinador general de Bildu. Iglesias demostraba así que existía una conexión, más bien una correa de transmisión que se ha vuelto reciproca y que se ve retroalimentada por los dos amigos políticos.
El objetivo de esa nueva banda, compuesta por Podemos, Bildu y otros, es que son partidos partidarios de “tumbar definitivamente el régimen”, como ha expresado con claridad meridiana el portavoz de los pro-etarras en el Parlamento Vasco.
No es novedad, ni extraño, que quienes heredan el proyecto que los asesinaos de ETA trataron en vano de implantar hayan mudado las armas por la política, como si ésta -parafraseando a Von Clausewitz- fuera el ejercicio de la violencia, pero por otros medios. Preocupante sí, porque España, desde los tiempos de la moción de censura, viene deslizándose por un tobogán destructivo que acabará con el periodo de tiempo más positivo que hemos vivido en siglos de historia; retornando a la división, al enfrentamiento y a la pelea -espero que no cruenta- de las épocas que creíamos definitivamente superadas.
Es cierto que ni Podemos ni Bildu han cambiado, el que sí lo ha hecho ha sido el PSOE. De la mano de Pedro Sánchez, el socialismo español parece empeñado en anudar su destino al de los partidos que quieren “tumbar al régimen”. Un régimen que sería en adelante el de “las mayorías y los pueblos” -siempre en palabras del portavoz bildutarra-. Esto es, un sistema en el que las minorías carezcamos de derechos, incluido el de llegar a ser mayoría; y en el que los pueblos entierren la misma idea de España, volviendo a la “confederación de cacicatos” de que hablaba don Antonio Maura en los tiempos de la Restauración; sólo que, a diferencia de ese periodo histórico, los caciques locales serán sustituidos por los partidos locales, bastiones cuasi inexpugnables por lo organizados y resistentes que ya son.
Y a esa irresponsabilidad, que ya raya en la locura, el socialismo español asiste enmudecido, incapaz -salvo las escasas y honrosas excepciones que ya se han manifestado en contra- de articular respuesta ni de enarbolar una alternativa desde la izquierda a esta caída libre de nuestro sistema al vacío.
“Nadie, nadie, que enfrente no hay nadie...”, repetiría Pedro Sánchez -si hubiera leído los versos del poeta-. Nadie que le oponga resistencia en su partido.
Y en la oposición, apenas tampoco. Pero ése es ya motivo de otro comentario.
El escritor y político Fernando Maura presenta ‘Una acuarela en Solórzano’ (Almuzara), un relato histórico sobre Antonio Maura, que fuera presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XIII, y el anarquista Andrés Cuevas en el que se cuentan en paralelo las dos vidas para describir dos realidades sociales y políticas que no se tocarán más que en el momento final en el que se produce el atentado.
El autor, familiar del político, se aprovecha de estos dos perfiles tan absolutamente diferentes y opuestos, el de un asesino y su víctima, en el verano de 1914, para describir minuciosamente el cuadro sociopolítico de la época.
Como conclusión, el Maura de hoy apuesta por intentar ver siempre que “la botella está medio llena y que no está medio vacía o tendente a agotarse” y se muestra partidario de “tener fe, ilusión y esperanza en que las cosas pueden cambiar a mejor”.
¿Por qué ‘Una acuarela en Solórzano’?
Me pareció muy sugerente. Durante una visita que hice a la casa que Antonio Maura tenía alquilada en el verano de 1913, donde pintó un fresco junto a su hermano Francisco y que aparece en la portada del libro, el propietario me cuenta que en uno de esos días estaba el político pintando una acuarela y se produce un conato de atentado por un terrorista.
Me pareció que podía ser una buena idea contar las dos vidas, la del político en primer plano y la del anarquista en segundo, para describir en la etapa de la Historia de España que se cuenta, finales del siglo XIX y principios del XX, qué era la política, qué era la vida y, sobre todo, qué era la política y la vida en dos personajes totalmente distintos que tienen realidades que no se tocan más que en el momento en el que se produce el atentado. De manera que hay un sin número de razones de tipo histórico, político y social que me parecían suficientemente interesantes como para plasmarlas en un libro.
¿Qué es lo que más va a gustar de esta novela histórica?
Algunas cosas, no solo una. Creo que puede gustar la narración de dos vidas diferentes en un mismo momento histórico y que ilustran sobre cómo en esa España de principios de siglo XX había gente que, aun viviendo en el mismo país, vivían realidades tan absolutamente diferentes y opuestas. Eso es algo que en este momento no se produce porque, querámoslo o no, los medios de comunicación tan omnipresentes como puede ser la televisión o redes sociales, acerca mucho a la gente en cuanto a la noticia o al hecho de que tenemos vivencias comunes.
Otra es que en aquella época había cosas que estaban planteadas y que estaban lejos de resolverse y que hoy vuelven a aparecer como cosas que tiene el sistema planteadas y siguen sin poder resolverse. En definitiva, vemos cómo han pasado más de cien años y todavía no hemos avanzado en todos los aspectos tal y como pensábamos.
Ahondar en la vida de Antonio Maura no es tan complicado como profundizar en la del anarquista…
El libro, como se puede ver en la bibliografía del final, está trabajado, con mucha lectura por detrás, y mucha anotación. Para lo que hace referencia al anarquista Andrés Cuevas, he contado con la ayuda inapreciable de Joan Francesc Pont, que me pone sobre la pista de un anarquista que se hacía llamar así mismo Abel Paz y que como se sitúa en la novela tiene una trayectoria más o menos similar. Nace en Almería en una familia muy humilde. Viaja a Barcelona donde tiene familia que estudia en la Escuela Moderna de Francisco Ferrer.
Participa en la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer le parece algo extraordinariamente importante. Le afecta mucho anímicamente y cuando después de una serie de recorridos vuelve a España, su objetivo final acaba siendo atentar contra Maura.
De Antonio Maura, ¿qué es lo que más destaca de su trayectoria política en distintos momentos de la Historia de España, alguno de ellos especialmente convulsos?
Yo quiero subrayar en la novela la idea fundamentalmente reformista de su acción política, sobre todo en la primera etapa de su carrera. En Maura hay dos frases que ejemplifican bastante su trayectoria. La primera es “La revolución desde arriba”. Él quería cambiarlo todo, pero siguiendo el modelo de la Constitución de 1876, que según él solo había que abrirla para darle verdadero contenido.
Esta etapa reformista era muy importante y sobre todo se pone en práctica en el Gobierno Largo, entre los años 7 y 9, con medidas tanto en la Marina española (como consecuencia del desastre del 98 se queda una Marina totalmente desvencijada e incapaz de afrontar cualquier tipo de reto) como en el ámbito de la legislación municipal para descentralizar la vida política y acabar con el caciquismo, que era uno de los grandes vicios del sistema, y, por otra parte, todo lo que es la legislación social, donde cuento toda la historia de la Ley de descanso semanal y que apoyó, curiosamente, Pablo Iglesias, que tiempo después diría que si hay una llamada al atentado personal contra Maura porque este regresa al poder, no dudaría en pedirlo. Es algo que dijo públicamente en el Congreso.
Hay en Maura una perspectiva de gran ímpetu reformista que el propio sistema es incapaz de asumir y de aceptar.
Una novela histórica que recoge momentos convulsos de la Historia de España. ¿Más o menos convulsos que hoy?
Si se lee la novela con ojos de hoy, que es como siempre hacemos las cosas, se descubren muchísimas circunstancias que pueden ser similares en cuanto a lo que puede parecer un cierto desmoronamiento y agotamiento del sistema y de las personas que lo encarnan.
Esto es un poco lo que está pasando también ahora. Hay un sistema, que es en el caso nuestro el de la Constitución de 1978, que hay quien está empeñado en acabar con ella y, por otro lado, otros que deberían defenderla con muchísimo ahínco y parece que también están mirando hacia otro lado. Es una realidad como que los viejos demonios familiares españoles siempre están acechando y siempre parecen capaces de acabar con proyectos comunes de convivencia.
¿Qué podemos aprender de la Historia para aplicarlo a lo que pasa hoy?
Cuando nos encontramos ante situaciones como esta, habría que contraponer dos figuras políticas también de aquella época: la figura de Silvela, que tenía un carácter reformista también muy evidente (la frase ‘La revolución desde arriba’ es de Silvela, luego Maura la pone en práctica y la asume) y que era un hombre que teniendo una idea muy clara de hacia donde debía ir España, tenía una enorme desconfianza en el pueblo español.
Creía que en España era imposible una labor reformista porque el país, al final, no le iba a acompañar en ese trabajo. Al revés, Maura tiene más fe en la capacidad en que España sea capaz de afrontar su destino y poner en marcha las reformas.
En el peor de los casos y en la peor de las situaciones, hay que intentar ver siempre que la botella está medio llena y que no está medio vacía o tendente a agotarse. Creo que hay que intentar ubicarse en ese ámbito y tener fe, ilusión y esperanza en que las cosas pueden cambiar a mejor.
En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Maura.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Burguete, en Navarra. En los bosques de hayas cercanos a Irati. Donde conservo los recuerdos de mi infancia y juventud. Donde construí una casa, a la que llamé “Villa Eugenia”, en recuerdo de mi hija. Y donde paso las temporadas que puedo en compañía de mi mujer y de un teckel que nos sigue a todas partes. Allí los recuerdos no estorban, añaden paz interior y ayudan a encarar el futuro con ánimo.
¿Prefiere los animales a la gente? Algunos animales -el perro al que me he referido antes, en especial- son bastante mejores que muchas personas. Pero yo sigo confiando mucho en la solidaridad de las gentes, que son capaces de lo mejor aunque también lo son de lo peor.
¿Es usted cruel? Espero que no.
¿Tiene muchos amigos? No muchos, los necesarios.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? La posibilidad de compartir una conversación inteligente y/o divertida. La necesidad de depositar en ellos mi confianza en los peores momentos, aunque sé por experiencia que sólo uno mismo puede encontrar la salida.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No me decepcionan ellos, sino yo mismo cuando compruebo mi error al considerarlos amigos o exigirles demasiado... cuando no saben o no han podido estar a la altura.
¿Es usted una persona sincera? Bastante. Aunque con la vida he aprendido a ocultar cosas que no conviene decir: ni a mí, ni a mi interlocutor.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? La lectura, una buena conversación, el paseo, la música, el cine... hay muchas formas de llenar las horas libres.
¿Qué le da más miedo? La muerte con dolor. Hoy en día parece que eso es evitable. Así que tengo poco miedo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? La ausencia de ética en la política. Pero es un fenómeno tan frecuente que ya apenas sí me escandaliza.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? No soy escritor a tiempo total, de modo que las cosas que también hago -y he hecho- han formado parte de mi vida: la política, los negocios, y ahora, el ejercicio de la abogacía.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Bastante: la natación y el paseo.
¿Sabe cocinar? En mi casa soy el “rey” de las tortillas.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Antonio Maura, a quien he dedicado mi última novela.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Amor. Que, según Leonard Cohen, es la única máquina de salvación.
¿Y la más peligrosa? La respuesta es fácil: el odio. Es siempre destructivo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No. Me ha bastado con excluirlos de mi vida.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Creo en el liberalismo progresista, que no es lo que unos entienden por liberal y otros por progresista. Pero no es éste el momento de hacer una tesis política.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Una vez que tienes la suerte de vivir no conviene pedir otra alternativa.
¿Cuáles son sus vicios principales? Es mejor no desnudarse tanto. Además es mejor formular esta pregunta a quienes me conocen.
¿Y sus virtudes? Si las tengo, que lo digan otros.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Algunos dicen que se te pasa por la cabeza toda la vida. Yo intentaría salir a la superficie.
El pasado jueves 29 de octubre se perpetró en la sede de la soberanía nacional uno de los más graves atentados que el supremo órgano representativo de una democracia puede producir contra ella misma. La aprobación, en violencia de la Constitución, de un estado de alarma sin la prevista sanción quincenal parlamentaria nos devuelve a otros ominosos tiempos históricos -españoles o extranjeros- en los que las mayorías, por el hecho de serlo, arrastran con la fuerza de su marea cualquier dique de contención que se le oponga.
Ya hay juristas prestigiosos, como lo es mi amigo y compañero en el Parlamento Europeo, Francisco Sosa Wagner -junto a Mercedes Fuertes-, que han analizado el atentado en su perspectiva legal, por lo que no haré más comentario al respecto. Lo que sí diré es que políticamente se trata de un daño corrosivo para la democracia. Seguramente, haciendo buenas las palabras de Fouché refiriéndose al asesinato del duque de Enghien, “es peor que un crimen, es un error”.
Se puede hasta comprender que en la extraña pareja formada por el tándem Sánchez-Iglesias exista una especie de deliberado propósito de subvertir el orden constitucional en lo que este nuevamente decretado estado de alarma pudiera constituir un pilar decisivo en la construcción de un nuevo edificio para-constitucional que desplazara la Carta Magna de 1978 al desván de los objetos inútiles. Gobernando sin control parlamentario, adjudicando toda la responsabilidad de la gestión de la pandemia a unas autonomías devenidas en nuevos estados confederados -léase taifas, si no fuera porque son repúblicas- y un presupuesto que más que para la recuperación nacional parece servir para su precipitación al vacío... la base angular del nuevo edificio estaría definida. Sólo falta añadir alguna que otra viga maestra e ir levantando cuantos pisos se pretenda.
¿Y cuál ha sido la respuesta del centro político nacional representado en el Parlamento? Un centro en el que se concentran ahora el nuevo PP emergente con vítores de propios y extraños después de la moción de censura; y el partido que nació en Cataluña para proporcionar voz -y ánimo- a una ciudadanía desconcertada, para después ofrecer una respuesta de regeneración política para el conjunto de España. Ya se ha visto: uno le amenaza con llevarle a la Comisión de Venecia y luego se abstiene, Cs simplemente vota a favor.
¿Qué es, en que consiste en realidad el centro? Creo que no es el acercamiento a las posiciones de la izquierda gobernante, como los ateridos por el frío se aproximan al calor de la chimenea. El centro es la posición que combina, en España, los valores europeos de las libertades cívicas con la solidaridad expresada en el estado del bienestar, y cuando se conculcan abiertamente las primeras y se pone en peligro el segundo -por la previsiblemente perversa respuesta que se dará a la crisis en términos de pérdida de puestos de trabajo y consiguiente pobreza-, el centro debería salir en defensa de esos valores y de la Constitución que los encarna. Porque el centro no es siempre moderación, a veces hay que defenderlo desde la radicalidad, que viene de raíz, de esencia, de principios.
En este contexto, no es de extrañar que algunos compañeros -amigos míos- hayan mostrado su desacuerdo: algunos han abandonado Ciudadanos por la decisión de este partido el 29 de octubre; y a una diputada se la obligó a votar esa resolución “por disciplina de partido”, por lo visto -una vez más el mandato imperativo se habría impuesto sobre el criterio propio del representante popular-. Son desde luego malos los tiempos para quienes acostumbramos tener la funesta costumbre de pensar...
Respeto esas decisiones. Sin embargo, yo no voy a entregar el carnet de afiliado de Cs. Sigo pensando en la necesidad de un centro político, liberal y progresista, para España. Creo que es muy difícil que este partido subsista en el cuadro de polarización política que se avecina, pero que -más pronto que tarde- llegará el momento en que la ciudadanía reclame de nuevo un espacio de estas características. Y cuando llegue ese momento en que -parafraseando el título de la novela de Proust- nos pongamos a buscar ese centro perdido, todos los apoyos serán imprescindibles.
Fernando Maura solo ficciona a Antonio Maura cuando pinta. Su labor política es descrita como si se tratara de su biografía
Hay libros que empiezan en su portada. El que hoy reseño, Una acuarela en Solórzano, de Fernando Maura, empieza de este modo. Hay en su cubierta dos señores pintando al agua. Uno de ellos es el protagonista y el otro su hermano. Este dato es importante porque es la imagen con la que comienza los capítulos dedicados a hablar de uno de ellos, Antonio Maura, ministro con gobiernos liberales y luego jefe de gobiernos conservadores durante el reinado de Alfonso XIII.
Maura tuvo interesantes proyectos políticos para una España que los necesitaba. Abogó por una mayor transparencia. Quiso poner orden en el funcionamiento de las instituciones locales a efectos de neutralizar el caciquismo y descentralizar la administración para que fuera más eficaz. Y sobre todo, durante su llamado “gobierno largo”, entre 1907 y 1909, intentó cuadrar el círculo de lo imposible, si no contradictorio, intentando la “revolución desde arriba”. El periplo maurista sufrió su mayor descalabro con la gestión de “la semana trágica”, en Barcelona de julio a agosto de 1909. Primero legalizó que a la guerra de Marruecos no fueran los que podían pagar 6.000 reales, origen de una huelga general. Y para completar el desastre, es durante su gobierno que se condena a muerte al pedagogo Francesc Ferrer i Guardia, fundador de la Escuela Moderna, movimiento pedagógico admirado y copiado en toda Europa.
El libro de Fernando Maura solo ficciona a Maura cuando pinta, uno de sus hobbies. Su labor política es descrita como si se tratara de su biografía. O de una aproximación ensayista. También ficciona en capítulos alternos, la vida de un anarquista, como para dejar patente que Maura también se las vio con el movimiento obrero, el mismo que tuvo que esperar hasta 191 para que lograran la jornada de ocho horas.
Tal vez las páginas más sesgadas e injustas sean las dedicadas al pedagogo catalán, de quien se destaca su costado anarquista antes que el pedagógico. Daré un ejemplo: cita el autor un insulto de Miguel de Unamuno a Ferrer i Guardia (“Fanático, tonto y criminal”) pero no cita al mismo cuando se desdice de aquel cruel exabrupto ocho años más tarde con estas palabras: “El inquisidor que llevamos todos los españoles dentro me hizo ponerme al lado de un tribunal inquisitorial”. Y por último, no sé si Fernando Maura sabe que en Praga, durante una manifestación contra la sentencia de Ferrer i Guardia, un joven llamado Franz Kafka participó en ella.
Es muy difícil sustraerse al estado de asedio colectivo y personal que nos embarga a los ciudadanos para componer una reflexión que eleve la mirada por encima de la enfangada batalla política. España va mal, y lo dice hasta el CIS que es un instituto que sólo sirve ahora para presentar los resultados de las encuestas en favor del gobierno.
Va mal. El gobierno de coalición está empeñado en la demolición del régimen del ‘78 —al que, de no variar mucho las cosas empezaremos a calificar de “antiguo régimen”, tan pasado de moda como los de épocas feudales del que esa expresión deriva su nombre— y también parece abonado a la creencia de que un estado subsidiado es la mejor de las opciones para crear un rebaño de personas en lugar de lo que un día fuera proyecto de ciudadanía.
Y la oposición, aun observando el derrotero de los acontecimientos, sigue jugando al tacticismo y al regate corto, como si éstos fueran los tiempos de la política de siempre, la de la alternancia, o la de la búsqueda de un espacio propio en el que actuar, desplazando del mismo a los rivales cercanos.
“Por el bien de España”, proclaman; por el bien de sus partidos, deberían decir, porque éste no es un momento ni siquiera en apariencia normal. A la crisis política y el empeño por deconstruir el ámbito de convivencia entre los españoles de nuestra Constitución, le está siguiendo una profunda crisis económica que se traducirá muy pronto —en cuanto los ERTE se transformen en ERE— en la destrucción de cientos de miles de puestos de trabajo, en una economía dependiente del turismo que es el sector por antonomasia más afectado por una crisis sanitaria que provoca una extremadamente alta tasa de contagios.
Nos encontramos en un momento de emergencia nacional, seguramente nunca observado en nuestros tiempos recientes, y descontadas todas las crisis que nos han afectado hasta ahora desde nuestra última guerra civil. Porque la situación se parece, no sólo a la tormenta perfecta de la célebre película de Wolfgang Petersen, sino a un escenario aún peor, el de una tormenta pluscuamperfecta. El edificio constitucional se veía soportado por dos grandes partidos: UCD, AP o PP —en el lado de la derecha— y el PSOE en el de la izquierda. Hoy, en puridad, habiendo abandonado el socialismo su esencial papel de sostenedor constitucional, solamente serían los partidos del centro y de la derecha quienes soportaran el régimen del ‘78. La sociedad civil española sigue siendo débil, fragmentaria y atomizada, y es incapaz de generar un movimiento que pueda de hacer frente a la pertinaz labor de acoso y derribo del gobierno de coalición y de sus socios. Y una ciudadanía atemorizada por el virus y asustada ante la perspectiva de perder su empleo, está sólo a salvar los muebles del desastre que ya se encuentra entre nosotros.
Por eso es urgente que los partidos del centro y la derecha españoles tomen nota de lo que está ocurriendo y consideren que tendrá que ser Europa quién nos saque del entuerto. Porque no lo hará. Europa, la Unión Europea, no dirá apenas nada si España decide suicidarse y crear una Confederación Republicana de Estados Asociados, en lo que sería una decisión interna y soberana de un estado miembro. Tampoco será capaz de impedir que España renuncie a los últimos vestigios de un poder judicial independiente —no lo consigue con Polonia o con Hungría—. Europa sólo actuará, interviniendo la economía española seguramente, si la más que presumible mala gestión económica contagia al euro poniendo en peligro a los demás países miembros de este club.
¿Habrá que esperar a eso, a que la situación sea tan desesperada como para que vengan desde Europa a rescatarnos? ¿No se darán cuenta los partidos constitucionalistas que aún quedan de que no existen atajos, ni defensas del terreno propio de juego o del ataque al contrario? ¿No se enterarán de que a la emergencia se le responde desde la unidad, cualquiera que sea el coste en término de siglas y de dirigentes?
“La función del Gobierno es proteger la Monarquía”, ha afirmado el Ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, para justificar la ausencia del Rey en el acto celebrado por el Consejo General del Poder Judicial el pasado viernes 25 en Barcelona.
La protección de la Monarquía debiera ser una de las tareas principales de nuestros gobernantes. Más allá del poder moderador que ejerce por mandato constitucional, el Rey representa de manera simbólica algo que es cada día más importante en esta España quebrada por la afirmación de las identidades particularistas: la unidad de esas partes fragmentarias, la cohesión de un país abismado por las diferencias territoriales, sociales o educativas, agravadas todas por el desastre general de una pandemia a la que nuestros gobernantes parecen incapaces de hacerle frente.
Pero me temo que la pretensión del Gobierno al adoptar esa decisión -cuyas razones últimas nos han sido cuidadosamente ocultadas- no consistía precisamente en proteger al Rey. Más parece que ha consistido en proteger los intereses del propio Gobierno y su voluntad de aprobar la ley presupuestaria con los votos de todos los españoles que no quieren serlo y que rechazan abiertamente su condición de tales.
Son tiempos difíciles y extraños estos que estamos viviendo. Muy diferentes a otros en los que la política se encontraba al servicio de la ley y trabajaba por el interés general.
Por ejemplo, en el año 1904, y contra la opinión y el consejo de buena parte de sus asesores y de la opinión, Antonio Maura decidía llevar a Alfonso XIII a Barcelona por vez primera en su reinado. Se trataba, en efecto, de una operación de altísimo riesgo. Si la Ciudad Condal era un centro industrial y comercial de primera importancia, también lo era del auge del nacionalismo, del lerrouxismo republicano y -aún peor- del terrorismo anarquista. La visita fue un éxito y Maura la pagó con el primer atentado que sufrió en su vida. La crónica de aquel viaje es ya conocida, pero queda recogida también en la novela Una acuarela en Solórzano, editorial Almuzara 2020, firmada por el autor de este comentario.
No sería necesario tampoco echar la vista hacia esos tiempos para evidenciar el respeto de nuestros gobiernos por la institución ahora representada por Don Felipe. Restaurada la Monarquía en democracia, los diferentes ejecutivos españoles han sido capaces de articular un espacio de colaboración fructífera con ella en beneficio de todo el país. Hasta que llegó el actual Presidente, empujado al poder por una coalición desleal con la Constitución, las relaciones entre la Casa Real y sus gobernantes gozaban, por lo general, de un respeto mutuo. Quebrado éste, la pregunta que deberíamos formularnos sería: ¿de qué o de quién debería ser protegido el Rey?
Y la respuesta, no por evidente, conviene que quede una vez más declarada: deberíamos proteger la Monarquía, sí. Protegerla de quienes la combaten con el empeño de destruirla; defenderla de los nacionalistas e independentistas que la atacan porque representa la unidad de España; de los populistas y comunistas que pretenden regresar a los tristes episodios republicanos de nuestra historia; de un Presidente al que nada ni nadie importa con tal de amarrar su suerte al poder; de los que, en amalgama de todos los contrarios, persiguen la destrucción del orden constitucional de 1978 para sustituirlo por el desorden de una República confederal que conceda la autodeterminación a sus territorios y que ligue la condición de ciudadanía al carnet patriótico y la cartilla de racionamiento.
Proteger la Monarquía es lo mismo que combatir a quienes están conjurados a clausurar el espacio de convivencia que nos ha permitido vivir en libertad y en prosperidad en el mejor período de nuestra historia reciente.
“La Unión Europea está obligada a reforzar su unidad, renovar sus instrumentos de actuación ante nuevas amenazas como el terrorismo, el cambio climático, las migraciones o la desinformación y a asumir un papel de superpotencia geopolítica para evitar convertirse en el ‘terreno de juego’ de los demás”. Éstas fueron las ideas que esbozó Josep Borrell, el Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y de Seguridad, en una importante sesión celebrada en el Parlamento Europeo a finales del pasado año.
El reto de conseguir una política europea exterior y de seguridad comunes no es nuevo. Europa nació con el proyecto político de impedir que las dos guerras mundiales que se habían producido en su suelo -algunos las rebautizaron como guerras civiles- se repitieran, por lo que no resulta aventurado afirmar que el principal objetivo europeo construido desde sus escombros era el de la preservación de la paz, y la paz no deja de ser uno de los imperativos de la política internacional. Que el procedimiento para entrelazar los intereses de las naciones europeas que la componían fuera el de los acuerdos económicos -primero el carbón y el acero, que tenía una innegable vertiente anti-bélica; luego el mercado interior-, o que la construcción del proyecto europeo se produjera a través de la cultura -como sugeriría años más tarde Jean Monnet-, no es significativo a este respecto; la idea de una Europa integrada daba sus primeros pasos.
Aún no completado el objetivo en su vertiente económica, fiscal o solidaria -aunque el pacto para la recuperación decidido en el Consejo Europeo de julio debe situarse como un importantísimo paso adelante en este ámbito-, ahora parece llegado el momento de avanzar en el perímetro de la unión política, y en éste la política exterior y de seguridad constituye un elemento de principal importancia.
Emma Bonino decía que, en Europa, hay dos tipos de países: los que son pequeños y los que todavía no se han enterado de que lo son. Aún unidos todos esos Estados, su peso en la población mundial sólo representa un 9%, y con una tendencia claramente decreciente.-
Que la UE debería actuar con una sola voz en el concierto internacional no parece que genere demasiadas dudas. Esta unidad es poco probable, sin embargo. Si Europa constituye un agregado que parte de las políticas y los intereses nacionales, que después es consensuado por sus dirigentes, una eventual política exterior común debería alcanzarse también con el procedimiento del acuerdo. Y en este punto, la definición de las amenazas percibidas por los Estados miembros y las prioridades que les dedican en sus preocupaciones son muy diferentes.
Haré excepción del caso de España, que lleva ya demasiado tiempo abdicando de una política exterior acorde con sus intereses nacionales -quizás desde que el presidente Aznar concluyera sus mandatos-. En efecto, ¿cómo podríamos definir nuestros intereses nacionales cuando no hacemos otra cosa que discutir la misma idea de nación aplicada a nuestro país?
Aún en el caso de los Estados que sí tienen definidos sus propios intereses, tampoco resulta fácil la integración -cuando no superación- de éstos en beneficio de los del conjunto de Europa. Pondré algún ejemplo de lo afirmado. Todos conocemos la inquietud que sienten los países que durante décadas se mantuvieron en el espacio político soviético ante la actuación resueltamente autoritaria, y expansionista, de Rusia en su vecindad más próxima; y sabemos que observan con preocupación dos hechos que continúan subrayando esa amenaza, uno de carácter exterior a Rusia -aunque no tanto-, como es el de las elecciones en Bielorrusia y la represión subsiguiente por Lukashenko, otro interno a Rusia, como es el del envenenamiento del líder opositor Navalni. ¿Qué haría la UE en el supuesto de una intervención militar ordenada por Putin en Bielorrusia?,¿establecer más sanciones contra los dirigentes del Kremlin? ¿Qué hará Europa -más allá de las firmes declaraciones de Merkel- en el caso Navalni?
Lamentablemente creo que nada. Existen muchos intereses en juego y toda una economía de los países del Centro y del Este de Europa dependientes del gas ruso. Definir las amenazas sobre Europa no es tampoco asunto fácil. Borrell evocaba las que son cuestiones ya generalmente admitidas entre nosotros: el terrorismo, el cambio climático, las migraciones, la desinformación... pero, ¿no constituyen también amenazas dignas de mención los regímenes autoritarios/totalitarios y sus constantes violaciones de los derechos humanos? Es seguro que sí, pero el Alto Representante lo omitía de su lista, no en vano no todos los Estados de Europa constituyen paradigma de la democracia liberal y, sin embargo, continúan asociados al club.
El aspecto geográfico y la historia tiene también su influencia en nuestra percepción de las amenazas. Además del caso de Rusia, la percepción que se tiene de Turquía no es la misma en Alemania -país en que residen cerca de 3,000.000 de turcos, no completamente integrados en su habitual modo de vida- que la de los italianos. Ni a los suecos les quita el sueño la vecindad sur europea, el Magreb y todos los retos y amenazas que supone.
Y si, más allá del llamado poder blando, la política exterior y de seguridad exige en ocasiones la intervención militar, con la consecuente existencia de un ejército europeo, el asunto se vuelve aún más difícil.
Muy ambiciosos objetivos los evocados por Borrell para unas economías -públicas y privadas- devastadas por la pandemia.
En estas anómalas vacaciones de un verano que se podría parecer a otro cualquiera, si no fuera por las temperaturas en ascenso -lo mismo que los contagios de la pandemia- regresan las viejas canciones que alguna vez ofrecían significado a una vida en la que las referencias básicas -como las profundas raíces de las hayas del Pirineos navarro- siempre parecen necesitar de asideros. Revisitar la voz de Gilbert Bècaud y su L’important c’est la rose tiene su interés en este contexto, cuando lo que de verdad importa parece oculto para tantos. Ese viejo clochard, que era Bècaud, residente en un barco amarrado al Sena y amigo de François Mitterrand, tenía en la rosa puesta la comprensión de sus inquietudes más íntimas. Algunos pensarían -quizás a causa de su relación con el líder socialista francés- que su rosa contenía un puño cerrado sobre ella, pero yo prefiero creer en una relación algo más poética: la expresión de lo que tiene de verdad sentido en la vida; y, en la vida, la política apenas sí es capaz de resolver los problemas de las gentes, es más frecuente que los agrave.
Hay canciones para todas las vidas -como los cuentos que se sabía, todos, León Felipe-. Una de ellas se debe al cantante de origen canadiense pero de ámbito universal, Leonard Cohen, y se titula The Future. La pieza tiene su historia. Cuentan que en noviembre de 1989, con ocasión del derrumbamiento del Muro de Berlín, un grupo de amigos rodearon al poeta y cantante invitándole a que se sumara a la fiesta por la alegría de que finalmente hubiera caído el símbolo y la frontera entre los dos mundos, el libre y el opresor, de modo que la civilización podría reconciliarse consigo misma, en un nuevo cosmos de valores y derechos democráticos. Pero Cohen declinaría tomar parte en la celebración, se encerró en una habitación y empezó a pergeñar las estrofas de esa canción, que, además de asegurar, I’ve seen the future, brother, it is murder, anuncia en uno de sus pasajes:
There’ll be the breaking of the ancient western code,
Your private life will suddenly explode,
There’ll be phantoms, there’ll be fires on the road,
And the white man dancing.
No existe una comunidad internacional
Han pasado más de 30 años desde entonces, y el tiempo -que es sabio por viejo- ha dado la razón al autor de The Future. El viejo orden occidental está al borde del colapso. Como dice Stephen D. King[i], “no existe una ‘comunidad internacional’ permanente. En su mayor parte, las naciones actúan en su propio interés (…), en un mundo incierto y a veces caótico, creando alianzas temporales que pueden durar semanas, meses, años o décadas, pero que están siempre en peligro de desmoronarse eventualmente”.
El consenso que seguiría a la Segunda Guerra Mundial, las instituciones que fueron creadas después de aquel desastre -el FMI, el GATT, la OTAN y, más tarde, la Unión Europea- se encuentran en una situación de permanente crisis y de urgente reforma. En cuanto a la ONU, gracias al derecho de veto de sus miembros permanentes, sus resoluciones no pasan de ser un conjunto de contradicciones. Además, según el autor citado, cada vez esos países representan una menor parte del mundo: en 1950, su población total representaba a 898 millones de personas -por encima del 35% de la población-; en 2015, aunque su población total había crecido hasta los 2.000 millones, su parte en el total ha decrecido hasta el 27%; y para 2100, su población se reducirá hasta 1.700 millones y su participación total en el conjunto mundial será de un 15%.
Otras asambleas de países que se han venido produciendo en los últimos años -como es el caso del G7, una reunión de naciones ricas, integrada por Canadá, Francia, Italia, Alemania, Reino Unido y EEUU-, cuya población creció desde los 464 millones, en 1950, hasta los 755 millones en 2015; se verá aumentada -fundamentalmente como consecuencia de la inmigración- hasta alcanzar los 850 millones en el año 2100. Pero su participación en el total global pasará del 18% en 1950 a un 7,7% en 2100.
La globalización
En paralelo a esta falta de legitimación de los organismos internacionales, una corriente muy profunda ha atravesado a los países, destruido la capacidad decisoria de las naciones y modificado las ligaduras de las empresas con referencia a sus estados: la globalización. Ésta ha invadido, además, todas las esferas de nuestro conocimiento, nuestros gustos, nuestro ocio, nuestra manera de vivir. Aceptamos la globalización como algo inevitable pero, a la vez, la criticamos como causa de la pobreza y como amplificadora de la brecha de desigualdad que ya existía entre nosotros. Y, sin embargo, de acuerdo con el Banco Mundial: El mundo consiguió el objetivo de Desarrollo del Primer Milenio de reducir la tasa de pobreza de 1990 a la mitad para 2015, cinco años antes de lo previsto. En octubre de 2015, el Banco Mundial realizó la previsión de que el número de personas que vivirán en situación de extrema pobreza se habrá reducido un diez por ciento.
Cabe preguntarse por la permanencia de estos pronósticos toda vez que se cierre el dramático episodio de la pandemia, con su coste en términos de vidas truncadas, de empresas cerradas y de clausurada economía sumergida -que supone más del 30% del PIB en el África Subsahariana y en América Latina, según algunos estudios-; en todo caso, la respuesta al desarrollo económico no se encontrará en el regreso a los viejos conceptos del aislacionismo económico y a las fáciles soluciones populistas para los problemas complejos.
Stephen D. King sugiere que la historia de la economía y de la política demuestra que después de las crisis financieras -en oposición a las recesiones- los movimientos políticos fundamentales se sitúan generalmente en favor de lo que podría ser descrito como movimientos paranoicos, tanto en la izquierda como en la derecha; a menudo ligados con el racismo, el anti-semitismo, el nacionalismo y el rechazo de las instituciones internacionales, que en tempos normales son capaces de proveer del ámbito necesario para el cumplimiento de las normas que estas instituciones establecen. Bajo estas circunstancias, la globalización sólo puede retroceder dejando tras de ella peligrosas rivalidades políticas y económicas.
¿Será la crisis post-Covid similar a las crisis financieras en los términos políticos presagiados por el profesor King o tendrá la pandemia una consecuencia similar a una recesión? ¿Cuáles son las diferencias, medidas en términos de respuestas políticas para ambos supuestos? Si seguimos el criterio de los clásicos que han analizado los procesos revolucionarios -definidos como la actitud de las masas con respecto a los acontecimientos de profunda convulsión social- parece evidente que las grandes crisis económicas, con independencia de que éstas sean financieras o producto de una recesión, generan agudos cambios políticos. Alexis de Tocqueville lo describe en su siempre imprescindible El Antiguo Régimen y la Revolución de 1789. En esta obra, el pensador liberal francés describe los momentos revolucionarios como situaciones que no tienen lugar con carácter inmediato a las causas que los provocan. Las gentes no responden airadamente justo después de una crisis económica, por lo mismo que nadie critica a los poderes públicos su incapacidad de prever los efectos dañinos de una riada cuando de lo que se trata es de salvar los muebles. Sólo algún tiempo después, y cuando paradójicamente ya se encuentran a salvo, las gentes miran en dirección de los gobiernos -o los regímenes- incompetentes y exigen respuestas satisfactorias.
Sólo por poner un ejemplo que el lector español podrá recordar sin esfuerzo, la crisis financiera que sufriera nuestro país en 2008 produjo una primera respuesta política que se tradujo en una polarización electoral con la victoria del PP por mayoría absoluta. Deberían pasar 6 años, sin embargo, para que se acaeciera una mutación del sistema de partidos, cuando en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014 dos formaciones políticas aparecieran en el panorama nacional: Podemos y Ciudadanos. A partir de ese momento las mayorías absolutas dejaron de existir en el mapa político español.
El caso español no es, sin embargo, un supuesto ajeno a los comportamientos políticos que se han vivido en otros países. Seguramente ningún país ha mantenido el esquema de sus fuerzas políticas intacto: la aparición del populismo a la derecha y a la izquierda del espectro parlamentario sirve como suficiente ejemplo de lo afirmado. Nos encontremos o no en presencia de un nuevo resurgir de los nacionalismos/populismos, es posible que no sea la globalización la vieja víctima de los nuevos tiempos que la pandemia traiga consigo. En cualquiera de los casos -parafraseando a Churchill-, la globalización es la peor forma de los sistemas económicos existentes… si exceptuamos a todos los demás.
El fundamento del orden liberal internacional
Pero, volviendo a la idea originaria de este comentario: la crisis del sistema producido con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, deberemos convenir que éste era, fundamentalmente, consecuencia del acuerdo entre las élites políticasde los dos grandes partidos norteamericanos que defenderían el internacionalismo liberal, una opinión según la cual Washington debería sostener y extender un orden global que promoviera los mercados abiertos, las políticas abiertas y las instituciones multilaterales[ii].
Como consecuencia de la polarización y el distanciamiento entre los dos principales partidos políticos norteamericanos esta estrategia global ha hecho crisis, hasta el punto de que pensar de nuevo en ella no deja de constituir una quimera. Según los autores citados, una estrategia de estas características consiste en una hoja de ruta que relaciona fines con medios. Y que funciona mejor en un terreno predecible: un mundo en el que los políticos tienen una comprensión clara de la distribución del poder, un sólido consenso doméstico acerca de los objetivos y la identidad nacionales, y unas instituciones nacionales de seguridad estables.
La polarización política ha llevado a las instituciones de Estados Unidos al punto de que cada nueva administración produce una política internacional muchas veces opuesta a la de la anterior, cualquiera que fuera la practicada por su predecesor. Dicho sea a pesar de que algunas tendencias profundas permanezcan en ellas, como es el caso de la mayor atención norteamericana hacia el Pacifico en perjuicio del Atlántico.
La alternativa al caos
Esta situación ha venido para quedarse. Y la pregunta que deberíamos formularnos es: ¿cuál sería la alternativa a los grandes consensos?, ¿el caos que predecía Leonard Cohen en su canción The Future, o sería posible alguna otra solución? Seguramente la lección que podríamos extraer de este nuevo estado de cosas, haciendo de la necesidad virtud, es que una política basada en el caso por caso sería al menos tan buena y seguramente mejor que una imposible política construida sobre grandes compromisos estratégicos.
Y es que el poder en la política global no es ya lo que era. La capacidad de ejercicio del poder por parte de los estados, la forma en que lo gestionaban, sus objetivos y los nombres de los que lo detentaban… todos han cambiado de manera esencial. El resultado es un mundo emergente de multipolaridad internacional -a pesar de una creciente concentración política en el interior de los estados- y desorden –“the future, brother, is murder”, de la canción de Cohen-. Un mundo que expulsa de su seno las grandes estrategias.
Y es que los nuevos actores en la política internacional se han extendido: desde las milicias locales hasta las ONG y las grandes corporaciones, que disponen todos ellos de un creciente poder y que compiten con los estados. Y un mundo poblado por decenas de centros de poder es extremadamente difícil de conducir y de controlar. En definitiva, un mundo interactivo y complejo, en el que la línea más corta entre dos puntos no es ya la recta.
En un mundo tan complejo, carente de un liderazgo claro o en ausencia de interés por su ejercicio, parece que no quede otra solución que la buena política internacional basada en el consenso, la agregación de agentes -nacionales, intergubernamentales o no-, y la descentralización. Aunque, al cabo, si para Bècaud lo importante era la rose, para Cohen el amor is the only engine of survival.
¡Consolémonos entonces! Al fin y al cabo, sólo nosotros seremos capaces de salvarnos a nosotros mismos. Nosotros, la gente.
La tarea consistente en analizar las consecuencias sociales y políticas de la pandemia del Covid-19 se convierte en un trabajo arduo cuando ni siquiera se ha superado ésta. Los rebrotes -más o menos aislados-, la espera ansiosa de una vacuna y la afectación que -en todo caso- traiga consigo el periodo posterior al virus en los modos de comportamiento de las gentes -con su correspondiente impacto sobre el ocio y el turismo, que constituyen la principal industria de la España actual- desdibujan la precisión de los contornos del cuadro que se nos presentará a partir del otoño y nos acompañará en los próximos años, definiendo un escenario que ya algunos auguran de apocalíptico.
Los anglosajones utilizan con frecuencia un término –aftermath- con el que describen lo que ocurre después de un acontecimiento desastroso. Hubo un aftermath después de la II Guerra Mundial, por ejemplo; le precedió otro, después de la Gran Depresión del ‘29 del pasado siglo; por lo mismo que nos ocurriera a los españoles nuestro particular aftermath una vez concluido el Desastre de 1898 con la pérdida de nuestros últimos vestigios del Imperio en Cuba y Filipinas, entre otras penalidades acaecidas a lo largo de nuestra historia. Cada uno de esos episodios supuso un cambio de comportamientos sociales y económicos que se tradujeron en mutaciones políticas.
Eso es lo único que aparece con claridad ante nuestros ojos atónitos en los tiempos que corren: que estamos en presencia de un cambio, cuya intensidad y proporciones apenas intuimos ahora; y del que la respuesta política por parte de la ciudadanía sería imposible discernir.
Hay, eso sí, encuestas; y se han producido también dos elecciones regionales en pleno episodio de la pandemia. Unas elecciones que no debieron haberse celebrado, toda vez que no había vencido aún el periodo legislativo de sus respectivos parlamentos, y producidas -las elecciones- en el marco del temor al contagio en los sectores de edad más susceptibles de infección -la tercera edad- que también constituyen la parte de los votantes que participa más. Como era de prever, según el diario El País, los comicios en Euskadi registraron la mayor abstención desde los celebrados en 1994 y en la comunidad gallego hay que remontarse a 1985 para encontrar un dato similar.
Habrá quien piense que los resultados que han arrojado esas elecciones resultan sólo representativos para las comunidades en las que se produjeron: la revalidación de dos suertes de nacionalismo, más o menos light, consecuencia de una cuasi perfecta mimetización de los partidos tradicionalmente triunfantes en ambas regiones con las bases sociológicas de las mismas. Feijó y Urkullu, dos personajes para un autor, ha largo tiempo descubierto en democracia: la vida feliz y provinciana, sin sobresaltos y acostumbrada a pactar y convivir con sus viejos diablos familiares, cualesquiera que éstos sean.
Convengamos, sin embargo, que en este mundo transversal e interconectado que vivimos nada hay que carezca de traslado hacia otros ámbitos. El análisis de estas elecciones ofrece sus lecturas diversas a los partidos contendientes: el Partido Socialista, que ha visto limitadas sus expectativas electorales; Podemos, incapaz de penetrar en el tejido social, cada vez más centrado en la sola personalidad de su fundador y -en todo caso- devenida en una formación política que se ha constituido en fértil abono de plantas crecederas en los ribazos nacionalistas radicales -Bildu en el País Vasco, BNG en Galicia-.
Pero prefiero concentrar este comentario en dedicar alguna atención a lo que estas dos elecciones han supuesto en el ámbito general del centro-derecha, y en particular del Partido Popular. Una formación política que se viene debatiendo en los últimos tiempos en la controversia entre las dos almas que anidan en dos personas, las de sus ex-presidentes: Aznar y Rajoy. Con independencia de las realizaciones concretas de ambos gobernantes, parece haberse insertado en el ideario colectivo que el primero traduciría su imagen política en el terreno de las convicciones y los principios, en tanto que el segundo lo haría en el de la gestión y el pragmatismo. Sería Aznar un agente transformador de las realidades políticas y sociales -la derrota de ETA; el ingreso de España en el euro o la inmarcesible amistad con EEUU, entrada en la guerra de Irak incluida-; Rajoy, en cambio, no daría más batallas que las justas -y aun ni siquiera éstas-, concentrado en resolver la crisis económica y en retardar las respuestas a los enredos políticos que acechaban al país -el soberanismo supremacista en Cataluña, no sólo, aunque sí de manera principal-.
Estas dos almas se confrontaban precisamente en las elecciones regionales del pasado junio. Feijó, como alter ego de Rajoy, Iturgaiz, rescatado por Casado del baúl de los recuerdos de la etapa de Jaime Mayor como el hombre de Aznar en el País Vasco. Y, haciendo abstracción de las lecturas de los populares vascos de su pésimo resultado -6 escaños, 2 de los cuales cedidos a Ciudadanos-, el veredicto nacional parece inapelable: gana la política pegada a la realidad, la que ha sabido tejer las necesarias redes clientelares -a la manera de los viejos cacicatos de la Restauración-; pierden los principios y la mirada a los tiempos que ya son viejos y que, por lo tanto, pasaron. De manera que el joven presidente del PP se ha apresurado a manifestar que él no es cosa diferente de la gestión, en tanto que parece cosa de escaso tiempo que se vaya desprendiendo del abrazo del oso de Aznar y de Álvarez de Toledo para aproximarse a los dos gallegos, cualquiera que sea la mercancía que envuelvan en su pañuelo de seda.
Y, sin embargo, lo importante es siempre el contenido, no el continente. Parece evidente que la gestión cotidiana de las cosas públicas -la economía- les es exigible a todos los líderes políticos con posibilidades de alzarse con la responsabilidad de gobierno. Deberá, en este sentido, darse por descontado -aunque es lo cierto que a estas alturas nada debería darse por supuesto ni por descontado- que la política exige un plus a la gestión; que la política es reforma; que la política supone trazar los objetivos y seguirlos hasta conseguirlos, cualquiera que sea el estado de la mar, aturbonada o en calma.
Un Pablo Casado desertor de la política basada en los principios y enrolado en el pragmatismo significa, seguramente, la consolidación del nuevo edificio constitucional que los tiempos del nefasto presidente Zapatero auguraban: el replanteamiento de la Constitución de 1978 ahora en clave confederal -aunque se la pretenda presentar, en lo que no es sino una nueva edición de la “trampa de las palabras” o una nueva “palabra trampa”, como federal-. Un imprevisto desarrollo del Estado de las Autonomías que ya estaba plagado de bilateralidades -empezando por los presuntos “derechos históricos” vascos y siguiendo por las disposiciones de otros Estatutos de la llamada “segunda generación”- y que ya había sido pactado por los dos grandes partidos españoles, que aceptaban los designios defendidos en este mismo sentido por sus barones territoriales.
No resultará inmune a esta nueva etapa la base de la forma de gobierno de nuestro edificio constitucional, la monarquía parlamentaria, a la que el abandono de España de Don Juan Carlos de Borbón augura pronósticos aún inciertos. Cortafuegos para evitar el incendio de la dinastía o una especie de “más madera, que es la guerra” -pero ahora no como en la película de los Hermanos Marx, sino en la forma de nuestra triste realidad presente-. El acoso de nacionalistas y populistas con la connivencia de un partido socialista -enajenado ya de toda convicción que no sea su tradicional apego al poder- a la Casa del Rey sólo tendría como impedimento la resistencia de sus moradores a rendir la plaza amparados por el procedimiento agravado de la reforma constitucional. Una esperanza al menos de que no estará todo perdido en esta España de saldos y de entregas sin combate. Los monarcas nunca se dan por vencidos, carecen de otra profesión que no sea la de la realeza, y el ejercicio del trono es la esencia de su condición, dicho sea en esta ocasión por suerte para nosotros.
Abandonado Casado al pragmatismo y seducido finalmente por los cantos de sirena de un nuevo cambio de régimen, ¿qué futuro quedará para un partido liberal como es Ciudadanos? Parece evidente que su espacio replicaría el que quedaría vacío por desistimiento de los populares, ese mismo espacio que Albert Rivera supo percibir algunos meses antes de que se viera obnubilado por la desmedida ambición de llegar a ser “presidente de España” -una figura que, por cierto, no está prevista siquiera por nuestra Constitución-, cuando los resultados electorales daban para un valioso e influyente Vicepresidente del Gobierno.
Con los cantos de sirena -decía Ortega- hay que hacer lo que recomendaban a los marineros nórdicos: oírlos del revés. Ciudadanos no debería en este nuevo contexto aplicarse a una imposible búsqueda del centro entre dos partidos abandonistas de la Constitución de 1978, sino precisamente en la defensa de este texto legal. Frente a la renuncia de los principios, Ciudadanos debería pelear por su restauración.
Y, desde esta base, que es punto de apoyo fundamental para acometer los cambios que la España del post Covid-19 exigen, podría el partido presidido por Inés Arrimadas abanderar el trabajo por devolver a nuestro país a los ámbitos que de verdad le interesan: una España para los españoles y no sólo para sus territorios, una España democráticamente regenerada, una España que asuma los retos de una nueva industrialización basada en los parámetros europeos del I+D+I y las empresas ecológicas, una España que desde una lengua que hablamos más de 500 millones de personas en el mundo recupere buena parte de su terreno internacional perdido
Todo ello aderezado con una buena dosis de pragmatismo. El debate entre la “vieja y la nueva política” ha visto superado ya su fecha de caducidad: los partidos nuevos han envejecido en muy pocos años y ya se han integrado en el sistema antiguo, de tal manera que apenas es posible distinguirlos de los tradicionales. ¡Bienvenidos, por lo tanto, a los tiempos políticos de siempre!
Ese sería el baluarte desde el cual la utilidad de un partido, definido por su claridad y la defensa de los principios, podría presentarse para un futuro de incertidumbre como el que presagian los tiempos por venir. Cuando se despeje el campo de los cadáveres -humanos, sociales, económicos y políticos- que dejará el maremoto de la pandemia tras de sí.
Punto de partida que condicionará las políticas económicas y sociales que están por venir lo será la negociación en este otoño de los Presupuestos Generales del Estado. Una resolución compleja si el objetivo consiste en obtener la totalidad de los 140.000 millones de euros que tienen previsto entregarnos las autoridades europeas. De acuerdo con los expertos, los fondos de cohesión de los años ‘80 y ‘90 no servirán como precedente. Su gestión tuvo como objeto las infraestructuras de transporte. Ahora será más difícil. De lo que se tratará es de pactar un nuevo modelo económico y en un plazo de tiempo extraordinariamente ajustado: un esfuerzo de modernización de nuestras Administraciones públicas y una migración de nuestras empresas hacia nuevos sectores y actividades.
Casi nada para construir un edificio nacional que luce los desconchados y las grietas que evidencian la inconsistencia de sus cimientos. Será, a pesar de todo, la hora de la política -la buena-, cuando apenas sí nos quedan vestigios de ella.