La irrelevancia de España en el ámbito internacional empieza a ser un lugar común en los comentarios de los expertos. Ya se mire hacia el resto de Europa donde, una vez renovado el Consejo del Banco Central (BCE), sólo queda como dignatario importante a escala de Union Europea el tan denostado —y no siempre con justicia, por cierto— Joaquín Almunia; o nuestra atención se vuelque hacia otros lugares del mundo, por ejemplo, hacia sudamérica, donde la última y reciente cumbre ha pasado de nuevo sin pena ni gloria... lo cierto es que España no cuenta en el escenario internacional.
El actual gobierno ha reducido nuestra acción exterior a la promoción de la Marca España, una operación que se dice ha convertido a nuestro servicio diplomático en una suerte de departamento comercial encargado de la venta de productos nacionales y en el que los los objetivos no son ya los de influir o realizar informes útiles sobre la situación del país en el que se asienta nuestra correspondiente representación, sino la cantidad de automóviles, lavadoras o productos alimentarios que se consumen en esos mercados.
Nada tengo, sin embargo, en contra de la promoción de nuestros productos en el exterior. Hace ya algún tiempo, el embajador de Brasil en Madrid me comentaba que a España no se le conoce en este ámbito más que por el jamón y el aceite de oliva. Y que no le ocurre como a Italia, por poner el ejemplo que planteaba el embajador, cuya oferta es bastante más amplia. La Marca España no debería constituirse en sinónimo de la acción exterior de nuestro país.
Quizás deberíamos haber empezado por otro lado. Por el idioma por ejemplo. El español es una lengua que, según el Instituto Cervantes, es hablada por más de 500.000.0000 de personas en el mundo; a pesar de que, de manera bastante estúpida, la estemos arrinconando en nuestro propio país, a fuerza de reducirla en los colegios a idioma de segunda clase en las Comunidades Autónomas en las que convive —¿malvive?— con otras lenguas más o menos autóctonas o más o menos inventadas.
Otros países han obtenido de sus idiomas una proyección internacional más que indiscutible. Los franceses, con su red de liceos a lo largo de todo el mundo, han conseguido exportar un cierto modelo cultural de calidad que nadie pone en duda; los alemanes también; por no hablar del verdadero esperanto de los tiempo actuales, que es el inglés, con los colegios americanos o el prestigioso mundo cultural británico.
Porque no se trata solamente de las personas que hablan el español. También de las que quieren aprenderlo. ¿Qué está pasando con los institutos Cervantes desplegados a lo largo del mundo? ¿han conseguido aguantar la correspondiente tasa de recortes que las tijeras del ministro Montoro han adjudicado en casi todas las direcciones, no en cuanto a la clase política se refiere, desde luego? La respuesta es clara: no. Su presupuesto para el año 2014 decrece más de un 3% respecto del año en el que se escriben estas líneas.
Creo con sinceridad que se trata de una política equivocada: el idioma es el instrumento que permite a los empresarios ofrecer sus productos y servicios a lo largo del mundo, a los hombres de la cultura presentar sus trabajos, a la inteligencia —cuando la hay, claro— expresarse...
Por lo que la Marca España debería empezar por el idioma español y continuar por todo lo demás.
Claro que, volviendo a la primera idea de este post, la irrelevancia de nuestro país es consecuencia de nuestra debilidad, y la peor de las debilidades es la que se asume como propia, más allá de las circunstancias sustantivas que padezcamos. O dicho de otro modo, somos más débiles, y por lo tanto más irrelevantes, cuanto más nos hundimos en el pozo de nuestra debilidad, considerando que de este no podremos salir hasta que alguien tire de nosotros, ergo, nos rescate.
Y esta, poco más o menos, es la tragedia de esta España actual: que estamos mal, pero no queremos mejorar, simplemente porque no ponemos los remedios para hacerlo.
¡Felices fiestas, lectores y lectoras!